La mitología comparada rastrea reflejos del mito de Prometeo en antiguas leyendas indias y mesopotámicas, y en su condición de deidad que se rebela contra un dios superior y es castigada por ello, hay pistas que nos llevan a un ángel caído, el bíblico Lucifer, pero también se empapa en el mitema mesiánico al sacrificarse por los seres humanos cuando les entrega el fuego. Prometeo es uno de esos personajes cuyo influjo se ha mantenido a través del tiempo –baste un repaso por su inmensa iconografía– lo que particularmente se hizo patente en el Romanticismo, donde su individualidad rebelde y maldita germinó en obras como Prometeo liberado de Percy B. Shelley y, la que más viva permanece en el imaginario contemporáneo, Frankenstein o el moderno Prometeo, la formidable relectura del mito que gestó Mary Shelley, esposa del citado poeta británico, mezclando con sabiduría anticipatoria ciencia y terror gótico. En el origen de esa fascinación destella la tragedia de Esquilo Prometeo encadenado, que era por cierto una de las obras preferidas de lord Byron, otro grande de la grey romántica, también presente en la famosa reunión de Villa Diodati que dio origen a Frankenstein, pero esa es ya otra historia.
Se cree que Prometeo encadenado formaba parte de una trilogía integrada además por Prometeo portador del fuego y Prometeo liberado, de las que solo se conservan algunos fragmentos; mencionaré, por si a alguien le interesa, que algunos especialistas dudan de que Esquilo fuera el autor de la obra y la atribuyen a un escritor anónimo del siglo IV a. C. Polémicas aparte, el caso es que el texto bebe de la Teogonía de Hesíodo y es un episodio derivado de la guerra de los antiguos dioses griegos, la tremenda trifulca entre Olímpicos y Titanes que se saldó con la victoria de Zeus. Como ustedes sabrán, Prometeo, un titán de segunda generación, tomó partido por Zeus en la contienda, aunque luego, por favorecer a los hombres –primero urdiendo una treta para que recibieran la carne de cualquier animal sacrificado y los dioses únicamente el pellejo y los huesos, y después robando a estos el fuego para entregárselo a la humanidad–, fue castigado por el dios triunfante a ser encadenado por Hefesto a una roca del Cáucaso donde cada día un águila le devoraría el hígado, que, dada su condición de inmortal, se le regeneraría por la noche para que el ave se lo arrancara a la mañana siguiente, y así sucesivamente en un bucle eterno.
No hay en la pieza de Esquilo –convengamos que fue él quien escribió la tragedia– una progresión dramática como la entendemos actualmente. Prometeo lamenta sus males y narra las peripecias que le han llevado a su castigo en la roca, explicitando que con el fuego entregó a los mortales el conocimiento (la carpintería, la agricultura, los números y la escritura, la domesticación de los animales y la navegación, la minería, la astronomía, la medicina y las artes), lo visitan Océano, Ío y Hermes, quien intenta que el prisionero le cuente un secreto: sabe cómo Zeus podría ser destronado, si lo revela, será liberado. No lo hace y el dios supremo desata una tempestad que provoca que la montaña se derrumbe sobre el condenado. En la última parte de la trilogía se supone que Hércules, de camino al jardín de las Hespérides, libera por fin a Prometeo.
En la versión estrenada en el 65 Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, Luis García Montero resuelve con inteligencia el escollo del rígido desarrollo dramático desdoblando al protagonista y aproximando las enseñanzas del mito a nuestros días: el joven encadenado recibe la visita de un anciano que dice llamarse Prometeo. Mientras el primero duda de si hizo bien entregando el fuego a los ingratos mortales empeñados en guerras y disputas, el segundo lo anima y hace que comprenda que su resistencia es una defensa de la libertad y el progreso, una apuesta por la esperanza y la civilización frente a la ciega ira de un implacable dios dictatorial: la razón enfrentada a la sinrazón. Prometeo joven se asoma a la interrogación de un espejo que le devuelve su imagen futura, y viceversa, Prometeo viejo visita en el reflejo al muchacho que fue.
La reescritura de García Montero está impregnada de una honda vibración poética, pletórica de imágenes de gran plasticidad reflexiva y con algún guiño a los amantes de la literatura: pone en boca del anciano unos versos del poema “No volveré a ser joven” de Jaime Gil de Biedma (“…envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”). El lugar sin límites donde transcurre la acción, una especie de desván de la Historia, propicia las alusiones a los horrores que salpican el devenir de la humanidad y permiten al escritor verter oportunamente en la túrmix del argumento alusiones a la causa LGTBI, la violencia machista, los barcos repletos de refugiados y las alambradas; casi un prontuario de lo políticamente correcto.
José Carlos Plaza, veterano en el festival, conoce bien las dificultades que plantea el gran escenario del Teatro Romano de Mérida, y concentra su puesta en escena en el hermoso y dramático espacio definido por Paco Leal por medio de un sugestivo farallón de cuadros y fotografías, convertidos en una suerte de compendio de la historia de la humanidad y entre los que me pareció distinguir, entre otras imágenes, Saturno devorando a su hijo y Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, El nacimiento de Venus de Botticelli, La Libertad guiando al pueblo de Delacroix, Prometeo trayendo el fuego de Jan Cossiers, Prometeo encadenado de Rubens, Cristo crucificado de Velázquez, Lenin en una tribuna, una fotografía de prisioneros de un campo de exterminio alemán y otra de Charlton Heston como Ben-Hur.
La dirección de Plaza, tal vez morosa en algún momento, está al servicio de un buen texto, potencia su sentido y sabe sacar partido a los actores, espléndidamente vestidos por Pedro Moreno y Gabriela Salaverri. Entre los intérpretes sobresale el Prometeo anciano que sirve Lluís Homar, sabio, certero, sentencioso e imponente en su naturalidad. Fran Perea dota de vehemencia y entereza a su joven Prometeo, superando con nota el hándicap de pasarse encadenado casi toda la función. Fernando San Segundo (Océano) y Alberto Iglesias (Hefesto) demuestran su versatilidad y solidez, y Amaia Salamanca (Ío), Israel Frías (Hermes) y el resto del reparto, que ejerce como coro en cometidos alegóricos, redondean el buen acabado de un espectáculo que, a juzgar por la larga y cálida ovación final, gustó mucho al público que casi llenaba el recinto emeritense en la noche del estreno.
Título: Prometeo. Autor: Esquilo. Versión: Luis García Montero. Dirección: José Carlos Plaza. Escenografía: Paco Leal. Vestuario: Pedro Moreno y Gabriela Salaverri. Iluminación: Toño Camacho. Música original: Mariano Díaz. Vídeo: Antonio Mateos, Viridiana Galindo, Pulse Creativa. Intérpretes: Lluís Homar, Fran Perea, Fernando San Segundo, Amaia Salamanca, Alberto Iglesias, Israel Frías, Javier Ruiz Alegría, Jorge Torres, Marco Pernas, Montse Peidro y Rocío Marín. Teatro Romano. 65 Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. 24 de julio de 2019.