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Mientras tantoProtocolo de qué quebranto, de qué guerra

Protocolo de qué quebranto, de qué guerra


 

“Abro la ventana y veo un ejército que recoge sus víctimas. Espectros que llevan en sus brazos espectros, y adonde camino descubro sus bocas. La penuria de sus trajes no es nada frente a la de sus ojos, y al pus del heroísmo, ¿qué decir de todo eso? Cuerpos transparentes al sol, con tejido de fantasmas. Si olvido, aún sé que siguen recogiendo víctimas –apenas comienzan– y no hay fin, durará hasta la noche y todas las noches y mañana y pasado mañana y después y siempre. Dentro de cinco, nueve, cincuenta, doscientos años abriré nuevamente la ventana y la escena no habrá variado. Los espectros serán los mismos otros, pero ella no se alterará, no habrá modificación, una corrección de última hora”.

Rafael Cadenas, ‘Historia’, del libro Memorial

 

No era fácil salir del paso sin romper una taza, una emoción, una ilusión, un esfuerzo. No lo era porque nos habían invitado a asistir a todo el proceso creativo, a compartir con el equipo artístico nuestras experiencias directas de la guerra, nos habían hecho llegar momentos sucesivos de la escritura y por último nos habían invitado a ver el resultado en el maravilloso teatro Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria.

Me lo preguntaron incluso ante una cámara. Hubiera preferido no hacerlo. Mis impresiones, mi desilusión, parten de una admiración sincera sobre la idea de involucrar en la aventura teatral un viaje a Ucrania para conocer la guerra y sus estragos desde dentro, y luego de que habláramos, a solas y ante el público, del reporterismo de guerra, sus lacras, sus virtudes, su coste personal, sus huellas y heridas, más o menos indelebles.

Creo que el mayor problema de Protocolo del quebranto es su título, es decir, que en realidad no ha bajado de la abstracción de la guerra y sus estragos sobre tres almas y tres cuerpos que la padecen en distinto grado. El texto quiere ser universal, atender y servir a esta guerra concreta (que no se menciona, pero podría ser la de Ucrania: al final hay un brevísimo vídeo grabado allí, pero que por su fugacidad acaba resultando anecdótico) y a otras guerras, de las muchas que entretejen y desgarran la historia humana.

Mario Vega, que firma texto y dirección, trama y dramaturgia, ha tomado una serie de directrices que fijan el rumbo de los actores y de la obra, su estilo, su estética, su tono, su violencia, su tesitura y su textura. Ha decidido que Marta Viera, Mingo Ruano y Luifer Rodríguez muestren desde el inicio una música concreta, un soniquete, un timbre deformado, que es el que la guerra ha taraceado en ellos. Esa decisión condiciona radicalmente sus capacidades expresivas, los lastra al reducir su repertorio sonoro y emocional: al querer hacerlo más expresionista, más desgarrado, en vez de enriquecerlo a mi juicio lo empobrece. Más que personajes, parecen ideas de personajes. Y al situarlos además desde que aparecen en escena en un primer plano agónico extremo acaban suscitando demasiado pronto una razonable fatiga de la compasión. No hay cabos que permitan establecer un hilo de simpatía, una conexión emocional. Ni siquiera con ella.

He captado y sentido el impacto, que remite más a Valle-Inclán que a Brecht, pero que no va más allá: no deja resquicio para el contraste, el humor, la sombra, el silencio, la humanidad. Es todo un grito que es cierto logra, sobre todo al final, imágenes de gran belleza y plasticidad, recortadas las figuras contra la lluvia y un ciclorama rojo sangre. Pero el feísmo, la acritud, la podredumbre general de tres víctimas y verdugos de la guerra me resulta –me acaba resultando– ajena.

Es legítimo que el autor y director haya optado por ese enfoque, por esa difícil lengua de hierro. Pero creo que es un error, castiga a los actores a emprender un agotador tour de force físico y emocional que no ayuda a entender ni la guerra de Ucrania ni ninguna otra al querer incluirlas todas en este chafarrinón de espanto sostenido.

Que además el retrato del periodista sea el de los canallas, burdo, tópico en su hedor, me hace pensar si no hemos sabido llenar de humanidad, contradicciones, luz y sombras nuestras peripecias para que el actor (y sobre todo el autor) construyeran una personalidad más rica, más compleja, más digna de compasión, o también –¿por qué no?– de desprecio. Además, me pareció de una obscenidad gratuita, innecesaria, que a la brillante y hasta cierto punto somera violación que suponía la foto en primerísimo plano del rostro de Nadia (agarrada con la mano libre por el mentón como si ella fuera un guiñapo humano) siguiera la violación literal de su cuerpo.

Es teatro, no la vida. Es estilización lo que el teatro debe propiciar para que la inteligencia y la sensibilidad del espectador completen el trabajo. Aquí no se nos da el menor respiro. Se pretende incomodar (como querían Bernhard o Handke), y se logra (potestad sin duda propia del teatro que trata de romper los límites, que no se conforma), pero el resultado no es emoción, duda, revelación, epifanía, amargor, sino estupefacción, cansancio, lástima de los actores y de tan ímprobo y admirable esfuerzo para esto. ¿Qué queréis decirnos? ¿Qué la guerra es un horror? Me temo que eso ya lo sabíamos.

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