Ghada estaba molesta con el calificativo fabricado en Occidente. “Primaveras árabes”, las llamaron. Tres décadas de lucha organizada, arriesgada y plagada de convicciones contra una dictador amigo de Occidente y resultaba que se iba –o que lo iban- por un calentón primaveral. Lo que molestaba a mi nueva amiga Ghada, una luchadora histórica por los derechos políticos y sociales de los egipcios, me importunaba a mi del invento periodístico sobre ‘los indignados’. La eterna manía de poner etiquetas, de tratar de contener el desbordante rebosar multitudinario de los pueblos, siempre me ha molestado, sean quien sea el responsable de clasificar.
Casi siempre, esas etiquetas simplifican lo complejo, eliminan de un manotazo la historia acumulada de las luchas, de las resistencias que, siempre, comienzan por grupos conscientes, politizados y comprometidos y que luego, como la lluvia de otoño, allá donde hay cuatro estaciones, van sumando almas y voces para poner sonido e imagen al malestar general.
Ahora nos ocurre con Brasil. ¿Cómo calificar el fenómeno? ¿Cómo alejarse del suceso coyuntural de las megamanifestaciones? ¿Por qué no contar el trabajo lento y germinante de las organizaciones y movimientos sociales que llevan décadas de lucha y siembra en el gigante del Sur?
Más extraño es lo de Costa Rica, de lo que nadie habla. Allí, este pasado martes 25 de junio, miles de ciudadanas y ciudadanos salieron a las calles, en 27 localidades del diminuto país, en carreteras, barriadas y núcleos campesinos, para recordarle al poder que su corrupción y el paulatino desmonte del Estado del Bienestar –defectuoso pero necesario- en Costa Rica no pueden campar tranquilamente sin que la población le ponga trancas.
Hay una guerra librándose en miles de trincheras cotidianas. Algunos se han atrevido a denominarla como la Cuarta Guerra Mundial, aquella que libran los pueblos contra la angurria del capital, contra el despojo cotidiano, contra la cosificación de las personas y de nuestras vidas. Nada de lo que ocurre en esa guerra es casual ni repentino, responde a procesos seculares, cocinados en los otoños silenciosos, al abrigo del silencio mediático. La invisibilidad es hábito entre los nadie, hasta el día que alguien los mira. Entonces, ese día, los gurús mediáticos y los lideruchos políticos se sienten desconcertados, inventan nombres, responden con las torpes palabras de la hipocresía, tratan de comprar sus almas con las mismas migajas que provocaron la hambruna democrática… Nada les funcionará, aunque, momentáneamente, parezca que calman a los rebeldes.
No hay primaveras ni en Egipto, ni en Turquía, ni en Brasil, España, Grecia, Estados Unidos o Costa Rica. Hay interminables procesos de resistencia que preferimos no ver para no tener que tomar partido.