Nunca había oído tanto esa palabra como en Oriente Medio. Princesas. La dicen los árabes, la dicen los españoles, la persiguen, sobre todo, los hombres. Princesas.
Las princesas nunca me han gustado, no me gustaban ni siquiera cuando era pequeña. Siempre lucían un pelo largo, ensortijado y brillante, unos hermosos ojos grandes, mostraban un rostro dulce y bondadoso, la cintura marcada. Las princesas eran desdichadas hasta que encontraban un amor que las redimiese. Vagabundeaban de página en página abandonadas a su suerte, en busca de alguien que pudiera rescatarlas de la pobreza, de la injusticia, del trato envidioso de las otras mujeres, siempre más malvadas, ambiciosas e inteligentes.
Las princesas nunca estaban solas, quizá porque no sabían, quizá porque no las dejaban. Eran tan temerosas como bonitas, tan dóciles como dependientes. Justificaban su existencia en el servicio y entrega al otro, en su seducción, en la admiración y sometimiento a mendigos ataviados como reyes. Nada tenían que ofrecerse a sí mismas.
Nunca soñé con ser una princesa porque las princesas no viajaban, no descubrían ciudades ocultas bajo la arena, no decían lo que verdaderamente pensaban, no se quejaban, no maldecían, no gritaban cuando había que gritar. No, nunca quise ser una princesa porque las princesas solo miraban melancólicas por la ventana, esperando a alguien que las cortejara desde su caballo y las guiara hacia la felicidad. Pero no solucionaban misterios, no atrapaban asesinos, no se lanzaban a la carrera fugaz hacia ninguna parte. Las princesas de los cuentos no conocían la amistad, no atesoraban libros, no podían dormir con pijamas de algodón. Siempre se presentaban inmaculadas y pudorosas, como vírgenes embalsamadas.
Nunca pude ser una princesa porque no era perfecta, porque usaba correctores, porque sudaba, porque mentía y jodía, porque me dolía el cuerpo cuando tenía la regla, porque intentaba arreglármelas sola, porque intuía que los finales felices solo llegaban cuando todo terminaba, porque no creía en buenos y malos. Era imposible ser una princesa cuando me anteponía al otro, cuando no deseaba ser agradable, cuando me resistía a encajar en lo que supuestamente debería ser.
Por eso, las princesas no me interesan lo más mínimo. Son todo lo que se merecen sus ridículos príncipes.