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Mientras tantoPrimer día de clase

Primer día de clase


Ya dije hace algún tiempo que incluiría en mi blog alguna de mis clases y creo que ha llegado el momento de hacerlo. Los apuntes de hoy son una transcripción apresurada de mi primera clase dada el tres de febrero. Soy fiel, más o menos, a lo que allí dije, aunque inevitablemente he reconstruido algunas cosas. No pretendo sentar cátedra, ni mucho menos, sino allanar el trabajo a mis alumnos y, de paso, a mí mismo. Si a algún otro le valen de algo estos apuntes, bienvenido sea.

 

“Galdós en 1881” (clase dictada el 3 de febrero de 2011)

 

La primera clase es siempre de tanteo. Llegué con dolor de cabeza, nunca la mejor manera de empezar una clase. Tampoco ayudaban la hora ni el día (jueves a las seis y media de la tarde), pero, en fin, empecé y empecé, como siempre, con las presentaciones…

 

Tengo cuatro alumnas. A mi derecha se sienta Jenny Prince, que es norteamericana. Parece tener buen sentido del humor, pues nada más entrar yo en el aula y decir las buenas tardes en español, me contesta en inglés y me dice que me he equivocado de clase. Me dice luego, ya más seria, que lleva un año en el programa y que su interés, por ahora, es la literatura peninsular contemporánea. Si es así, le aclaro que leer algunas de las Novelas Contemporáneas de Galdós le va a venir bien. Y añado: la deuda que tienen muchos miembros de la generación del 98 con Galdós es inmensa, por más que les costara a todos ellos reconocerlo y casi todos le negaran el pan, la sal… y hasta la pimienta. Galdós –continúo- fue un fundador de discursos, de corrientes, de temas, de actitudes. Valle Inclán lo llamó burlonamente en Luces de Bohemia “don Benito el garbancero”, pero el esperpento valleinclanesco (término que Galdós emplea frecuentemente en sus escritos) está ya presente en muchas de las novelas galdosianas. Unamuno dijo que Galdós carecía de estilo porque no tenía una personalidad definida, un poco como el personaje del amigo Manso (trasunto, según muchos, del novelista canario), pero resulta que muchos de los juegos de metaficción de Unamuno (especialmente los que utiliza en Niebla) proceden precisamente de El amigo Manso. ¿No es acaso Augusto Pérez una derivación del propio Manso? Baroja mismo en algunas de sus novelas (pienso en la trilogía de La lucha por la vida) no hace otra cosa que seguir los pasos de Galdós, aunque sus novelas sean ya otra cosa. Ciertamente la paleta de Baroja es impresionista y sus diálogos, mucho más concisos. Baroja elimina mucha de la broza retórica de los escritores de la Restauración. Con todo, Galdós es su maestro. Y la influencia galdosiana que se observa en los del 98 se podría extender a otros novelistas posteriores: Cela, los novelistas del cincuenta, etc…

 

Termino mi digresión y me dirijo a mi segunda alumna, que se llama Ms. Caroline O’Donovan. Su padre es irlandés y su madre gallega. Pura raza celta, le digo, y ella, discreta, se sonríe. Me dice que le interesa también la literatura peninsular contemporánea. Esta vez no hago ningún excurso y me limito a decirle que la lectura de Galdós le aportará un conocimiento más profundo del género novelístico, claramente el género de ficción prevalente en los últimos dos siglos.

 

La tercera alumna se llama Jacqueline Herranz y es de origen cubano. Quiere dedicarse al estudio de la literatura en español que se escribe en los Estados Unidos y piensa que un novelista como Galdós le puede servir para aclarar algunas cosas. Asiento. Mi última alumna, Mónica Agrest, ya estuvo conmigo en el curso de Novela Histórica del año pasado. Recuerdo que me hizo un excelente trabajo sobre el episodio de Zumalacarregui. Me dice que la lectura de los Episodios Nacionales le fascinó y quiere probar ahora con sus Novelas Contemporáneas, que, según el consenso general, es lo mejor de su producción. Yo tengo que darle las gracias por otros motivos, ya que de no apuntarse al curso a última hora me temo que jamás estaríamos ahora aquí reunidos. Ella, elegante, le resta importancia.

 

Y tras las presentaciones empieza la clase.

 

Me hago una primera pregunta. ¿Quién era Galdós en 1881, tras publicar la primera parte de La desheredada? Galdós, les digo, tiene en 1881 apenas 38 años, pero en una década ha publicado la friolera de 30 novelas, muchas de ellas, como decía Clarín, las mejores que se habían escrito desde los tiempos de Cervantes. Ha completado las dos primeras series de los Episodios Nacionales (1873-1878). Además, ha escrito El Audaz, La fontana de Oro, Gloria, Doña Perfecta, Marianela, La Familia de León Roch. Galdós es un escritor metódico, ordenado. Diariamente -confesado por él- viene a escribir de diez a doce cuartillas, aunque en ocasiones llegará hasta las 20 cuartillas (es decir, de 2,000 a 4,000 palabras diarias). Mucha energía mental se necesita para ello. Al parecer, tenía siempre a mano una jarra de leche y café caliente. Y una manta sobre las piernas en el invierno. En su mesa de trabajo no faltaban nunca los árboles genealógicos de sus personajes, los dibujos que hacía de sus caras, mapas, listas de palabras, de refranes, diccionarios y guías de todo tipo, hasta de ferrocarril (véase Ortiz Armengol, 184). Era muy consciente de su genio, y así conservaba todo lo que escribía, desde los autógrafos originales, hasta las notas y los borradores. Se me ocurre pensar que un buen estudio sería analizar el ritmo de escritura de un día cualquiera en la vida de Galdós y comprobar luego los resultados: el número de tachones, las rectificaciones, los falsos caminos. Les digo a mis alumnas que seguramente (pero es una mera especulación por mi parte) sus mejores páginas estarían escritas en las primeras horas y que luego, según pasaba el tiempo, iría bajando el ritmo y la concentración. Esto lo tengo comprobado yo con muchos de sus capítulos, que decrecen en interés -o, por mejor decir, en nervio narrativo- a medida que van llegando a su final. En todo caso, tras avanzar esta idea (algo extravagante, quizá), afirmo lo que todo el mundo sabe sobre Galdós, y es que era un escritor perfectamente consciente de lo que se proponía hacer desde muy joven.

 

Saco a colación el artículo que publicó en la Revista de España en 1870 titulado “Observaciones sobre la novela contemporánea en España”. Galdós lo escribe con 28 años cuando no ha publicado todavía ninguna novela (o quizá solo La fontana de oro), pero su lucidez es extraordinaria tanto al analizar el estado actual de la novela española como cuando dictamina lo que necesita ésta para mejorar. La novela española del momento, según Galdós, es inexistente. Es decir, no existe una sola novela seria y comprometida con su sociedad, ni un novelista que esté deseoso de observar lo que pasa realmente en la calle. Hay, sí, una plétora de novelas de corte romántico, totalmente fantásticas, escapistas, pobladas de héroes de pacotilla y de incidentes absurdos, irreales, sin pies ni cabeza. En España falta la novela realista, la que se lee en Francia (Balzac) o en Inglaterra (Dickens). Según Galdós, no fue siempre así en España. Cervantes y Velázquez practicaron el realismo mejor que cualquiera. ¿Qué pasó entonces? A partir del siglo XVIII y desde luego en el siglo XIX los españoles se han visto corroídos por el “lirismo”. Somos una nación de soñadores, dice Galdós, incapaces de observar lo que ocurre a nuestro alrededor. El mal quijotesco es paradójicamente lo que nos impide escribir novelas: “más nos agrada imaginar que observar”. Galdós se mofa, ya lo hemos visto, del folletín traído de Francia (al estilo de Los Misterios de París), pero tampoco cree que la novela de salón (como él la llama) o la novela de costumbres vayan a resolver las cosas. La novela debe centrarse, casi exclusivamente, en la ciudad, en el pueblo urbano. Galdós señala que el pueblo de Madrid apenas ha sido estudiado o retratado en literatura. Mesonero Romanos ha hecho costumbrismo (y del bueno), pero se ha preocupado más bien de preservar lo que desaparecía, retratando tipos como el aguador, las manolas, los lechuguinos, etc, pero de aquello nada queda ahora. El costumbrismo no es la solución, pues se queda en la nostalgia del pasado. Ni tampoco lo es, según Galdós, la novela de costumbres campesinas que han popularizado Fernán Caballero y Pereda, pues con todo el valor que pueda tener aquello, resulta “demasiado local”. Galdós cree que la novela debe preocuparse únicamente de retratar a la clase media, “la más olvidada por nuestros novelistas… Ella es hoy la base del orden social… en ella está el hombre del siglo XIX con sus virtudes y sus vicios, su noble e insaciable aspiración, su afán de reformas, su actividad pasmosa… La novela moderna de costumbres ha de ser expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase, de la incesante agitación que la elabora, de ese empeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen y remedio de ciertos males que turban las familias…”.

 

Vemos así que Galdós defiende una novela didáctica, no de evasión. Galdós señala luego los dos problemas fundamentales que se dan en la vida doméstica. Por un lado, el problema religioso y, por otro, el adulterio, “vicio esencialmente desorganizador de la familia”. El novelista, claro es, no puede pretender solucionar ninguno de estos problemas, pero tiene el deber y la misión de “reflejar esta turbación honda, esta lucha incesante de principios y hechos que constituye el maravilloso drama de la vida actual”. Aquí está delineado el programa novelístico que Galdós llevará a cabo en los próximos cuarenta años. Se echa en falta solamente la mención a la historia, tan importante en su entramado novelístico. La historia con mayúscula -la historia de los grandes hechos- será desde el principio, ya en La Fontana de Oro, el cañamazo a través del cual irá bordando la pequeña historia imaginada.

 

Podría ponerme a hablar ahora de los “Episodios Nacionales” o de las novelas de tesis, pero ni me siento con fuerzas ni tampoco me atrevo a muchas florituras con este dolor de cabeza. Ha habido un momento en que he perdido completamente el hilo y me he quedado in albis, mientras agonizaba por dar con alguno de los tipos más representativos del costumbrismo. Afortunadamente ha sido pasajero. Ahora quiero hablar del naturalismo en Galdós…

 

Galdós, les digo, se toma un año sabático, por así decir, en 1880. Sus biógrafos hablan de un desengaño amoroso que pudo afectar a su ánimo y a compromisos familiares, pero junto a esas posibilidades, debe pensarse que el descanso lo empleó para reflexionar. Es seguro que leyó mucho y que tuvo tiempo de sopesar las dimensiones del naturalismo francés encabezado y casi inventado por Emile Zola. Leyó L’Assommoir (La taberna) y Nana y seguramente quiso emularlar una y otra novela…

 

[Durante unos minutos me dedico a hacer una pequeña digresión sobre la “emulación” en literatura, que no es sino el deseo que tiene un autor por superar lo realizado por otro. La emulación, les digo, no es envidia, ni es tampoco imitación servil. Todo lo contrario. A mí me parece que muchas de las grandes obras literarias surgen a partir de la emulación, desde La Eneida en adelante. Así opera Dante con respecto a Virgilio, y Shakespeare en casi todas sus obras. Y lo mismo puede decirse, ya más adelante, sobre los escritores modernos. Defoe se acuerda de la novela picaresca española y los relatos de Indias al escribir Robinson Crusoe y Fielding no hace otra cosa que emular al Quijote en sus grandes novelas. Yéndonos mucho más cerca, no tengo duda de que Galdós escribe Fortunata y Jacinta espoleado por La Regenta, novela que debió sobrecogerlo, especialmente por haber sido escrita no sólo por el mejor crítico del momento, sino por quien se había constituido en su mayor defensor y valedor…]

 

Pero volvamos al Galdós “holgazán” de 1880, que se dedica mayormente a leer y a meditar. Sabemos que leyó a Zola y probablemente quiso emularlo. Clarín, cuando aparece la primera parte de La desheredada, anuncia que el gran Galdós se ha convertido en un escritor naturalista al modo de Zola. Quizá exagera un poco la nota (tal como han dicho algunos críticos) y proyecta algo –o mucho- de lo que él mismo cree que debe ser la novela del momento. Con todo, resulta muy interesante lo que tiene qué decir al respecto en su reseña, salida poco después de publicada la novela de Galdós. De hecho, hay dos reseñas por cada una de las dos partes publicadas: una a principios de enero y otra a finales de junio. Clarín nos habla de una nueva tendencia en literatura, “que lucha con las escuelas viejas y con los enemigos peores, los amigos apasionados, irreflexivos…” tendencia que con algún que otro defecto y algún que otro exceso, representa la modernidad. Esa tendencia es el “naturalismo”. Galdós, nos dice Clarín, ha estudiado «imparcialmente» el asunto del naturalismo y ha decidido seguir “en parte los procedimientos y atender a los propósitos de ese naturalismo tan calumniado como mal comprendido…”. Luego hace un examen de las novelas anteriores escritas por Galdós, mayormente las llamadas novelas de tesis, las cuales, según Clarín, pecaban a veces (siendo muy buenas) de cierto idealismo. Los personajes de esas novelas representan tipos que están siempre al servicio de una tesis, así como de su correspondiente lección moral. Gloria, sin ir más lejos, es una novela bellísima, tanto como Los Miserables de Hugo, pero no es el camino que debe escoger el novelista moderno, el cual, si quiere ser verdaderamente moderno, debe fijarse mucho más en la realidad objetiva, sin moralejas ni monsergas. La desheredada cumple con muchas de las doctrinas del naturalismo. Así, la primera regla del naturalismo es escoger temas “sencillos”, es decir, sacados de la realidad cotidiana, no dramas o folletines enrevesados. Y eso es precisamente lo que hace Galdós en La desheredada, cuyo argumento “se reduce a que Isidora Rufete, que se cree hija de Virginia de Aransis, pretende que su estado civil sea reconocido y con él se le entreguen las propiedades del marquesado de Aransis. Con esto le basta al autor para estudiar los estragos del orgullo aguijoneado por la miseria y por las sugestiones de una fantasía extraviada”. Otro rasgo claro de naturalismo, según Clarín, es el retrato que hace del pueblo, que no es el “de guardarropía, de las novelas cursis…, pero tampoco es el pueblo idealizado de las novelas socialistas de Sué…”. El pueblo de La desheredada se asemeja al del “Segundo Imperio” retratado por Zola, pues para éste, como para Galdós, lo que importa es pintar “su estado moral tal como es: junto a la miseria del cuerpo, la del alma; junto a los harapos del vestido… los andrajos de los vicios, las emanaciones de su concupiscencia…”

 

No sé hasta qué punto este análisis de Clarín se corresponde con La desheredada. En Zola sí vemos la degradación descrita con ojo clínico; en Galdós es ya otra cosa. El humor lo invade todo. Clarín observa que en La desheredada no se encuentran “palabras indecorosas”, como en otras novelas narturalistas, pero a mí me parece que la recreación del lenguaje popular que se encuentra en las novelas de Galdós tiene un origen muy distinto al de los naturalistas franceses. El bajo pueblo del Madrid galdosiano habla muchas veces con un gracejo que es pura invención o, cuando menos, es un lenguaje estilizado: tanto que no se puede hablar de naturalismo, estando más cerca de lo que hace Cervantes en sus novelas, tal como se lee, por ejemplo, en el “Patio de Monipodio”.

 

Este último punto me da pie para reflexionar sobre el realismo galdosiano, el cual, a mi juicio, está todavía influido, se quiera o no, por la clasificación de los tres estilos de la retórica tradicional. Ya se sabe: el humor solamente cabe en el pueblo, en la clase baja, en los plebeyos, nunca en la clase noble o poderosa. No debe olvidarse que don Quijote es un hidalgo pobre que se cree caballero andante y, de ahí, que nos haga reír. Nos hace reír por su irrealidad, por su fantasía, por su falta de sentido común, que es lo que nos pasa también con muchos personajes de Galdós. Son ridículos (es decir, cómicos) porque se creen mucho más de lo que son, o porque se creen, simplemente, lo que no son. Este rasgo es lo que diferencia el realismo de Galdós del realismo francés, y no digamos del naturalismo de Zola. Más adelante, a lo largo del curso, me gustaría profundizar en el realismo español, que tan condicionado está por Cervantes y por el Quijote, y que es tan diferente al realismo que se practica en Francia y en otros países europeos, con la excepción de Dickens, aunque éste, como se sabe, se inspira en los novelistas ingleses del siglo XVIII (Fielding, Richardson, etc), quienes aprenden el oficio de novelar precisamente del Quijote…

 

Enumero luego, según creo recordar, alguno de los rasgos más importantes del naturalismo. Recuerdo la teoría positivista de H. Taine, según la cual toda manifestación literaria se explica por tres únicos factores: la raza, el medio y el momento, teoría seguida casi al pie de la letra por Zola. En Galdós todo esto se ve de manera diferente, con ironía y con cierto distanciamiento. No hay más que fijarse en el título de su primera novela «naturalista», La desheredada, que a mí me ha parecido siempre una especie de guiño al supuesto peso que tiene la herencia … Pero todo ello se verá en clases posteriores.

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