Domingo de Ramos de una tarde soleada en Sevilla. Las calles están abarrotadas de gente que aclama primaveras. “¡Ole los costaleros buenos! Son los machotes de San Julián! ¡Así se trae a la reina!”. Una mujer entrada en años, vestida y maquillada para la ocasión, comienza a gritar cuando en la lejanía aparece el paso de palio de la Virgen de la Hiniesta. “¡Qué bonita vienes, madre! ¡Guapa! ¡La reina de San Julián!”. Grita cada vez con más fuerza, desatada, como gritaban aquellas viejas del arrabal antes de que el desarrollismo de los sesenta y el pelotazo posterior las expulsara a la periferia. “¡Esto es lo nuestro! ¡Hiniesta! ¡Guapa, guapa y guapa!”. Las casas de San Julián, aglutinadas en torno a la iglesia mudéjar, eran conocidas durante la Segunda República y la Guerra Civil como el Moscú sevillano y sus habitantes compartían un extraño culto sincrético por Stalin y Jesús del Gran Poder. De aquella historia sólo queda está voz envejecida e impertinente, este anhelo que hace que cada Semana Santa el barrio reviva en torno a su cofradía.
No muy lejos, en El Salvador, corazón simbólico de la ciudad, una procesión seria, de negro, irrumpe en la plaza. Es el Cristo del Amor, una obra señera del barroco tallada por Juan Mesa, el imaginero que mejor supo combinar la fuerza expresiva con la fisonomía olivarera del pueblo andaluz. El paso avanza entre el silencio del gentío y alguna que otra saeta que hace volar a las golondrinas de los naranjos. Aquí radican las contradicciones que dotan de sentido a la fiesta. Cristos moribundos en la cruz comparten espacio con sensuales vírgenes, el incienso amargo y doliente se confunde con la trompetería y la algarada de aquellas cofradías que hacen de su día una seña de identidad de su barrio, de su idiosincrasia y de su memoria.
Orígenes históricos
La apropiación simbólica que ejerció la dictadura franquista sobre la Semana Santa alteró sus significaciones y dotó a la celebración de un conjunto de imágenes: militarismo, catolicismo, conservadurismo que no responden a la perpetuación de los ritos, pero que sin embargo continúan articulando fuera de la ciudad visiones sesgadas de la fiesta. Paradójicamente, los momentos de mayor expansión de la Semana Santa de Sevilla han correspondido con etapas históricas aperturistas. Las procesiones que conocemos hoy se remontan a la devotio moderna medieval, pero para entender sus prácticas habría que situarse a mediados del siglo XIX, con el estímulo de la familia Montpensier de las procesiones relacionadas con las conmemoraciones cívicas que se desarrollaban en otras partes de Europa. Fue en esta época cuando las cofradías adquirieron nuevas dimensiones, al margen o más allá de las religiosas. La construcción del ferrocarril comenzó atraer turismo a la ciudad y las cofradías se convirtieron en modelos de socialización de clases sociales, barrios o gremios ante las incertidumbres generadas por las grandes migraciones y el desarrollo industrial.
Esa Semana Santa alcanzó su mayor auge a finales del siglo XIX y principios del XX, coincidiendo con la toma de conciencia de la identidad andaluza, el desarrollo del arte regionalista como respuesta local a la globalización y la celebración de la exposición Iberoamericana de 1929. Esta celebración, folclórica, vitalista, de colores y algarabía, de nocturnidad y alteración del orden, como la describiera Blasco Ibáñez, alcanzó altas cuotas de popularidad durante la Segunda República y atrajo la atención de artistas como Stravinski, Lorca, Alberti, Machado, Cernuda o Robert Capa. Su escenificación pública se convirtió en la fiesta por antonomasia del sur peninsular.
Lorca, por ejemplo, había heredado de su madre un especial arraigo por la religiosidad popular, lo que le llevaría a entrar en la Hermandad de la Virgen de la Alhambra de Granada. En el Poema del cante jondo, Lorca dedicaba unos versos a la Semana Santa sevillana que había vivido junto a su hermano Francisco, Manuel de Falla y el diplomático y poeta José María Chacón y Calvo en la primavera de 1922. ‘Poema a la saeta’ es un canto lírico a las procesiones sevillanas, a las saetas, la noche, los pasos y las procesiones, sin olvidar las referencias a la sensualidad romántica y dionisíaca de la celebración: “Y loca de horizonte, / mezcla en su vino, / lo amargo de Don Juan / y lo perfecto de Dionisio”. Y es que para el poeta de Fuentevaqueros, la Semana Santa era una celebración popular y colorista donde los límites entre la realidad y la ilusión –metáfora quijotesca– se diluían en una manifestación sensitiva. La Semana Santa era “el triunfo popular de la muerte española”.
Identidad y tradición
El viajero que desee acercarse a la fiesta precisa reconocer un conjunto de pautas y símbolos que le permitan integrarse en una maraña de calles laberínticas repletas de espectadores celosos de la salvaguarda de la tradición. Cabe destacar que no estamos ante una celebración religiosa stricto sensu. De hecho, como apuntara el antropólogo Isidoro Moreno, su complejidad radica en que forman parte de ella agnósticos y ateos y muchos católicos de la ciudad, escandalizados ante la falta de actitud religiosa, huyen de Sevilla buscando horizontes más espirituales. Esto no quiere decir que la celebración no sea re-ligiosa. Los participantes en el ritual, independientemente de sus creencias, articulan una vinculación emocional, incluso mística, por las imágenes que procesionan y por el ambiente de las calles.
La fiesta, como tantos otros rituales del Mediterráneo, se arraiga en identidades e imaginarios locales de sociedades que encuentran en la celebración un sentido espiritual y vivencial. Es por ello que no pertenecen a nadie, pese al intento secular de la Iglesia Católica de reconducirla hacia postulados dogmáticos o de las autoridades políticas de utilizar su potencial representativo para legitimar ideologías. Antonio Núñez de Herrera publicó en 1932 Teoría y realidad de la Semana Santa, considerada hasta la fecha la obra cumbre interpretativa de la religiosidad sevillana. En ella destacaba la alteración de órdenes y roles y las aparentes contradicciones que dotaban de sentido a la fiesta: nazarenos que portaban bajo el brazo el periódico anarquista, costaleros aficionados y obreros devotos en cuyas mesillas destacaban las fotos de Lenin y la Macarena. Esa transversalidad ideológica, premoderna, explicaría la pervivencia del ritual en el tiempo. “El causante del mundo –afirmaba–, Jehová, queda bien lejos. (…) ¿El Génesis? No interesa. Más que la salida del mundo, maduro de la entraña del caos, importa la salida de la Virgen de la Amargura por el estrecho marco de su iglesia”.
En esta misma línea, Manuel Chaves Nogales en 1935, en las páginas de Ahora, señalaba una de las claves interpretativas del ritual: “La Semana Santa no es obra, ni de los curas ni de los gobernantes, sino de los cofrades, de una organización netamente popular y de origen gremial, que ha estado siempre en pugna con los poderes constituidos. Los dos enemigos natos de la Semana Santa son el cardenal y el gobernador. (…) El buen capillita –aquellas personas que viven todo el año por y para la Semana Santa– se pasa la vida hablando mal de ellos y protestando contra sus decisiones”.
Experiencias de dolor, expectativas de esperanza
En Sevilla, los Cristos y Vírgenes “procesionan” por la calle, es decir, son ellos los que salen, pues la comunidad los dota de una humanidad, los personifica y los diferencia. Cada hermandad tiene sus imágenes y, según criterios espaciales de cercanía, memoriales de tradiciones familiares, identitarios de barrios o bien gustos personales, los cofrades escogen en qué cofradía participar. Las hay alegres, fúnebres, de silencio, del centro y los arrabales, de mayor orden y patetismo o bien de algarada, incluso más conservadoras o progresistas en lo referente al papel de la mujer o a la toma de decisiones internas. Las diferentes concepciones de la fiesta encuentran su espacio en las sesenta cofradías que procesionan en Semana Santa hasta la catedral. A partir de ellas el individuo se identifica con un grupo afín: social, político, económico e incluso artístico. Asimismo, cabe destacar que pese a que la celebración sea colectiva, tanto el cofrade como el espectador, en determinados momentos, la viven de forma especialmente introspectiva, al confiar la salud, la estabilidad y la prosperidad de sus seres queridos a unas imágenes que considera dotadas con el poder de influir en su vida. De esta forma, se solidariza con el dolor, la amargura, la angustia o la soledad de la Virgen, que ejerce de madre anónima de los participantes de la fiesta. Clama justicia, salud, perdón o caridad, apoyándose en el nombre de las imágenes para articular una cosmovisión particular, que sólo los propiciadores del ritual pueden comprender. El escritor regeneracionista Eugenio Noel sintetizaba con un espíritu crítico el significado de las imágenes religiosas como vertebradoras de la identidad social y cultural de los barrios. “El Santo interesa mientras le visten, y una vez vestido, lo que importa no es venerarle, sino enseñársele a todo el barrio para que lo chicoleen, o mostrársele al barrio vecino para que trague saliva y no sea fantasioso con el suyo”.
Las relaciones con las imágenes se articulan en torno al rito, que dota de significación al icono y articula simbólicamente la sociedad sobre la base de una serie de principios. Si bien se presentan como fórmulas consuetudinarias, responden a procesos de adaptación y actualización permanentes de los rituales y a las pugnas por la apropiación política o eclesiástica a la que se ven sometidos. El rito conecta la imagen con un universo de símbolos y significados sagrados, cuya función va más allá del hecho religioso. La perpetuación periódica de los rituales genera un estadio atemporal donde las memorias se confunden con los anhelos y donde la utilización del símbolo adquiere una fuerza artística y expresiva colectiva, capacitada para transformar el imaginario social.
La literatura en torno a la Semana Santa coincide en considerarla la celebración de la niñez, de la memoria. En líneas generales, los sevillanos heredan la vinculación a una hermandad por vía materna o paterna y la perpetúan en cada primavera. Por ello hay dos celebraciones. La primera, diurna, se caracteriza por la presencia de niños, que contemplan asombrados el despliegue artístico de las hermandades. En la segunda, nocturna, los niños dejan paso al negocio de las tabernas, al misticismo de la oscuridad y a la transgresión de los jóvenes que históricamente han aprovechado la noche para iniciar sus escarceos.
El Martes Santo, a media mañana, sale la cofradía del Cerro, un barrio del extrarradio de la ciudad con una decena de kilómetros y más de doce horas por delante. El esfuerzo es titánico. De unos costaleros, que de media portan durante horas en torno a cuarenta kilos. Pero también de unos niños y de unos nazarenos con capirotes de terciopelo que se ven obligados a cruzar eternas avenidas bajo un sol abrasador. El Cerro, como Santa Genoveva, La Sed o el Polígono, cuando llegan al centro toman simbólicamente la ciudad. Aquellos sevillanos que durante el año viven al margen de las dinámicas de la ciudad, recluidos en barrios marcados por las diferencias sociales y la falta de servicios y expectativas, conquistan las calles del centro, con su música, su algarada y sus colores. Se apropian, al menos durante unas horas, de la ciudad. Y, a la vuelta, ya de madrugada, el barrio les recibe como aquellos soldados victoriosos en una gran batalla.
El periodista Carlos Herrera, en su recordado pregón a la Semana Santa de Sevilla del año 2000, hacía hincapié en una de las características de la fiesta, “que cuenta el tiempo al revés”. A diferencia de los planteamientos teológicos, con el avance de la Semana y la cercanía de la Resurrección no se experimenta una alegría por parte de los cofrades, sino que más bien se empieza a sentir una nostalgia del tiempo que pasa y una tristeza que se empapa en todos los rincones de la ciudad. Los capillitas, aquellos que viven la Semana Santa con intensidad a lo largo del año y la mantienen viva en debates, documentales o proyecciones, sienten una tristeza incontrolable cuando sienten la levedad de siete días tan esperados. Ésa es la pena de aquellos que hacen de su vida una semana. Sin embargo, desde hace unas décadas, cuentan con programas de radio, de televisión y periódicos locales que les permiten vivir la eternidad de esa semana en cualquier época del año.
El viajero notará el Miércoles Santo una decepción colectiva que irá en aumento a medida que avance la semana. Lo sentirá, por ejemplo, en la plaza del Cristo de Burgos, cuando el palio de la cofradía se recoja en el silencio de la noche, roto cuando la saeta ronca de El Sacri cante con dolor al paso de los días. O el Jueves Santo en el Salvador con el Señor de Pasión. O en San Lorenzo el Sábado Santo con la Soledad. La pena sólo se verá alterada en determinados momento, con la salida en procesión de la Macarena o la particular idiosincrasia de las cofradías de Triana. Cuando llega la Madrugá, la noche más idealizada, cuando salen en procesión las devociones más señeras de la ciudad, todo se ha consumado. El viajero no puede perderse al Gran Poder, una talla portentosa que a su valentía artística hay que sumarle el silencio de la cofradía y el andar racheante de los costaleros –arrastrando los pies–, que humanizan y teatralizan la escena. Pero también es la noche de la explosión floral, del fuego y los aplausos, de las esperanzas, la Macarena y la de Triana, que con su música de cornetería, sus romanos de plumas blancas y sus flores de cera rivalizan por focalizar los anhelos y las expectativas de la ciudad.
Una de las claves de la Semana Santa es la participación horizontal de todos sus miembros. A diferencia de otras celebraciones modernas estratificadas y regladas, la Semana Santa prima por la espontaneidad de cofrades y público, que pueden entrar y salir de su rol libremente. Se puede ser costalero, nazareno o espectador que en un momento determinado irrumpe a cantar una saeta, independientemente de la condición social o cultural del individuo. También se puede ser músico, tocar el tambor o la corneta, aplaudir y llorar, en un espectáculo cromático y sensual sin parangón alguno ofrecido a unas calles chorreantes de azahar.
La saeta es uno de los aderezos fundamentales de la fiesta, fruto de un entusiasmo religioso –que no teológico–, de la sensualidad de las celebraciones y de una tragedia expresada en forma de cante. Pero, ante todo, es la exteriorización de una angustia y de unos anhelos telúricos, la elegía del dolor de un pueblo históricamente oprimido y el eco de la muerte desesperada. “Cuando canto a gusto, me sabe la boca sangre”, sentenció tía Anica la Piriñaca en esta expresión total que recogió Félix Grande. Estas canciones no se dirigen hacia la Divinidad, en una interpretación deísta, sino a la comunidad, para que ésta tome conciencia de sí misma, de sus memorias, sus experiencias y sus expectativas, y pida socorro, a la desesperada, por si hubiera alguien al otro lado del horizonte. Los espectadores son cómplices, se suman en silencio al grito desesperado del saetero. Si el viajero está ávido de escucharlas lo mejor será que busque cofradías de silencio o aquellos puntos habituales donde grandes saeteros como Manuel Cuevas, Jesús Heredia, Alex Ortíz o Joana Jiménez cantan cada año.
Contemporaneidad del rito
La Semana Santa no es una celebración fosilizada, cerrada ni conclusa. Se trata de un fenómeno sociocultural e identitario que escapa a las ortodoxias y a las reglamentaciones dogmáticas, aunque se encuentre sometida a presiones, controles y usos públicos de legitimación. La suma de estos elementos convierte a estas manifestaciones públicas en una fiesta abierta a nuevas influencias, a la vez que totalizadora, en proceso constante de mutación a partir de una serie de equilibrios donde no sólo juegan un papel destacado las instituciones religiosas y políticas. La Semana Santa se ajusta a un tiempo y a una coyuntura determinada y cambia según lo hacen los parámetros sociales, el horizonte cultural o el rol de la mujer. Como celebración histórica, sus formas y actuaciones se enmarcan en unos contextos específicos. Así mismo, se enraíza en un ritual complejo, incluso contradictorio, donde se bebe, se canta y se estrenan vestimentas. Es el momento en el que la ciudad renueva sus vínculos asociativos en un horizonte que no es de muerte, sino de vida, simbolizada en la celebración de la primavera.
Sin embargo, para muchos cofrades, la Semana Santa de Sevilla comienza a presentar síntomas de enfermedad, propiciada por la mercantilización de la fiesta, la prelación del beneficio económico y la inmersión de las procesiones en la sociedad del espectáculo, primando los elementos televisivos y verbalizados frente aquellas prácticas que dotaban de sentido al ritual. Un ejemplo sería la pasión que despiertan en el público las formaciones de tambores y cornetas y sus composiciones musicales aflamencadas y apocalípticas que atraen a miles de aficionados al horizonte de las bandas, dejando a un lado otros factores también fundamentales de la celebración. A su vez, la masificación de espectadores, especialmente de cofrades, hace que tanto el capillita como el viajero tengan que tirar de paciencia para aguantar varias horas a la espera de un paso. Las cofradías más señeras ponen en la calle miles de nazarenos y verlos procesionar durante horas provoca que muchos prefieran otras semanas santas del sur peninsular, donde aún no se han estandarizado ni fosilizado en exceso los ritos. Para bien o para mal, en la Semana Santa de Sevilla no hay apenas espacio para las novedades artísticas y quien sale a buscar las cofradías sabe lo que se va encontrar. Todo está tan medido que apenas hay espacio para la creatividad artística o conductual, a lo que no ayuda la obsesión cuantitativa de las élites cofradieras. La rotura de costuras de la Semana Santa de la ciudad, visible cualquier día y a cualquier hora, ha provocado en los últimos años altercados y problemas de seguridad, sobre todo por la noche. Este año, el parte médico final de la Madrugá se saldó con varios heridos por avalanchas de personas corriendo sin aparente sentido movidas por el pánico.
Estos son los retos a los que se enfrenta una celebración que sobrevive al empuje de los siglos porque mantiene su significado y su función en la sociedad que la organiza, pero adaptada a los nuevos horizontes simbólicos del mundo contemporáneo.
Texto: César Rina
Historiador e investigador de la Fundação Calouste Gulbenkian. Trabaja sobre los mecanismos de legitimación simbólica de las sociedades contemporáneas y los imaginarios identitarios. Es autor de monográficos como La construcción de la memoria franquista en Cáceres, Los imaginarios franquistas y la religiosidad popular o Análisis cultural e historiográfico de la Romería del Rocío en el documental de Fernando Ruiz Vergara.
Fotografías: Quique Macía
Fotógrafo. Formado en realización audiovisual y especializado en fotografía escenográfica y de danza, ha realizado diversas exposiciones fotográficas entras las que destaca España, norte y sur (Atenas, 2007). En relación con este texto, expuso en 2012 Torrijas, incienso y Bacalao, una narración visual de sus observaciones sobre el ritual anual de la Semana Santa en Sevilla. Su web, aquí.