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Privacidad

 

Uno no sabe a lo que sabe una paja hasta que no puede hacérsela. Y si no que se lo pregunten a Wenting, una amiga china que me ha confesado, sin necesidad de confesionario, que desde que nació se ha visto imposibilitada de cualquier tipo de privacidad. En sus primeros años de vida, compartiendo habitación con sus padres; en la etapa escolar, con su hermana; y desde la época universitaria, lejos de su ciudad, enclaustrada en zulos con ochos literas; cuando al licenciarse encontró un primer trabajo curioso y en Phnom Penh, Camboya: una empresa china de construcción donde ella haría de traductora y en la que para dormir, debería hacerlo en otro habitáculo inmundo –“ni siquiera disponemos de mesa; y el baño está lejos, compartido con muchas más personas”, me comentó– donde, a la vez, pernoctan otras tres mujeres. Recalco lo de mujeres –ya no son niñas– ya que Wenting tiene 25 años: una edad más que suficiente para no tener que dormir como si estuviera haciendo la mili o su ciudad hubiera sido arrasada por un tsunami. Pero así es China, un país donde todos quieren vivir en mansiones pero que a la hora de repartir –y decían ser comunistas– se habilitan cuartos sin ventana, donde antes había escobas y fregonas, para que cuatro mujeres en edad de trabajar –y de amar– se entretengan cada una con los ronquidos –o respiraciones– de las otras. Yo, que he sido trabajador expatriado para empresas de todo tipo –desde bodegas a barcos de crucero pasando por hoteles internacionales– nunca he visto caso parecido, que debo reconocer que sólo lo descubrí cuando llegué a China, donde el superávit humano de la empresa está a años luz de la posibilidad de que alguno de sus empleados disponga de la más mínima privacidad. Luego te haces amigo del dueño de la constructora y descubres que reside en una especia de terminal de aeropuerto, donde con un poco más de metros cuadrado podría solicitar la independencia de Camboya.

 

En este mundo que viene, donde China desea llevar el timón y en asuntos como éste Occidente acepta que meta las tijeras de podar –porque antes de que China tome el relevo del primer mundo éste habrá convencido a sus habitantes de que la moderación es necesaria, o sea, que hay que volver a esas etapas guerracivilistas donde la mayoría dormía donde podía y soñaba lo que no comía–, no queda mucho para que se valoren más las herencias que ganar la lotería de Navidad: en los segundo Hacienda entrará a cuchillo, y en lo primero –y al menos– las construcciones de viviendas de cuatro habitaciones, con cocina, dos baños independientes y trastero, serán los lujos de un pasado donde se permitía la intimidad del ser humano, justamente por eso: por ser humano. Luego uno se sorprende porque en China se coma perro; que asociando este asunto con lo anteriormente comentado queda claro que si hay que vivir en un zulo con dos literas, y por ende, con otros tres compañeros, cómo va a haber presupuesto para la caseta del perro –a no ser que también, abducidos, acabemos metiendo su hocico en los callos siglo XXI y sus patas traseras en las albóndigas con sepia– si vamos encaminados a trabajar como esclavos para vivir en sótanos con la excusa de ahorrar para un futuro que nunca llega. Sin luz. A la sombra constante.

 

Wenting, que nunca se consideró una okupa, sueña con que cada domingo –su único día libre– alguien la acoja, aunque sea un bar de menús sin encargado tiquismiquis, con la idea de dejar pasar las horas en espacios abiertos, limpios, refrigerados, donde la distancia entre un cliente y el siguiente es, de al menos, tres metros, y donde el aire corre a la par de unas horas del día sinceramente humanas. Una vez se quedó dormida en el vientre de un bar: junto al baño subterráneo, sobre un sofá de apariencia moderna, a la derecha del piano que nadie usa. Y realmente, ni creía tener sueño. O eso me comentó.

 

Yo por lo pronto, y tras acostumbrarme a dormir en un zulo, me he mudado a un sofá donde hago contorsionismo apretado entre el vacío que acaba en el suelo y mi gata; preparándome par el nuevo mundo que viene: aquel en donde el ser humano será menos humano que durante el siglo pasado; o aquella época donde dormir en habitaciones de cinco metros cuadrados y sin ventana era considerado por el juez secuestro por banda terrorista. Zulo.

 

Porque a fin de cuentas, coinciden en un mismo punto la falta de privacidad por tener que dormir con otras gentes en zulos infames y ese sobre exceso de información general y privada que el ser humano atesora como avance desde que internet se convirtió en una sangría de números de cuenta.

 

 

Joaquín Campos, 17/01/16, Phnom Penh. 

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