Quedan meses, quizás años para que podamos considerar que las revueltas, que comenzaron a tomar forma en la calle a mediados de diciembre de 2010 en Túnez, y que se extendieron por el mundo árabe tras la huída a Arabia Saudí del dictador Ben Ali el 14 de enero de 2011, han concluido su primera etapa.
Por eso pasamos del invierno a la primavera, al verano, al otoño y ahora de nuevo al invierno con una región cada día más viva, con más energía para llegar hasta el final y ejecutar sin reparos el enorme cambio que se han propuesto.
Las dificultades crecen a medida que pasa el tiempo. Los acontecimientos no han dejado de sucederse de forma más o menos intensa ni una sola semana. Intentar seguir lo que ocurre en los países del Golfo, liderados por los movimientos y diferentes conflictos internos en Yemen y Bahréin, pero también las ya no tan incipientes reacciones de la población o de algunos sectores políticos que se han ido produciendo en Arabia Saudí, Omán, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, e incluso en Qatar, aunque la poderosa televisión Al Yazira, en su particular definición de la objetividad informativa, no haya prestado mucha atención.
Al poner el termómetro a los países donde ya se ha producido el primer paso del cambio, en los que el dictador no forma parte del presente, las dificultades han adquirido una forma diferente, en ocasiones incluso más peligrosa, porque ahora se exige una actuación transparente, sin máscaras; y se obliga a tomar decisiones a cambio de vidas humanas. Porque durante este comienzo de revoluciones árabes, a lo largo de los últimos 12 meses, además de la determinación y la pérdida del miedo, también ha quedado patente el escaso valor que sigue teniendo la vida de los ciudadanos que se están manifestando en las calles árabes.
Acabo de recorrer los tres países liberados. Túnez, Egipto y Libia comenzaron sus revoluciones gracias al impulso del acto de Mohamed Bouazizi. Al quemarse a lo bonzo junto a una serie de circunstancias lo convirtieron en el momento preciso para que todo estallara, porque en 2010 otros dos jóvenes tunecinos, el 3 de marzo en Monastir y el 20 de noviembre en Metlaui, también se quitaron la vida para pedir justicia y dignidad. Aún así, poco después pudimos comprobar que la realidad de cada país provocaría una evolución muy diferente de los acontecimientos.
En las manifestaciones tunecinas se inventaron términos como “Degagé” (Lárgate), que lograron aglutinar el odio hacia los opresores, algo que se propagó con rapidez. Túnez logró finalmente que la comunidad internacional comprendiera que detrás de los folletos turísticos, de la aparente normalidad del país más abierto y supuestamente liberal (por disponer de un avanzado estatuto de la familia que postula la igualdad entre hombres y mujeres, o por acatar referencias consideradas “occidentales”, como la prohibición del uso del velo o hiyab en las universidades), funcionaba la maquinaria policial más temida del Magreb. El país, con sus ciudadanos dentro, pertenecía al clan Ben Ali-Trabelsi, formado por el presidente y su esposa, sus respectivas familias y sus clientelas. La gestión que han empezado a dilucidar los islamistas de Nahda (que accedieron al poder tras las elecciones celebradas el pasado 23 de octubre), así como la grave crisis económica, marcada por una elevada tasa de paro, han hecho que la calle vuelva a ser ocupada por ciudadanos indignados. La sede del Ministerio del Interior y la Kasbah de la capital, donde se encuentra el despacho del primer ministro, siguen fuertemente vigiladas por tanques del Ejército y rodeadas por una doble valla de alambre. Pero los tunecinos, los mineros del sur y los de clase media-alta de la capital, gritan ahora ante la Asamblea Constituyente, en el Bardo, para asegurarse de que no les roben la revolución.
Apenas unos días antes de que comenzase el proceso electoral que concluirá en marzo, los egipcios ocuparon de nuevo la plaza Tahrir, volvieron a plantar las tiendas de campaña y recuperaron las pancartas. Pero ahora, en lugar de colgar de uno de los semáforos de la emblemática plaza la efigie del ex presidente Hosni Mubarak, pende el muñeco a tamaño natural de un militar. La actuación de la Junta Militar, al mando del país desde el 11 de febrero, está más cuestionada que nunca. Los juicios militares a civiles, las detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones que denuncian organizaciones de derechos humanos, blogueros y activistas, hacen que muchos egipcios crean que, en el fondo, poco ha cambiado. Y no son escasos los que, a la grave situación de estancamiento, añaden entre sus nuevas preocupaciones la inseguridad. Ha sido posible comprobarlo en las últimas semanas porque en ciudades como El Cairo, Alejandría o Port Said la desconfianza ha crecido y los bandos parecen ser más importantes que la genuina revolución del 25 de enero.
Todo está por hacer en Libia. El gobierno nombrado por el Consejo Nacional de Transición apenas fue capaz de explicar que Bengasi merecía acoger el acto oficial del nacimiento de la nueva Libia; y de hecho las disputas entre los revolucionarios de Trípoli, Zawiya, Misrata y Bengasi son habituales. Los ciudadanos que han estado oprimidos durante más de 40 años miran con recelo a los tecnócratas que acaban de regresar del exilio, desconfían de los acuerdos en negociación para explotar los recursos naturales del país, aunque son conscientes de que tendrán que pagar un precio a la OTAN por haberles ayudado en su liberación.
Sirte, la ciudad en la que nació y murió ejecutado a finales de octubre Muamar Gadafi, será uno de los puntos más difíciles de readaptar a la nueva estructura el país. Las casas destruidas por un bombardeo desproporcionado, pero sobre todo el número de víctimas que nadie apunta con exactitud, harán casi imposible una reconciliación en los próximos años.
Es agradable no tener que toparse con las miradas orgullosas y altivas de Ben Ali, Mubarak y Gadafi al recorrer los tres países en este mes de diciembre de 2011. Reconforta presenciar en cafés, sedes de partidos políticos y en asociaciones discusiones acaloradas en las que todo el mundo puede opinar, en las además parecen estar aprendiendo a escuchar. Incluso es gratificante sentir la desesperación y la angustia de los que se manifiestan de nuevo en las calles reclamando libertad y derechos básicos. Todo ha cambiado. No es que los ciudadanos del Magreb y el Machrek hayan decidido que nada será igual tras los últimos doce meses de lucha, sino que ahora, sin una bestia negra definida durante décadas a la que combatir, parecen más humanos, se están permitiendo dudar, equivocarse e incluso rectificar.
El grado de organización del descontento social varía por completo si nos centramos en Siria, Yemen y Bahréin, a pesar de que en los tres países se esté empleando la violencia y la represión para intentar diluir el inevitable cambio. Los relatos de los reporteros que se están jugando la vida entrando de forma clandestina por el norte y el oeste de Siria para comprobar cómo se organizan los militantes de las coordinadoras locales, para hablar con los desertores del Ejército o para presenciar las manifestaciones multitudinarias que diez meses después siguen llenado las calles sirias son la prueba de la actual ebullición social.
En la silenciada revolución bahreiní, donde la comunidad internacional ha acatado incluso las condenas en juicios militares a médicos y enfermeras por cumplir con su código deontológico y atender a los heridos en las manifestaciones, siguen buscando resquicios para que sus gritos lleguen al exterior, para que no les encapsulen en un problema sectario más (aunque los ciudadanos chiíes sean considerados de segunda categoría por la minoría suní que les gobierna).
Es difícil trazar de forma precisa y rigurosa el alto nivel de diálogo y la profunda necesidad de cambio que se vive en Yemen. He tenido la oportunidad de hablar con jóvenes desengañados, frustrados por la falta de medios (tienen una hora de electricidad al día para subir vídeos a Youtube, tuitear y relatar lo que está pasando en el país, o tienen que organizarse para comprar un generador que a menudo no pueden alimentar por la escasez de gasolina), pero están completamente decididos a impedir que su país siga estando dirigido por clanes familiares corruptos. Como ha ocurrido en otros países en proceso de cambio, hay políticos, empresarios e intelectuales yemeníes trabajando desde hace semanas en el sistema que quieren crear cuando en febrero del año que viene se celebren elecciones y la era Saleh pase definitivamente a la historia. La asunción de responsabilidades por parte del antiguo régimen queda en este caso en un segundo plano, quizás porque los ciudadanos necesitan desesperadamente empezar a construir, poner en marcha los sectores de su economía (como el turismo y la industria) que les permitan salir cuanto antes de la gravosa crisis que padece la mayor parte de la población.
En varios momentos de este año los analistas árabes subrayaban los errores comunes de los dirigentes, se preguntaban cómo era posible que distintos dictadores cometieran los mismos fallos, paso a paso, como si estuvieran siguiendo al pie de la letra una supuesta Guía del mal dirigente, hasta completar el camino que obligó a huir al tunecino Ben Ali, a dimitir al egipcio Mubarak y que llevó a la captura y ejecución del libio Gadafi. Las miradas pesan ahora sobre todos los dirigentes que quedan, que deberían estar aplicando reformas o abandonando el poder ante su incapacidad de poner en marcha el cambio. Ninguno de los actuales dirigentes árabes está reaccionando de forma eficaz, atajando las crecientes dudas sobre sus capacidades para dirigir sus país. Las tímidas muestras de estar supuestamente escuchando los gritos de la calle en Marruecos, Jordania, Argelia o en los territorios ocupados palestinos, no sólo no han saciado el deseo de renovación, sino que han provocado una extraña reacción de unidad entre ideologías contrapuestas. Es previsible que en los próximos meses evolucione hacia un movimiento social y político mucho más peligroso para el viejo sistema, anclado en la pleitesía, la sumisión y los excesos del poder.
La suerte de los dirigentes árabes está echada. Han pasado doce meses en los que los ciudadanos del Magreb y el Machrek han tenido tiempo de practicar métodos de movilización y organización social, y han comprobado que es posible llegar hasta el final. La vida de millones de personas que han participado en las manifestaciones no sólo empieza a tener sentido, sino que vale mucho más de lo que habrían podido soñar.
Carla Fibla es corresponsal de la cadena SER en Oriente Próximo y directora de www.aish.es. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Mayo ha sido de los palestinos, Las rebeliones, amenazadas, Muere Bin Laden, viven las rebeliones, ¿Divide y provoca sectarismos la rebelión?, ¿Revolución islámica?, Del viernes de descanso al viernes de la rabia, Desde el interior de las revueltas, La revolución libia se estrella contra Gadafi y Y llega la revolución del Nilo