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La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 2. Privada Moderna

Hay pasajes y lugares que se rememoran unidos a unas determinadas personas que les imprimieron la dimensión del tiempo. En nuestras vidas, quizá, no influyeron como el colegio o la universidad, como el primer amor o el desencanto de ideales y de gentes. Pero sí aparecen con un aura de serenidad y de paz que, después, se echa de menos con frecuencia. El paso del tiempo es usura de la vida. Ahora, desde esta perspectiva, a veces, murmulla el miedo. Lo efímero, lo que pasa, es la constante en todo este devenir incierto. Y queda el peligro de aferrarse a dioses prefabricados que nos engañen acerca de una eternidad inimaginable y terrible. O que nos detengamos en las inmediatas realidades de los valores tangibles, del buen vino, de la buena comida, de las cosas sensibles y concretas. Aunque nos quedaran otros tantos años de vida, ya es una cuenta atrás inevitable, porque viene acuciada por la incierta realidad de que podamos ver garantizados esos años. Nos palpitan las sienes al leer una catástrofe, un accidente, el infarto, u otra enfermedad traidora e injusta, como todo el dolor y como toda la muerte de la vida entera. Y hay días de angustia y agonía que logras superar, a diferencia de ciertos trallazos de angustia en otras edades, porque eres consciente de la brevedad del tiempo y de que esta vida no se merece que empleemos ni un segundo en lamentarnos.

Por eso, a veces, nos viene a la memoria un espacio en el que no parecía transcurrir el tiempo. Cada día era inédito; cada mañana, una nueva experiencia; cada afecto, duradero. Y eran tiempos de dolor, de sufri­miento, y de toda suerte de carencias. Pero no lo eran para aquel niño de siete u ocho años que yo entonces tenía. Sé que muchas de las personas que voy a evocar en estas páginas quizá, en aquellos momentos, estuvie­ran viviendo su personal crisis en la singladura hacia la muerte. Pero yo he de dar mi testimonio que puede ayudar a otros a navegar con la mira puesta en este presente concreto que fluye entre nuestros dedos como agua en un cesto. No queda más consuelo que gritar a voz en cuello: «¡No hay mañana! ¡Nos han engañado! ¡No hay mañana!»

¡Sólo tenemos esta vida de miseria, de inquietud, de lucha y de disparate permanente! Que si algo hu­biera después, bienvenido sea. Pero no se puede mon­tar una existencia sobre los parámetros de una eterni­dad incierta. Es remitir la clave del problema a otras calendas que nadie, jamás, ha podido certificar ni garantizar con un mínimo de credibilidad y de verosimilitud contrastables. ¿Entonces?

Entonces, hacemos un alto en el camino para comprobar que hemos vivido, aunque fuera en la irre­alidad de un sueño. Y que, de igual manera, en el oto­ño de nuestras vidas, podremos considerar los días presentes. Quizá, de esta forma, obtendríamos esa extraña y clara sabiduría de la serenidad, de la proporción y del silencio. Silencio lleno de gritos y de susurros y de anhelos; pero silencio inmenso, total y eterno. Sosiego.

No puedo hacer historia. Me faltan datos y, quizás, a nadie interesen. Pero voy a retroceder, a través del tiempo, y dar forma concreta a esos fantasmas lejanos que parecen envolver una realidad sin problemas. Sé que mi memoria habrá seleccionado tan sólo la parte que le interesa, pero con ese material tengo que trabajar.

¿Por qué se me presentan aquel lugar y aquel tiempo con un aura de felicidad, de tranquilidad y sin problemas? Porque yo no sufría, porque no era preciso que yo luchase. Otros lo hacían por mí. Por ello, es ten­tadora la imagen de un cielo eterno con un Padre Dios y con un Paraíso infinito. Porque en él nadie tiene que tomar decisiones. Obrar con responsabilidad personal es doloroso. Es un drama. Quizá por eso, en el declive de nuestra sociedad y de nuestro modo de existencia, haya tantos que han optado por «pasar». Pero para siempre permanecerá esa augusta grandeza de saberse res­ponsable. Lo que alguien denominó «el áspero gozo» de dirigir a los demás, de afirmarse e indicar el camino poniéndose a la cabeza con lo que esto comporta de riesgo. Un riesgo asumido y querido. En verdad que «ser grande es mantener una gran querella». Pero una querella que, si no diera sentido a nuestras vidas, dará sentido a nuestro vivir.

Al evocar a estas personas, en ese lugar de mi infancia, que para mí aparecía envuelto en la maravilla del recuerdo, sin un dolor, sin una necesi­dad, sin un agobio, libre en vacaciones, lejos de mi ca­sa, rey sin responsabilidades, me aflora el envés de lo que recibía y acogía sin discernimiento ni angustia por el tiempo.

Para mí, el tiempo se limitaba al día y a la noche. Al verano y al invierno. No había ayer. No me preocu­paba el mañana. Todo era un presente sin fin lleno de no­vedades, de cariño y de regalo. Los que escriben sobre los años de posguerra los recuerdan con hambre, priva­ción, miedo y opresiones mentales y de todo tipo. Yo no, porque debo dar testimonio de cómo crecí.

Quizá se debió a la zona en que me tocó vivir. Allí, al parecer, no hubo guerra física, aunque sí tensiones y opresiones como más tarde supe, porque yo no pude verlas ni vivirlas. O, quizá, por no pertenecer a familia involucrada en el avatar político y poder disponer, en aquellos tiempos, de provisiones que nos traían de zo­nas mejor abastecidas y que, recuerdo con viveza, mi madre y mi familia compartían generosamente con amigos y necesitados de los que se tenía noticia.

Sé que, hasta ahora, lo que más se publicaba eran las narraciones y los relatos de sangre, dolor, miedo, persecución, cárcel y bajezas sin cuento. Primero, las de unos, después, las de los otros. Ahora, las presentes, que no son mancas y nos llenan de desasosiego. Quizá llegue el momento de dar testimonio a los que ni protagonizaron ni pa­decieron los extremos. En éste, como en muchos otros aspectos. Muchos siglos de influencia maniquea han hecho de este país, y de otros también, una sociedad de blanco o negro que, a la postre, muchas veces concluyó en un gris triste y sin proyección de futuro en la espe­ranza y en el anhelo de un esfuerzo, sobre la base de la serenidad al saberse copartícipes de la obra bien hecha.

Si en este altozano de mi vida me toca prestar mi pluma para revisar tanta incomprensión, radicalismo y manera de ser vieja, bueno será que comience por mi propia vida reconsiderando los más felices recuerdos ensamblados y entreverados, a veces, y sin yo saberlo en aquel tiempo, de mucho dolor, de lágrimas calladas y de incomprensión siempre alerta.

Yo no vivía allí, sino que disfrutaba, como premio, de temporadas con mis padrinos que no tenían hijos y hacían de mí el ser más feliz del mundo. Por eso, quisiera aportar mi testimonio de las virtudes de aquellas gentes a las que yo quería y que tanto afecto volcaron en mí, quizá como agradecimiento a la infinita genero­sidad y comprensión de aquella gran dama que fue mi madrina. Y a la esplendidez y simpatía picara de aquel sujeto incomparable que era su marido, al entregarme yo a todos ellos, entrando en sus casas y sentándome en sus mesas. Llorando en sus duelos, acompañándo­los en sus comidas, con más de una reconvención cari­ñosa, aunque yo, entonces, no captara su sentido dis­frutando en sus fiestas, en sus bodas y bautizos, en sus verbenas, con sus conversaciones en los rellanos de la escalinata o a la puerta de la tienda de ultramarinos, o abacería, como entonces se decía. Años más tarde, habría de encontrar, en diversos pueblos de Latinoa­mérica, la rotundidad de «abarrotes» para significar lo mismo.

En todas las casas encontré la puerta siempre abierta. Sí. Hasta en la de Doña Olimpia Gómez de Artacho, que admiraba el espíritu de comprensión de mi madrina y la no alineación política de su marido, que tiraba más bien a liberal. Y en la de Doña Claudia, la maestra depurada, con una familia víctima de una ma­nía persecutoria agobiante, y en todas las demás casas. Aunque, justo es decirlo, en unas me encontraba más a gusto que en otras y, a mi manera, también hacía mi se­lección inconsciente. Pero no creáis que había acepción de personas en el sentido clásico del término. No. Bus­caba autenticidad, a lo que hoy y ahora entiendo. Y ca­riño, que es lo que busca un niño. Por eso, y es prueba irrefutable de lo que afirmo, donde más recalaba era en casa de la que pudo haber sido mi vieja ama, Encarna la de Noya. La mujer más humilde del contorno, que vivía al lado de los garajes, en tierras de la familia de Borja, y que, dentro de su inmensa necesidad, brillaba en limpieza de generosidad con los más pobres, con los mendigos. Y era para mí remanso de ternura y de sosiego.

(Continuará…)

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