En plena era Obama, cuando buena parte de la Norteamérica blanca todavía no ha digerido el triunfo de su nuevo presidente y una gran mayoría de los europeos se sorprenden de que un político negro haya podido llegar a dirigir la mayor potencia mundial, no está de más recordar que la vida cultural del pueblo afroamericano, pese a su pasado de esclavismo y a los impedimentos raciales, inició su andadura en el siglo XVIII, la desarrolló en el XIX y se solidificó en el XX. Refiriéndonos exclusivamente a la poesía, dos de las primeras manifestaciones líricas afroamericanas pertenecen a mujeres, Lucy Terry y Phillis Wheatley (ambas incluidas en las antologías poéticas a las que voy a referirme más adelante).
Lucy Terry fue la creadora del primer trabajo literario realizado de un afroamericano del que haya quedado constancia: Bars Fight (1746), escrito cuando tenía dieciséis años. Lucha en la pradera –bars era la palabra designaba a la pradera en la época colonial- era un poema rimado que fue concebido como una balada. De hecho, gracias a la memoria de los juglares locales de la época se pudo mantener vivo hasta su publicación en 1855. Terry había nacido en África y, tras ser raptada, fue vendida como esclava en Rhode Island, situación de la que se liberó al casarse. Con una enorme capacidad para contar historias y gran defensora de los derechos del negro, Lucy Terry no sólo adquirió reputación por su oratoria, sino que estableció un precedente que perduró a lo largo del tiempo: el de la búsqueda de la libertad y la utilización de una voz cultural germinada en la tradición oral.
Phillis Wheatley (1753?-1784), la otra pionera poética, fue la primera afroamericana que publicó un libro en Norteamérica. Su volumen, Poems on Various Subjects, Religious and Moral -Poemas sobre varios temas, religiosos y morales-, vio la luz en 1773, tras pasar por la censura racista que eliminó parte de los poemas patrióticos que contenía la selección. Wheatley nació, como Terry, en Gambia, frontera con Senegal, en fecha imprecisa, y fue llevada como esclava a Massachusetts cuando sólo contaba siete años. Phillis era una especie de niña prodigio que, ayudada por un pastor eclesiástico, aprendió a leer y a escribir inglés con rapidez. Pocos años más tarde, se graduó en Dartmouth College. Su primer poema lo publicó a los catorce años y a partir de entonces continuó escribiendo y publicando, aunque sus temas derivaron rápidamente de los piadosos a otros más subversivos. Aun así, esto no fue óbice para que el propio general George Washington le escribiera una carta elogiando sus versos.
Quizás el lector se pregunte cómo en el siglo XVIII, en plena época de esclavismo, un negro, y aún más raro una negra, tenía acceso a estudios. Hay que recordar que muchos esclavos se vieron favorecidos en 1776 por la Declaración de Independencia Americana, e incluso en los años precedentes, ya que los ingleses les ofrecían la libertad a cambio de que luchasen en sus tropas. Se dice que unos 5.000 esclavos sirvieron en el ejército revolucionario y más de 30.000 en el inglés. Algunos de ellos, y casi siempre utilizando los diferentes cultos religiosos como medio para obtener una educación, llegaban a obtener estudios superiores que les permitían manifestarse literariamente. De manera que, aunque los casos son excepcionales durante ese periodo y en los años posteriores varias editoriales abolicionistas e interesadas en la difusión de la cultura afroamericana publicaron miles de poemas de autores negros.
En el siglo XIX más de 150 poetas afroamericanos publicaron uno o más volúmenes de su poesía y algunos con notable éxito. Como George Moses Horton (c.1797-1883), autor de The Hope of Liberty y de quien se dice es el primer poeta negro que ganó dinero con su escritura. James Madison Bell o Frances Ellen Harper Watkins (1824-1911) quien, con su volumen de Poemas sobre asuntos diversos (Poems about miscellanous subjects, c. 1854) llegó a vender diez mil ejemplares en los primeros cinco años tras su publicación. Por último, un recuerdo a Paul Laurencen Dumbar (1872-1906) que escribió parte de su obra en el dialecto utilizado por los negros del campo y fue uno de los poetas más admirados e imitados por las generaciones siguientes a la suya. Anne Spencer (1882-1975) y James David Corrothers (1869-1919) le rindieron homenaje con sendos poemas: «Dumbar, ningún poeta lleva ahora tus laureles» le canta Corrothers en uno de sus versos.
Folkloristas y antólogos
El inestimable empeño de folkloristas y antólogos ha sido esencial para sacar a la luz a todos aquellos ciudadanos negros que crearon con la palabra, por medio oral o escrito. Limitándome exclusivamente a mencionar dos nombres del primer apartado. Por sólo mencionar a dos, me referiré a unas folkloristas que, aunque separadas por el tiempo, ambas abordaron un mismo cometido: la recuperación del cuento popular.
La primera es Zora Neale Hurston (Eatonville, Florida, 1891?-1960). Hurston fue una eminente antropóloga, folklorista, novelista y pieza clave del Renacimiento de Harlem, el movimiento artístico-literario-cultural y afroamericano que se desarrolló en la década de 1920. Con el respaldo académico de Franz Boas, una autoridad en el campo de la antropología, y bajo el mecenazgo de la millonaria Charlotte Osgood Mason, se dedicó a viajar durante varias décadas por los estados del sur recopilando cuentos populares. Recuperó casi 500, aunque no se han publicado reunidos en su totalidad hasta hace unos pocos años.
En cuanto a la segunda, Virginia Hamilton (Ohio, 1936-2002), se trata de una conocida y premiada narradora de cuentos infantiles. Su labor consistió en agrupar 24 relatos populares para niños, escritos por negros. El libro, bellamente ilustrado y acompañado de un CD, mereció ser considerado en Estados Unidos como uno de los cien libros esenciales del siglo XX . Hamilton, quien por cierto declaró que, además de Carson McCullers, Edgar Allan Poe y William Faulkner, quien más le había influido en su carrera de escritora había sido Zora Neale Hurston, fue la primera norteamericana en obtener la medalla Hans Christian Andersen.
En cuanto a las antologías poéticas, las más célebres de la segunda década del siglo XX son las de James Weldon Johnson, The Book of American Negro Poetry (1922), y la de Alain Locke, The New Negro (1925). Las dos marcaron no sólo el principio de una época dorada en la cultura negra sino que ayudaron de manera definitiva a consolidar el espíritu de conciencia de raza y a tener una mayor presencia en los ámbitos intelectuales del país.
James W. Johnson reunió en esa obra a los 31 poetas más destacados del momento y que mejor representaban el Renacimiento de Harlem (Langston Hughes, Countee Cullen, Arna Bontemps, Claude McKay, Jean Toomer -aunque McKay pasó los años del Renacimiento fuera de Estados Unidos y Toomer nunca llegó a integrarse en el movimiento- y el propio Johnson, entre otros). Alain Locke, quien curiosamente nunca vivió en ese barrio, fue más ambicioso y, además de escritores, incluyó en su libro a músicos, artistas e ideólogos. Gente que, como él mismo hizo en el ensayo que da nombre al volumen, alertaban al lector del gran cambio que se estaba produciendo entre la población negra de Nueva York. Según Arnold Rampersad, estudioso de la literatura afromericana en general y máximo especialista de la obra y la figura de Langston Hughes, The New Negro fue para los lectores afroamericanos, sencillamente, la Biblia y, siempre según él, para la mayoría de sus participantes también lo era. Esas dos antologías supusieron el espaldarazo definitivo para los creadores de ese momento, pero su labor germinal fue todavía más importante, ya que dio lugar a nuevas hornadas de artistas y escritores, no sólo en el Harlem neoyorquino sino en el resto del país. Además, animó a otros antólogos a emprender proyectos similares cuya influencia ha sido igualmente importante para la difusión de la literatura afroamericana.
Unas palabras sobre Arna Bontemps
En España, y en general en todos los países hispanohablantes, son escasísimas las traducciones de los grandes nombres de la poesía afroamericana y, hasta donde yo sé, no existe ninguna antología de esta lírica. A decir verdad, existen pocos personajes del arte, la literatura o la música norteamericana de los que no tengamos abundante noticia y sin embargo, se ignora casi todo de la cultura afroamericana.
Un buen ejemplo de esto es Arna Bontemps. A pesar de tratarse de una de las figuras más relevantes antes, durante y después del Renacimiento de Harlem, sigue siendo un perfecto desconocido en nuestro país. Nacido en Louisiana, se crió y realizó sus estudios en California, graduándose en el Pacific Union College. En 1924, se mudó a Harlem donde pasó a formar parte de los Talented Tenth . Dentro de la historia de la literatura afroamericana adquirió gran prestigio como prosista, sin embargo, los primeros pasos de Bontemps como escritor fueron en poesía. En 1926, compitiendo con otros nuevos negros, obtuvo el Alexander Pushkin, un galardón que otorgaba la revista Opportunity y que volvería a recibir al año siguiente con Golgotha is a Mountain, una meditación sobre la pérdida de los valores espirituales. Ese mismo año, también recibió el primer premio de la revista Crisis con A Black Man Talks of Reaping –Un negro habla de la siega-. Este poema contenía la dosis de amargura que solía acompañar a muchos de los textos del Renacimiento y guardaba semejanza en el título y en sus primeros versos con el celebérrimo The Negro Speaks of Rivers –El negro habla de los ríos-, con el que Langston Hughes había ganado ese mismo premio en 1921.
A lo largo de los años, Bontemps, hijo de católico y metodista, reunió éstos y otros poemas en Personals (1963), un volumen donde reflexionaba sobre la búsqueda de identidad racial y religiosa.
Arna Botemps se casó en 1926 con Alberta Johnson, una estudiante de 18 años de la Harlem Academy, donde Arna había trabajado como profesor. Como buen católico tuvo seis hijos y su matrimonio perduró felizmente, algo peculiar, ya que la mayoría de los miembros del Renacimiento como Langston Hughes, Countee Culleen, Zora N.Hurston, Jessie Fauset, Alain Locke, etc. permanecieron solteros y sin hijos. Eso sí, fiel a una norma casi universal de ciertos escritores, Arna jamás mostró en público a su esposa, una encantadora y tímida muchacha de piel clara. Langston Hughes, el escritor afroamericano más conocido internacionalmente y el mejor amigo de Arna, solía bromear diciendo que si dejaba pasar cierto tiempo entre visita y visita a los Bontemps, Alberta lo recibía con una sonrisa y un nuevo niño, cada vez más rubio y más guapo. De alguna manera, esto explicaría la reclusión de la pobre mujer.
Bontemps y Hughes se mantuvieron siempre en contacto, bien por carta o por las visitas que Hughes le hacía, y su relación, que habría de durar hasta la muerte de Hughes, se hizo cada vez más profunda. En realidad, se puede pensar que estaban abocados a lo que Arnold Rampersad denomina «un matrimonio de mentes». Habían nacido en el mismo año, se parecían físicamente y compartían gustos literarios y posturas ideológicas -los dos, como tantos otros intelectuales negros de la época, simpatizaban con el comunismo-. Sin embargo, sus caracteres no podían ser más dispares. Frente al talante alegre y extrovertido de Langston y su perpetuo deseo de juerga, Arna era un hombre de apariencia tranquila y de carácter firme, sobrio, austero, melancólicamente meditativo, «un meticuloso caballero cristiano», según lo definiría el poeta y crítico Sterling Brown (1901-1989). Formaban un perfecto contrapunto. Hasta la muerte de Hughes se pudo ver esa diferencia de caracteres. Cuentan los cronistas que, haciéndose un hueco entre los animados ritmos de la banda de jazz que sonaba por voluntad póstuma del difunto, Arna leyó circunspecto Dear Lovely Death –Mi muy querida muerte-, un poema de Hughes que le debió parecer más apropiado y serio para la ocasión que la frenética música jazzística que el gamberro de su amigo había solicitado por escrito que se interpretase en su funeral. Del mismo modo que Langston siempre se refirió a su amistad con Arna como al muro que le protegía y en el que siempre pudo apoyarse, cuando su álter ego murió, Bontemps, en los seis años que lo sobrevivió, no sustituyó la intensidad de la relación de ambos con ninguna otra.
De cualquier manera, es un hecho que Bontemps era un tipo libresco y poco tribal. A pesar de ser una de las figuras más relevantes del Renacimiento de Harlem, nunca participó de las juergas locales. Nella Larsen recuerda que cuando Arna llegó al barrio, al contrario que otros nuevos vecinos, no se interesó por saber dónde se encontraban los salones, cafés o bares donde solían reunirse los «niggerati» o los clubs de música a los que también asistían entusiasmados los «negrotarians«, términos que acuñó Zora para definir a los negros vanguardistas y a los blancos que participaban de la vida de los negros. Al contrario, Arna le preguntó dónde se encontraba la Biblioteca Pública.
Lo que no impedía que le gustase la música. Participó como negro, valga la redundancia, en la autobiografía de W.C. Handy, Father of the Blues, 1941, y su novela God Sends Sunday –Dios nos envía el domingo, 1931-, llegó a Broadway en 1946, transformada en la comedia musical St. Louis Woman, que obtuvo gran éxito de crítica pero no de público, permaneciendo poco tiempo en cartel. Años después publicó Sad Faced Boy -El muchacho de rostro triste, 1937- y Drums at Dusk -Tambores al atardecer, 1939-, una novela histórica sobre la revolución negra del siglo XVIII en Santo Domingo en la que aparece el revolucionario haitiano Toussaint L’Ouverture. Este fue uno de los personajes que más fascinó a los intelectuales negros del siglo XX. Paul Robeson lo interpretó en el teatro, Ralph Ellison escribió el relato Mister Toussaint (1941), y Jacob Lawrence (New Jersey, 1917-2000) pintó sobre 41 paneles la saga pictórica del revolucionario a lo largo de los años 1986 a 1993.
No obstante, la obra con la que Bontemps se dio definitivamente a conocer es su segunda novela, Black Thunder -Furia negra, 1936-, subtitulada Gabriel’s Revolt: Virginia, 1800 y basada en un hecho histórico. El libro cuenta la historia de Gabriel, un esclavo que decide vengar la muerte de otro esclavo dirigiendo a los negros de Richmond contra sus amos. Aunque algunos críticos hicieron notar a Bontemps que para su discurso, legítimo y justo, a favor de la libertad había utilizado vías poco literarias, el también escritor Richard Wrigth salió en su defensa añadiendo que Bontemps había abierto un nuevo sendero en la literatura afroamericana al abordar ese tema como ficción por primera vez. Arna Bontemps también fue autor de relatos cortos. En 1973 se publicó The Old South: A Summer Tragedy and other Stories of the Thirties, una recopilación de cuentos, encabezada por su relato más famoso, Un verano trágico.
Bontemps fue también un ensayista y antólogo notable. Entre sus títulos más destacados se encuentran: The Harlem Renaissance Remembered (1972), una reflexión crítica sobre el movimiento y doce de sus componentes; Golden slippers: An anthology of Negro Poetry for Young Readers –Zapatillas doradas: Una antología de poesía negra para jóvenes lectores, 1941″-; y The Book of Negro Folklore (1959). Pero sobre todo, Bontemps es autor de dos de las más importantes y completas antologías de poesía negra -término que alude aquí no solamente al color de la piel de quienes la escribieron sino al movimiento Negro creado en Estados Unidos en la primera década del siglo XX-. La coeditada con Langston Hughes, The Poetry of the Negro, 1746-1949, se publicó en 1949. Dicha antología está dividida en tres partes: la primera corresponde a los poetas negros de Estados Unidos; la segunda a poesía sobre negros pero escrita por no negros -como indicaba el subtítulo-, incluyendo a Walt Whitman, Hart Crane, Herman Melville, William Blake o Elizabeth Barnett Browning, entre otros, aunque olvidando a Federico García Lorca a quien el propio Hughes había traducido al inglés; y la tercera está dedicada a la poesía negra escrita por caribeños y africanos.
En cuanto a la segunda antología, American Negro Poetry, se publicó 25 años después ya sin la colaboración de Hughes, fallecido hacía siete años. Bontemps se encargó de revisar la edición anterior, añadiendo varios nombres de poetas de la posguerra y poniendo al día sus propios poemas, así como las entradas biográficas de los autores. Tras la muerte de Hughes, Bontemps preparó asimismo una edición de poemas escritos por autores negros y blancos bajo el título de Hold Fast to dreams: Poems Old and News, título con el que rendía homenaje a su amigo al mencionar el primer verso del poema de Langston Hughes Dreams.
Dreams
Hold fast to dreams
For if dreams die
Life is a broken-winged bird
That cannot fly
Hold fast to dreams
For when dreams go
Life is a barren field
Frozen with snow
Agárrate con fuerza a los sueños
Porque si los sueños mueren
La vida es como un pájaro de alas rotas
Que no puede volar
Agárrate con fuerza a los sueños
Porque cuando los sueños se esfuman
La vida es un campo estéril
Helado por la nieve
En los 35 años transcurridos desde la última antología de Bontemps se han sucedido otras de diferentes características; como la breve pero cuidada edición de John J. Sherman; o las mucho más completas, editadas por Vintage Books y por Oxford University Press, y realizadas por prestigiosos especialistas en literatura afroamericana, como Michael S. Harper, Anthony Walton o Arnold Rampersad. Sin embargo, para muchos estudiosos de la poesía afroamericana, las antologías de Arna Bontemps siguen siendo imprescindibles para tomar el pulso de la época en la que fueron realizadas.
Muchos harlemitas compartían la opinión de Sterling A. Brown y del pintor Aaron Douglas. Solían decir que Bontemps merecía haber tenido en vida un reconocimiento mayor del que recibió. Trabajó mucho y en muy distintos puestos. Durante la Gran Depresión vivió en Oakwood, un pueblo perdido de Alabama. Desde director de la biblioteca de la Universidad Fisk de Nashville entre 1943 y 1965, hasta curador de la James Weldon Johnson Collection de Yale, Bontemps hizo de todo para alimentar a su numerosa familia. Pero la literatura fue sin duda su gran dedicación. Trabajó tenazmente, siempre al tanto de las últimas publicaciones, sacrificando incluso su vida personal. No parece que hubiera mucho equilibrio entre lo que Arna entregó a la literatura y lo que recibió a cambio. Pero Bontemps en realidad disfrutaba con el trabajo, el trabajo bien hecho, y con su obra a la que se entregó por entero hasta su muerte. De hecho, falleció en plena actividad. Bontemps murió de un ataque al corazón en 1973 mientras preparaba su autobiografía. Puestos a fantasear, me atrae pensar que a través de sus páginas se podría por fin escuchar la música de los clubs a los que Arna nunca asistió.