El rigor magallánico cierra sin discusión el puerto de Porvenir; como si su nombre no pudiera ser una profecía autocumplida. El cielo tiñe de azul la casa de Violeta, como si hubiera elegido mal el balance de blancos. Apenas queda la resignación que alberga una taza de té. Desenrosco el papel. Sorbo, leo:
Bueno, a veces, pasa. No sé si a ti te llegó igual. No es una tragedia, aunque a mí, esto, me explotó adentro. Usted sabe: estas hueás explotan al tiro. El regocijo se asemeja con brío al de otras ocasiones, y sin embargo lo percibo tan distinto. Quizá la premisa anterior parecía errónea o, mejor todavía, anticuada: el burbujeo interno debía tener un horizonte, un pretexto, una trascendencia. Aunque ahora me pregunto todavía qué haré con tantos sacos de amor, se cuela por la tangente otro factor no menor, un criterio tan novedoso en mis células que aturde: por ahí no quiero trascender y esto que me bulle las tripas, sencillamente, me mejora. Pura gratitud a tus formas, a tus dones originarios, a esa magia que compartimos.
El oleaje, que se retuerce trepidante con sus mil lenguas espumosas en el estrecho de Magallanes, alcanza la bahía Inútil desenrollándose en un rugido continuo, como tortillas de maíz en manos nativas: por inercia. La del fin del mundo.