El otro día, intentando que mi vida no se convierta en una más, como un folletín de canal autonómico a deshoras o una señora recogiendo la colada de un tendedero tan repetitivo como el espejo de su baño, que es cuando el teletienda arrolla la imaginación y te ayuda a conciliar la vigilia, anduve despierto para levantarme temprano y salir tras la pista de un folleto que debí encontrar la noche anterior en plena calle mientras meaba en alguna esquina después de haber bebido de manera habitual. Lo gracioso fue que al despertar las manos me apestaban a orina y la sábana a alcohol: lo usual. El ventilador, aclaro, repartía lo fétido por cada esquina de una habitación cerrada a cal y canto. Que no sería extraño que un día de estos la policía tire la puerta abajo sospechando que dentro en vez de un prostituto descansando hay un cadáver pudriéndose.
En aquel folleto apestoso y arrugado, donde parte de los textos habían desaparecido bajo el ácido de vete tú a saber qué líquido, pude sacar en claro, a duras penas, dos asuntos: que si lo había recogido en medio de la triste madrugada borracha habría sido por algo; y que según leí una señora que debía ser japonesa estaba realizando una promoción de cocina nipona en el Raffles, un hotel como los de antes al que ya visita casi cualquier ser humano, demostración palpable de la cuesta abajo de la democracia, que no sólo permite votar a un botarate sino hasta que se hospede en un hotel de lujo, sólo porque dispone de dinero y/o tarjeta de crédito: la llave de paso abierta de par en par para el final de una época.
Momoko, chef de 39 años, de Hiroshima, recorre Asia dando charlas, ofreciendo clases de cocina y organizando promociones donde muestra su poderío en los fogones. Y a mí como Japón siempre me atrajo más que una futura novia allí que me fui, con una resaca espantosa y las melenas ladeadas y sudorosas de tanto sufrimiento. Las taquicardias, por cierto, que me atoran la respiración cuando menos me interesa que acontezca este hecho tan deleznable, salen a la luz en mañanas como ésta que les cuento, en donde la solana era asesina y el dolor de cabeza mantenido en un imparable gong. Y como suele ocurrir, la primera cerveza Kirin, importada desde el maravilloso Japón, junto a las algas en vinagre recién cocinadas por Momoko –sublimes– me ayudaron a volver a mi realidad absoluta: el estado de embriaguez. Ni que decir tiene que Momoko, que al inicio del almuerzo me pareció algo gorda y hombruna, acabo por convertirse en la musa que todo prostituto desea cuando anda alejado de las luces de neón. Porque en un momento de locura, con una resaca oculta en otra borrachera –que el día que salgan todas a la vez deberán amputarme la cabeza–, me adentré en el baño de señoras a sabiendas de que Momoko estaba orinando. Y nada, no piensen que tire la puerta abajo o hice como algunos japoneses, que andan en el límite del ingreso hospitalario por sus extrañas manías sexuales. Qué va. Yo simplemente me quedé a escuchar si orinaba o lo otro; que como allí no se oía nada barrunté con la posibilidad de un seppuku, por lo que salí corriendo antes de ser acusado de violación y asesinato a sangre fría, momento en el que alguien me agarró de la manopla y me metió en la cocina; que fue cruzar aquella puerta que homenajeaba a las del Viejo Oeste americano y darme cuenta de que la que estaba en el baño, meando o defecando, muerta o viva, no debía ser Momoko, ya que había sido ella misma, vivita y coleando, la que me había enseñado su entraña laboral agarrándome las falanges con tanta pasión que a los tres minutos era yo el que estaba meando en el aseo sin manos, como los malabaristas circenses que hipnotizan a los niños, ya que cada dedo que me olía a algas, vinagre de sake y demás purezas niponas me los había introducido, a la vez, en mi pastosa boca. A la fuerza. Porque diez dedos de un tipo que mide metro noventa no caben fácilmente en una boca. Salí sin lavarme las manos, momento memorable en el que me metí en la cocina con la misma facilidad que un pinche en día laborable. Y allí estaba Momoko: cortando salmón con un cuchillo devastador. Me hice el sueco, como si lo de antes no hubiera tenido nada que ver conmigo, cuando antes de rebanar la totalidad del filete me comió la boca con la mano derecha abrazando mi cuello y la izquierda sosteniendo el cuchillo. Juro que hasta ese día nunca había pensado en la muerte. Que hasta le cogí cariño pensando que moría en la cocina de un hotel de cinco estrellas, a manos de una chef nipona, apestando mis heridas a salmón japonés del bueno: que según el folleto había llegado un día antes especialmente para el evento en un avión de carga de Japan Airlines. Que cómo está el mundo: con el 75% de la población mundial imposibilitada para montar en aviones y las angulas, el atún y demás viandas viajando en primera clase.
Cuando me repuse del morreo caí en la cuenta de que cien invitados se deberían estar preguntando dónde estaba la chef, auténtica protagonista del evento, y yo, el único alto del festival dominguero, encorvado de la resaca, eufórico por ocultarla en bañeras de alcohol, y que tras la segunda cerveza gritaba más que hablaba. A todo esto perdí la coleta que sujeta mi peluca naturalmente medio calva momento en que la congregación cayó en un detalle: me quedan tres telediarios para ingresar en prisión; a no ser que me llegue a plantear el realizar un cursillo de cante jondo, donde este tipo de imagen sí está permitida. Porque ya no me da tiempo a reconvertirme en carrilero argentino.
Volvimos al evento por separado, como las tonadilleras que se van al Rocío y acaban peleadas tras cuatro sangrías pesimamente mezcladas, instante en el que asumimos que el público asistente ni era bobo, ni había comenzado el festival culinario con resaca, ni a su vez era digno; porque allí nadie nos recriminó nada. Yo volví a engullir platos de Momoko. En este caso dos inigualables milagros: la tortilla japonesa y el cerdo con pegote de grasa estofado a fuego lentísimo durante siete horas. Muchas más de las que acabaríamos echando en la habitación 456 del Raffles, donde descubrí que unos pezones pueden oler a pescado fresco y una axila a tempura. Ni que decir tiene que toda su ropa, antes de que se la arrancará a bocados –porque ya que estás con una cocinera que te ha dado de comer, qué mejor manera de desvestirla– apestaba a fritanga. A mausoleo de gambas. A rape sin enfriar. A pulpo recién cocido. O lo que es lo mismo: a antesala del sexo. Por lo que tras apagar la música y comenzar a cobrar las consumiciones muchos asistentes marcharon mientras Momoko me dejaba una nota violentísima al estrecharme mi mano en una despedida ficticia: “Habitación 456. Tienes cinco minutos”. Japón siempre tan apegada a los modales horarios. Y si hubiera llegado a los siete minutos, ¿qué?
Le olía el coño: hecho anormal para una japonesa. Porque un hombre debería dejar de ser tan tiquismiquis y asumir que cada vez que va a orinar y se huele las yemas de los dedos no querría eso en su boca. Luego se baja uno al pilón, falla ese instante como en el caso de Momoko, ultra beoda, sudada de tanto cocinar y habiéndose orinado medio encima trece veces, y nos quejamos.
Yo, tras el intento fallido –porque la lluvia dorada no es pasarlo mal sino para sentirte váter: con todas las de la ley– provoqué el parto, en este caso la penetración, subiéndome encima de mi mujer con olor a freidora y a incontinencias varias. Llegado ese momento aprendí que los problemas, como las salsas, se reducen con suma facilidad. De ahí que Momoko se transformara en la efigie de la pureza, que fue cuando tras botar sobre mi cuerpo –que si no estaba hinchado iba a acabar estándolo– acabé por descubrir que la nipona, cuando sudaba –y haciendo el acto perdía más líquido que una regadera en plena función– le desaparecía todo ese olor a cocina y esa manera de ser. Porque el acto sexual reduce a las personas a animales, donde todo sobra salvo gemir, reír y sudar.
Momoko recibió la transfusión correspondiente y yo me identifiqué: como los policías televisados que tras destrozar la puerta presentan sus correspondientes licencias a una familia algo más que cohibida que segundos antes se despreciaba por saber quién iba a recoger la mesa y lavar los platos. Porque la gracia de todo este asunto es que, aún manejando un inglés digno, Momoko nunca supo quién era el que acababa de eyacular dentro de ella.
Tras la ducha, y cuando la tele emitía la noticia de un nueva bomba que había explotado en un mercado iraquí, llevándose consigo no pocas decenas de vidas, noté que nuestra euforia pasional estaba siendo engullida por el sumidero. Porque eso de ser prostituto aún no está muy bien visto.
—¿Y me lo has hecho sin condón?
—Sí, pero estoy limpio.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Paso controles médicos regularmente.
—Estoy asustada.
—Y yo sorprendido: o sea, que te dejas penetrar por cualquiera y a la hora de la verdad confías más en un carnicero que en un prostituto.
—La culpa fue mía hasta que me dijiste a qué te dedicabas.
—Vives en un mundo alejado de la realidad. ¿A que nadie te ha dicho que cargas con mal olor vaginal?
Fue lo último que dije. Momoko me expulsó de la habitación como se expulsa a esos parias de las teles que deambulan por casas donde se les televisa hasta hurgándose las fosas nasales. Aunque ahora que lo pienso, sus conversaciones son más vacías que cualquier desecho que genera nuestro cuerpo en forma gelatinosa.
Ya en la planta baja, donde una pareja de alemanes solicitaban una habitación, pensé en Momoko, en el alcohol a deshoras y en las resacas. Luego intenté buscar una explicación a su racismo profesional cayendo en la cuenta de que hasta cualquier empleado de un gimnasio, de esos que te atiborran a anabolizantes y además te quieren hacer el acto embutidos en mallas sudadas, le debe parecer más digno para volcar su semen que yo. Evidentemente Momoko, nipona, o sea, de procedencia digna-sexual, había mutado en un ser occidental, corrompido por los miedos y las idioteces, cuando eligió ser chef: la profesión donde la incultura se impone a la cultura. De ahí sus miedos sexuales y los egos insoportables de una panda que no es que no sepa leer, es que no sabe hablar.
Pero me lo pasé bien, que es lo que cuenta. Y ya en mi zulo, me atiborré a botellas de medio litro de agua mineral Fiji que ayudaron a amortiguar mi segura resaca. Leí a Kafka, por primera vez, y me acosté soñando con jirafas. Y las cosas están tal y como se las acabo de contar. Porque la vida no es añadir calificativos, sino vivirlos. O incluso padecerlos.
Por cierto, que esa mañana mientras buceaba en internet sin escafandra ni bombona de oxígeno –porque bucear ya no es como en los ochenta– descubrí a Rafaella Carrá semi-desnuda en una TVE tan oxidada como primitiva a la vez de porno. Porque asumí que aquello –me refiero a su cuerpo serrano y a su actitud de lateral provocador– debió encender a bastantes, incluidos nuestros padres, que en aquellos años se fueron a la cama con una imagen en la cabeza: Rafaella. Luego nacimos nosotros y demos gracias. Porque en aquellos felices años no había ni Viagra ni Cialis.
Joaquín Campos, 12/09/14, Phnom Penh.