Hace una semana, abrasado por el calor sofocante del mediodía y bajo una resaca que parecía venir de dos siglos atrás, como si en lugar de estar celebrando un cumpleaños la noche anterior hubiésemos tomado la Bastilla, adopté una decisión heroica: echar un polvo. Con estos golpes de autoridad son con los que me he ido labrando yo una fama, y aunque no son plato de buen gusto para nadie, pues me encontraba tirado en el sofá en estampa vagamente cubista, con un pie en la muerte y otro en la resurrección, a veces se acoge uno a esta suerte de pequeñas responsabilidades históricas
Traté de mover lentamente mi cuerpo hacia el otro, desplazándolo como una nave que se vaya a acoplar a la Estación Espacial Internacional, y una vez culminada la empresa se desató una espiral de locura y depravación que nos llevó a golpes por todos los rincones de la casa hasta acabar en la cama. Sentía en cada embate gruesas gotas de sudor cayéndome por la nariz y el corazón latiéndome aprisa, todavía con los ecos de la noche anterior, y en aquella necesidad de fagocitar a mi amante como Khal Drogo vi anunciarse el orgasmo a trechos devastadores, comiendo kilómetros a zancadas, avecinándose como un quejido de la Tierra. Y así fue como de pronto, entre bufidos grotescos, me sobrevino al cerebro un dolor violento que me desplomó sobre las sábanas. Caí llevándome las manos a la cabeza como había visto tantas veces hacer a los jugadores del Barça, a los que en lugar de un empujón parecen haberles dado una noticia terrible, y continué chillando un buen rato mientras mi chica me observaba alucinada sin saber si estaba asistiendo al famoso orgasmo del cerdo o moría deshilachado delante de ella. Por cautela adoptó esa postura tan coqueta de taparse los pechos con la sábana, como cuando uno de los dos muere y la primera reacción a la tragedia es el pudor.
Para entonces ya nadie sabía en esa casa si aquello había sido un infarto o una señal del Papa, que daba misa en Madrid. Con la tensión extrema a la que sometí el cuello había triturado los músculos, y parecía tener la cabeza de prestado entre los hombros. Un polvo más y se deslizaría hacia el suelo mientras mi cuerpo seguiría moviéndose unos segundos con mi cabeza jaleándolo desde el suelo y ella fuera de sí mirándome a los ojos: “Sigue igual, un poco más”.
Dos horas después, ya recuperado, llamé a un amigo fisioterapeuta. Me dijo que probablemente un músculo suboccipital se había acortado comprimiendo la arteria, y de esta manera hizo disminuir el riego sanguíneo provocando fuertes dolores de cabeza. Como quiera que lo miré estupefacto, me confesó que a él le había ocurrido masturbándose: “Por culpa de una paja estuve cuatro días pasando consulta con la cabeza torcida”. Dejé correr el asunto discretamente, pues el dolor había desaparecido, y a la mañana siguiente me puse delante del ordenador como esos jugadores lesionados que en lugar de saltar al rondo dedican unas horas al gimnasio. Comencé con una cosa ligera, casi infantil, y cuando quise golpear balón el músculo se resintió y apareció de nuevo el dolor punzante y horrible; salté de la silla con la mano en el parietal y pasé la mañana en la cama temblando.
La situación se repitió por la tarde, esta vez ya tumbado con el Ipad, y también en días sucesivos. Era oficial: no podía follar. Se lo hice ver a mi amigo y me contestó pasmado que una contractura en la pierna no se curaba saliendo a correr por la mañana y por la tarde. Yo le dije que aquello no tenía que ver con el ejercicio sino con las exigencias naturales de la vida, y que el dolor no se presentaba con ningún otro movimiento que no fuese el puramente especulativo del sexo. Me estaba pareciendo a mí que ya sólo el acto de ver unas tetas me levantaba dolor de cabeza, como si me hubiesen aplicado el tratamiento de La naranja mecánica, y además temía por el riego sanguíneo: si éste disminuía de forma muy drástica habría consecuencias devastadoras. Así que andaba yo con un dilema sanguinario, porque si forzaba un polvo corría el riesgo de quedarme tonto, pero si no lo echaba muy listo tampoco iba a ser. Sugerí la posibilidad de inmovilizar el cuello para esos menesteres, y cuando de repente me imaginé saliendo de copas con un condón en el bolsillo y un collarín en la mano, poniéndome ambas cosas llegado el momento, me dio tal ataque de risa que casi me revienta la cabeza.
“Mira”, pensé, “por lo menos no sólo pasa con el sexo; algo vamos avanzando”.