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¿Producir o seducir?

 

Algún día, lo social quedará perfectamente realizado y sólo habrá excluidos. EL COMPLOT DEL ARTE.

 

Nacido en el seno de una familia modesta, Jean Baudrillard es licenciado en filología germánica y ejerce durante años como profesor de enseñanza media. Más tarde, de la mano de Henri Lefebvre, inicia su actividad docente en la Universidad París X, de Nanterre, desde donde tiene un papel activo en la revuelta política de mayo del 68. Con una primera impronta estructuralista, aplica los conceptos de la lingüística saussuriana a la teoría de Marx (El sistema de los objetos, 1968), para pasar después a un análisis implacable del materialismo histórico (El espejo de la producción, 1973). Más tarde aborda el estudio del sistema de signos en el fin de la producción (El intercambio simbólico y la muerte, 1975). Finalmente, en un torrente de libros muy distintos cuyo inicio podríamos situar en Olvidar a Foucault (1977), realiza una suerte de antropología que tiene por referencia el orden mudo de lo insignificante, la singularidad que se resiste al concepto y a la cultura. Aquí se arraiga lo simbólico y sacrificial, que escapa a la circulación mundial de los signos. Con tal circulación, al entender de Baudrillard, Occidente se encierra cada vez más en el circuito cerrado de la comunicación, a espaldas de una enigmática objetualidad que queda siempre fuera.

 

A pesar de su fama de sofista postmoderno, frente a la lógica expansiva y circulatoria de la sociedad de consumo –“simulacro de acumulación contra la muerte”–, Baudrillard enseguida se presenta con un referencial fuerte en lo real, en una aurática singularidad imposible de reproducir en el orden informativo. Sentido real, necesidad contingente tal vez más próxima a Heidegger, a Bataille, a Guy Debord –incluso a Lacan– que al canon del postestructuralismo y sus ilusiones políticas. Desde aquí tiene muy pronto problemas con la fascinación por el movimiento y la multiplicación rizomática que arrastra a Foucault y Deleuze, como si eso todavía formara parte de lo que Baudrillard podría llamar capitalismo cultural, nuestra global aversión a la cultura de los sentidos. “Esta obligación de fluidez, de flujo, de circulación acelerada de lo psíquico, de lo sexual y de los cuerpos es la exacta réplica de lo que rige el valor de la mercancía: que el capital circule, que ya no haya gravedad, punto fijo” [1]. Frente a esta religión de la circulación, que Baudrillard asocia al estadio final de la liquidación ilustrada, él jamás hablaría, a diferencia del Foucault que reivindica Deleuze, de “odiar los retornos” [2]. Más bien el regreso a la fascinación real, el retorno a una inmediatez singular que siempre se escapa, es la única forma de vivir y liberarse de la infamia de la historia.

 

Podríamos decir que desde Las estrategias fatales (1983) Baudrillard articula un sistema abierto que difunde una única idea en cualquier posible territorio de la batalla intelectual, una única experiencia contra el sistema y contra la alternativa oficial al sistema. Igual que haría un pensador en el sentido radical, según Žižek: mantener una sola idea que, por obsesiva, se despliega en muy diversos campos. Lo uno, una buena relación con la pobreza del desierto, es en cada caso único, incluye en sí mismo un principio de variación. Como si nuestro pensador quisiera responder al «uno de la indiferencia», que es el envés nihilista de la multiplicidad del consumo, con el uno de la diferencia, el uno discontinuo que late en cada presencia singular [3]. Heredero tardío de Bataille y Nietzsche, Baudrillard realiza una crítica del orden occidental como un proceso de circulación y simulacro donde lo importante es mantener el código higiénico de la separación, apartarnos de cualquier relación directa con la finitud, con el misterioso simbolismo de los objetos exteriores [4]. El consumo es de hecho, según Baudrillard, un formidable sistema preventivo. Tras su espectacular multiplicidad se esconde el odio, una furiosa aversión al sentido real, al espíritu de las cosas mortales. Padecemos, en este aspecto, una intolerancia contraria a aquello que hace a las otras culturas, tecnológica y políticamente incorrectas, superiores a la nuestra. Y las otras culturas, no lo olvidemos, casi siempre son un símbolo de lo reprimido aquí, en una cercanía ignorada por el “nivel de vida” que nos caracteriza.

 

Se da entonces una constante simpatía ontológica y moral de Baudrillard por la cultura antropológica de las sociedades atrasadas, ajenas a la blanca democracia ilustrada. Una pasión por la exterioridad, no tan lejana de la de Deleuze, aunque menos ilustrada y menos comprometida a encajar en un ideario de izquierda. Como aquél, Baudrillard apuesta por lo que de subdesarrollado hay en nosotros, de tecnológicamente incorrecto y «desprogramado» [5]. En este sentido, las ironías de Baudrillard sobre la Filosofía oficial, sobre la Literatura triunfal y su régimen mundial de best-sellers, sobre la Cultura, se basa en que sus creaciones medias se presentan llenas de sí mismas, inmersas en la «redundancia abominable» del texto y la intertextualidad [6]. Dicho de otra forma, las formas culturales de la actualidad se presentan sin conexión con el vacío que es eje de la creación y la vitalidad. Ciertamente, Baudrillard está muy lejos de eso que se ha llamado «histeria antivitalista» [7]. Todos los análisis, sea el del 11 de septiembre o el del incendio de las barriadas francesas, se inician prescindiendo al máximo de los ríos de palabrería que configuran nuestra realidad subtitulada. «Analizo en vivo y llevo este análisis a una situación límite. En este sentido, me considero un situacionista» [8].

 

Cercano por otro lado a Barthes, Baudrillard cultiva a su manera, bajo unos ademanes de dandy seductor e indiferente, la ciencia imposible del ser único, la «afirmación no positiva» (Foucault) de una parte maldita, una singularidad sin concepto. El autor de El espejo de la producción apuesta por la aparición estólida de un objeto que anule por un momento el aura insoportable del sujeto, este narcisismo blindado que sostiene nuestra cultura. Se trata de una presencia simbólica, un parpadeo sin traducción posible en el sistema de aplazamiento y tránsito que llamamos cultura. Tal objeto sólo tendría acogida en la operación poética de la forma, un acontecimiento que ocurre –por primera, por última vez– a pesar incluso del sistema del Arte, de su metalenguaje global. Cercano a la empatía de Baudrillard con el ser de lo contingente, Deleuze ha expresado así la tarea de la obra de arte: convertir el accidente en monumento duradero [9]. Frente a esta experiencia, que carece de reflejo en el orden circulatorio del discurso-mercancía, la institución Arte es para Baudrillard una «comedia». Con su habitual carácter polémico –la entrevistadora insinúa en este caso connivencias del pensador con la extrema derecha–, nuestro pensador llega a decir en una entrevista que jamás se cita: «Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien» [10].

 

Es obvio que Baudrillard habla contra la industria cultural que ha complementado el aparato técnico-militar al cerrar la aversión ilustrada de nuestra opulencia a cualquier roce con el afuera. La mediación infinita, la intolerancia a la seducción del evento ha supuesto que el suceso más mínimo de lugar a ríos de palabras e imágenes: “El film más trivial sólo será proyectado a cambio de una discusión absurda e inútil“ [11]. La imagen técnica, en este sentido, intenta horadar el acontecimiento, taladrarlo, segarle la hierba bajo los pies. La imagen de los media y el arte son parte de nuestra guerra preventiva contra lo real, contra el enigma de su discontinuidad [12]. La alta definición de la omnipresente imagen, su «perfección inútil», produce una pantalla continua sin imaginación posible, sin ninguna sensibilidad hacia lo real que permanece parpadeando por fuera. Al no conservar una relación con el vacío, con lo inimaginable que es centro de lo real, la proliferación de imágenes torna imposible el acontecimiento mismo de la percepción. De alguna manera, se ha producido una estetización monstruosa en la que el arte desaparece al realizarse socialmente. Es como si las cosas se hubieran «tragado su propio espejo», perdiendo de este modo cualquier posibilidad de ilusión, de profundidad. La hipervisibilidad ha devorado la mirada.

 

Pero mucho antes, en un libro poco conocido, Baudrillard se ha tomado la molestia, de modo bastante pormenorizado, de fustigar la ilusión crítica del materialismo, en definitiva, la ilusión ilustrada de un tiempo productivo que nos trasporta hacia delante, de modo irreversible, salvándonos del retorno y la muerte. Mientras Derrida todavía estaba iniciando la apuesta por la diseminación y los márgenes deconstructivos, este texto de 1973 vincula la producción y el productivismo a una concepción teleológica y trascendente de la historia que no deja ser a la inmediatez, a la presencia plena de lo ausente, ese devenir mortal. “Si Kristeva hizo que Marx leyera a Bataille avant la leerte, es cosa de ella; pero si o hizo fue para olvidar de inmediato sus lecturas, porque si hay algo que Marx no pensó, es el gasto, la pérdida, el sacrificio la prodigalidad, el juego, lo simbólico. Marx pensó la producción (lo que no está mal) y la pensó en términos de valor. Nada sale de esto: el trabajo marxista se define en este marco absoluto de una necesidad natural y su superación dialéctica, como actividad racional productora de valor” [13]. La dialéctica, pues, es un auxiliar clave en la concepción burguesa del hombre y la naturaleza: logrará el prestigio intelectual que la burguesa no pudo darle a la economía política.

 

Todo lo que Baudrillard tiene contra la integridad de nuestro mundo occidental, heredero por la derecha y por la izquierda del espíritu de las Luces, se manifiesta ya en la crítica temprana que, con una violencia inusitada, emprende contra la filosofía política de Marx. Ironizando sobre Kristeva, Baudrillard toma distancia con la teoría del valor de Marx: J. Kristeva querría zafarse del valor, pero no del trabajo ni de Marx. “Hay que elegir. El trabajo se define (antropológica e históricamente) como aquello que despeja todas las virtualidades ambivalentes y simbólicas del cuerpo y el intercambio social para reducirlas a una interpretación racional, positiva, unilateral: el Eros productivo, lo cual reprime [refouler] todas las virtualidades alternativas de sentido e intercambio que se encuentran en el gasto simbólico hacia un proceso de producción, acumulación y apropiación. Si queremos replantear un proceso que nos somete al destino de la economía política y al terrorismo del valor, si queremos volver a pensar el gasto y el intercambio simbólico, entonces los conceptos de producción y trabajo descubiertos por Marx (no hablemos de la economía clásica) deben ser resueltos y analizados como conceptos ideológicos solidarios del sistema genera del valor. Y si queremos encontrar un más allá del valor (y ésta es la única perspectiva revolucionaria), entonces es preciso hacer añicos el espejo de la producción, espejo en el que viene a reflejarse toda la metafísica occidental” [14].

 

En suma, para Baudrillard no hay tal “subversión dialéctica”. Es el propio sistema cultural del capitalismo el que produce su dialéctica, esto es, su reproducción universal, circunscribiendo toda la historia a lo que es sólo un gigantesco sistema de simulación. Se cita a Bataille, a Weber y Benjamin para mostrar hasta qué punto el concepto de trabajo es ontológico y emparentado con una naturalización del hombre y una humanización de la naturaleza. Baudrillard no puede aceptar la concepción ontológica del trabajo, que cree que Marx hereda de la economía política burguesa. Después de usar profusamente a la ideología de Marcuse y Lorenz, Baudrillard recuerda que “Engels, siempre naturalista, llegó a exaltar el papel cumplido por el trabajo en la transición del mono al hombre” [15]. Sin duda esta concepción productivista del valor tiene relación con una idea naturalista del hombre y la naturaleza, una idea de la libertad como algo que debe sobrevenir después de satisfacer la necesidad, extendida en el espejo de tiempo lineal. Contraponiendo, como toda nuestra ideología judeocristiana, libertad a arraigo, se justifica la vieja teleología, la necesidad de que una locomotora de la Historia rescate al hombre de su infierno terrenal inmediato, una circularidad de la vida en la muerte que sería intrínsecamente alienante. Las equivalencias entre la escatología marxista y la cristiana son constantes en este Baudrillard crítico con la crítica moderna e ilustrada.

 

La economía política y la dialéctica son instrumentos de represión de una experiencia revolucionaria de lo real que siempre ha estado ahí, en múltiples manifestaciones occidentales, colectivas e individuales. Aferrándose a una racionalidad de la producción superior a la de la economía política burguesa, “las armas que Marx creyó tomar se vuelven contra él y hacen de su teoría la apoteosis dialéctica de la economía política. En un nivel mucho más elevado, su crítica cae bajo la objeción que él mismo formulaba a Feuerbach de hacer una crítica radical de los contenidos de la religión, pero en una forma siempre religiosa. Marx hace una crítica radical de la economía política, pero esa crítica sigue teniendo la forma de ésta. Tales son las astucias de la dialéctica; tal es, sin duda, el límite de toda ‘crítica’, ese concepto nacido en Occidente al mismo tiempo que la economía política y que tal vez no sea, como quintaesencia de la racionalidad de las Luces, sino la expresión sutil y a largo plazo de la reproducción ampliada del sistema” [16].

 

Entonces se insinúa la sacrílega hipótesis de que la conjunción de la teoría marxista y el movimiento obrero en el siglo XIX no fue quizás un milagro histórico –el acontecimiento más grande la historia, dice Althusser–, sino un proceso de reducción y neutralización recíprocas. “Su resultado histórico fue el atascamiento de ambos en la mixtura política leninista, más tarde en la burocracia estalinista, y hoy en el empirismo reformista más vulgar (…) Es difícil evaluar todo lo que fue reprimido [refoulé] en esa operación que dio el toque final, de una vez por todas, bajo el signo del materialismo, la historia y la dialéctica, al principio de realidad revolucionaria. Digamos que todo lo que dependía de un principio de placer y radicalidad de la rebelión, como aún puede leerse en las insurrecciones del siglo XIX, en la destrucción de máquinas, en el discurso utopista y libertario ‘premarxista’, en los poetas malditos o en la revuelta sexual, y que, mucho más allá de la producción material, apuntaba a la configuración simbólica total de la vida y las relaciones sociales destruida por la configuración abstracta de la economía política, todo ese movimiento salvaje y radical fue dialectizado, en una conjunción milagrosa, por la teoría marxista y la organización socialista” [17].

 

Nietzsche, pues, habría tenido razón: los trabajadores exigieron como valor cardinal el signo mismo de su esclavitud, así como los cristianos lo hicieron con el sufrimiento: “La ética del trabajo racional, de origen burgués y que sirvió para definir históricamente a la burguesía como clase, se extendió con una amplitud fantástica a nivel de la clase obrera, contribuyendo también a definirla como clase, es decir, a circunscribirla en un status de representatividad histórica. El respeto a la máquina y la salvaguarda del instrumento de trabajo (…) instituye a la clase obrera en una vocación productivista que reemplaza a la vocación histórica de la burguesía (…) no hace más que describir la eternidad del proceso de producción, más allá de los cambios del modo de producción (…) La clase entonces se define en lo universal, según la universalidad de la fuerza de trabajo: vuelve a una esencia, a la que es asignada, de hecho, por la clase burguesa; a su vez, ésta se define en su ser histórico, por la universalidad de capital. Capital y fuerza de trabajo se enfrentan entonces como valores respectivos, igualmente basados en lo universal. En este enfrentamiento de clases que poseen, cada una de ellas, su referencia histórica objetiva, la ganadora es siempre la clase burguesa. Porque el concepto de clase le pertenece y, cuando consigue encerrar en él al proletariado, ya ha ganado” [18].

 

En el fondo, Baudrillard sostiene la tesis de que es el retroceso frente a la concepción mesiánico-revolucionaria del presente, la parusía, la que le da una fuerza opiácea al pensamiento de Marx. Si se puede hablar de un cierto milenarismo en los Manuscritos de 1844, esto poco a poco se desdibuja en la obra posterior del pensador de Tréveris. Igual que en el cristianismo, el concepto represivo de historicidad nace en el marxismo del fracaso de la parusía: “A partir de aquí, la clase proletaria y la teoría marxista comenzaron a darse la razón mutuamente, y por lo tanto a neutralizarse una a la otra. Y el proyecto de cambiar la vida, que había sido la exigencia tanto de Marx como de la revuelta en acto, poco a poco se convirtió en la victoria del proletariado (…) Con El Capital se pasa de la utopía revolucionaria a una dialéctica propiamente histórica, de la revuelta inmediata  radical a la consideración objetiva (…) El proletariado ya no salta por encima de su sombra: crece a la sombra del capital (…) Conversión del aquí-y-ahora hacia un cumplimiento asintótico, vencimiento diferido (…) sellará la trascendencia de un comunismo ascético, comunismo de sublimación y esperanza que, en nombre de un más allá en perpetuo recomienzo -más allá de la historia, la dictadura del proletariado, el capitalismo  el socialismo- exige cada vez más el sacrificio de la revolución inmediata y permanente (…) La revolución se convierte en un fin; en la exigencia radical de la que presume, y a cambio de remitir a una totalización final, no acepta que el hombre, en su rebelión, ya está ahí entero (…) la Revolución comofin’ equivale de hecho a la autonomización de los medios [19].

 

Frente a la ideología de esta nueva economía política, frente al materialismo científico, Baudrillard reivindica el materialismo radical de la utopía, una utópica exigencia de socialismo inmediato que “jamás se escribe en futuro, pues es lo que siempre está ya ahí, una revuelta hic et nunc que subsistirá hasta que la perspectiva marxista deje de ser una perspectiva” [20]. Labrándose la hostilidad casi general, Baudrillard insiste: “En la época en que Marx comienza a escribir, los obreros rompen las máquinas. Marx no escribe para ellos. No tiene nada que decirles, e incluso a sus ojos están más bien equivocados: revolucionaria es la burguesía industrial. Que la teoría diga otra cosa no explica nada de nada. Esa rebelión inmanente de obreros que rompen las máquinas quedó para siempre sin explicación. Por medio de la dialéctica, Marx se contenta con hacerles hijos a sus espaldas” [21].

 

En realidad, Marx tiene razón, “objetivamente” razón, pero esa razón y esa objetividad sólo son alcanzadas por él, como sucede en toda ciencia, al precio del desconocimiento, desconocimiento de la utopía radical contemporánea del Manifiesto y El Capital. “No es verdad que Marx haya ‘superado dialécticamente’ la utopía, conservando de ella el ‘proyecto’ en un modelo ‘científico’ de revolución. Marx escribió la Revolución según la Ley, y no hizo la síntesis dialéctica entre ese plano necesario y la exigencia pasional, inmediata, utópica de transfusión de las relaciones sociales, porque toda dialéctica entre estos dos términos antagónicos es inexistente. Lo que el marxismo histórico supera conservándola, es sencillamente la economía política” [22]. Frente a lo que Stirner llama “insurrección” (Empörung), una revuelta que no es traducible a la teleología de una Revolución histórica, “Marx pone en pie una dimensión política de la revolución que sólo es su aplazamiento final. Los idealistas de la dialéctica son al mismo tiempo los realistas de la política (…) Esto tienen en común la poesía y la rebelión utópica: esa actualidad radical, es denegación de finalidades, esa actualización del deseo, no ya exorcizado en una liberación futura, sino exigido aquí, de inmediato, también en su pulsión de muerte, en la radical compatibilidad de la vida y la muerte. Así es el goce, la revolución. No tiene nada que ver con un calendario de la Revolución” [23].

 

Sin citarlo mucho, Baudrillard parece desde pronto muy atento al Jeztzeit de Benjamin y la idea stirneriana de Insurrección. Es evidente que para esta crítica del marxismo, Baudrillard ha tenido que reinventar –a contrapelo de Hegel y la doxa racionalista de su época– una relación con la muerte, con la muerte-en-vida de la presencia real, que está muy lejos de la tradición estructuralista de la que viene. “La misma utopía no reconoce el concepto de alienación. Todos los hombres, todas las sociedades ya están, enteras, ahí, en cada momento social, en su exigencia simbólica. ¡Qué absurdo pretender que los hombre son ‘otros’ e intentar convencerlos de que su más caro deseo es volver a ser ‘ellos mismos’! Todo hombre está ahí, entero, en cada instante (…) No hay posible o imposible. La utopía esta allí, en todas las energías alzadas contra la economía política. Pero esta violencia utópica no se acumula: se pierde. No busca acumulase, como el valor económico, para abolir la muerte, y tampoco aspira al poder. Encerrar a los ‘explotados’ en la sola posibilidad histórica de tomar el poder fue la peor desviación que haya sufrido la revolución y pone de manifiesto cuán profundamente minaron, sitiaron, desviaron la perspectiva revolucionaria los axiomas de la economía política” [24]. Es posible recordar en este punto el comentario de Deleuze sobre el encierro de Foucault en una “cara a cara” con el poder que le absorbió la serenidad [25].

 

 

 

1. Jean Baudrillard, Olvidar a Foucault, Pre-Textos, Valencia, 1986 (2ª ed.), p. 33.

2. Guilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 183.

3. Cfr. Slavoj Žižek, ¿Quién dijo totalitarismo?, Pre-Textos, Valencia, 2002, pp. 274-275.

4. Jean Baudrillard, América, Anagrama, Barcelona, 1987, p. 50.

5. Jean Baudrillard, “Deep blue o la melancolía del ordenador”, Pantalla total, Anagrama,  Barcelona, 2000, p. 188.

6. Jean Baudrillard, Cool memories, Anagrama, Barcelona, 1997 (2ª ed.), p. 82.

7. G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, p. 114.

8. El País, 24 de noviembre de 2005.

9. Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena, Madrid, 2002, p. 136.

10. Jean Baudrillard, “La commedia dell’arte”, El complot del arte, Amorrortu, Buenos Aires, 2007, p. 104.

11. Jean Baudrillard, El espejo de la producción (o la ilusión crítica del materialismo histórico), Gedisa, Barcelona, 2000, p. 61.

12. Jean Baudrillard, Power Inferno, Arena, Madrid, 2003, pp. 24-26.

13. Jean Baudrillard, El espejo de la producción, op. cit., p. 40.

14. Ibíd., p. 45. Ferlosio ha hecho un raro y precioso comentario sobre El espejo de la producción y la herencia puritana del trabajo como concepto cuasi ontológico en el marxismo. Rafael Sánchez Ferlosio, Non Olet, Destino, Barcelona, 2003, pp. 141-151.

15. Jean Baudrillard, El espejo de la producción, op. cit., p. 32.

16. Ibíd., p. 49.

17. Ibíd., p. 165.

18. Ibíd., pp. 167-168.

19. Ibíd., pp. 171-173.

20. Ibíd., p. 174.

21. Ibíd., p. 174.

22. Ibíd., p. 175.

23. Ibíd., p. 176. La referencia a la Empörung de Stirner (Max Stirner, El Único y su propiedad, Valdemar, Madrid, 2004, pp. 386 ss.) se encuentra en Giorgio Agamben, El tiempo que resta, op. cit., p. 40.

24. Ibíd., p. 178.

25. Gilles Deleuze, Conversaciones, op. cit., pp. 175 ss.

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