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Mientras tantoProhibido pensar

Prohibido pensar


 

 

 

«We can not solve our problems with the same level of thinking that created them» Albert Einstein

 

 

Como mi lista de propósitos de este año seguía creciendo a una velocidad imparable –y eso que ya estamos en septiembre- decidí que era un buen momento para acortarla. Así que empecé por los propósitos fáciles y uno de ellos era hacer surf. Algunos detalles como los trajes ceñidos de neopreno, las pintas de californiana morena con pulseritas tintineantes en los tobillos y las melenas rubias de los anuncios de Rip Curl, me llevaron a pensar que el surf sería lo mío. De manera que me apunté a un curso motivada por esta imagen tan fielmente ajustada a la realidad.

 

Me veía convertida en una sirena a lo Ursula Andress, surfeando en la cresta de la ola a la primera de cambio. Me decía, entre risas, que lo de levantarse en una tabla que flotaba no podía ser tan difícil. Sin embargo, todos estos sueños dignos de heroína de novela romántica quedaron truncados ayer mismo, nada más pedir un neopreno al que iba a ser mi profesor de surf. Oí, consternada, como pedía a su compañero una talla de niño de 12 años para la señorita, por favor. ¡Una talla de niño! Ya de primeras tuve que rechazar esa imagen de surfera sexy para verme convertida en algo parecido a una escuálida foca-bebé que tiritaba. Le comenté que tenía frío. Y el profesor, con cara de lo-que-me-faltaba, me dijo que tendría que haber comido más. No me matizó si en mi vida o aquel día, pero entendí que se refería a mi vida. Mentalmente visualicé a mi madre en esa escena que se repite un año tras otro en la cocina: Si te das cuenta, Laura, las focas no pasan frio. Tú lo que necesitas es una capa de grasa. Y aquello, junto con ese cielo encapotado y esa llovizna tan típica de este clima auténticamente tropical, me hicieron estar a punto de desistir en todo este asunto del surf.

 

Porque llovía. El cielo estaba gris y hacía frío. Parecía, y no quiero ser melodramática, que cayera tristeza del cielo en este septiembre que, como sabiamente pronostiqué, está siendo más gris de lo previsto. No, no estaba de buen humor. Y nada de esto mejoró cuando el profesor nos empezó a dar consejos para levantarnos en la tabla. Nos dijo que no teníamos que pensar. Sí: prohibido pensar. Solo hay que hacerlo. Levantarse. Muchas de las cosas en la vida se pudren por pensarlas tanto, ¿verdad? Pues lo mismo pasa aquí.


Nunca se me había ocurrido que hubiera algo profundo en el hecho de hacer surf. Hasta ese momento, lo que me había llevado hasta allí eran un cúmulo de superficialidades. Así que en el mar, ya tumbada en la tabla, rechazando dar bola a escenas sangrientas de Tiburón y Orca, la ballena asesina, intenté hacer caso de lo que nos habían dicho. Sin embargo, no podía evitar pensar en la ola perfecta, en cómo iba a empezar a nadar hasta alcanzar la inercia necesaria para ponerme de pie en la tabla. Este pie primero, este después, me decía. Intentaría no caerme en la zona de las algas, claro. Sí, todo eso pensaba. Luego, dejé pasar varias olas. Memorizaba los pasos de nuevo en mi cabeza para que no se me olvidaran, pero lo cierto es que no encontraba el momento. Al cabo de un rato lo intenté, me dejé llevar por algunas olas, y cuando llegaba el momento, cuando creía que era oportuno, intentaba ponerme en pie. Pero ya era tarde y la ola no tenía fuerza.

 

Me caí muchas veces. En la zona de las algas, como estaba previsto. Me levanté entre hierbajos, maldiciendo ese neopreno para raquíticos y pensando que al menos lo había intentado, eso que uno se dice a menudo cuando quiere sentirse mejor. Aunque se me vino a la cabeza esa frase que Yoda le dice a Luke Skywalker en El Imperio Contraataca: “hazlo o no lo hagas. Pero no lo intentes”, y entonces ya no me sentí tan bien.

 

Dicen que Proust se acostaba por la noche y pasaba mucho tiempo pensando. A juzgar por el resultado, a él le fue bien. No sé si a los demás, esto de pensar tanto nos va bien. Tal vez haya algunas cosas en la vida, como en el surf, en las que para estar en la cresta de la ola, uno no tiene que pensar tanto. Acertar, a veces, es cuestión de dejarse llevar. De escucharse. Dejarse guiar por la fuerza del mar, adaptarse en vez de tratar de controlar el escenario continuamente. Los titubeos no sirven. Bueno, quizás a Proust sí.

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