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Mientras tantoProvidence no existe

Providence no existe


El síndrome Providence empieza a hacer efecto horas antes de subirme al tren que me ha de llevar a Providence. Dejémoslo en que han empezado a suceder cosas. Bien entrada la vigilia, recibo un mail de una mujer de Colima, México. Al parecer, mi carta de despedida africana le ha gustado –el algoritmo de google devuelve palabras pasadas no aptas para diabéticos- y me pide que le escriba una carta de amor para su amante de 17 años. ¿Puede uno resistirse a un encargo como ése? No, no se puede. Sólo trabajo gratis por amor. Busco Colima en el google maps y descubro que está muy cerca de Comala. Por la tarde había hecho un comentario en clase sobre el tiempo narrativo en Pedro Páramo, ambientada en una Comala de almitas. Creo que nadie entendió nada de lo que dije, pero yo sí: la mujer, su amante, el secreto en el que viven, los fantasmas.

 

Ya en el tren, en un vagón silencioso, escucho el unplugged de Alice In Chains y recuerdo una tarde en la que crucé el Atlas con el disco a todo trapo. Emilio estaba a mi lado y no podíamos creernos esa carretera tan pegada al cielo, la voz de Layne Staley, que en paz descanse, arañando un atardecer imponente. A los pocos minutos, Emilio pincha Rooster en su facebook y deja una nota: “Atravesando el Atlas”. Oh, boy!

 

Llevado por la magia de las casualidades decido enviarle un mail a Juan Francisco Ferré, escritor español que da clases en Providence y que tiene una novela llamada Providence. No le conozco ni he leído la novela –está en camino-, pero el síndrome me domina. JFF me contesta amablemente y quedamos para tomarnos una copa al día siguiente. Me advierte, eso sí, de que no busque Providence en Providence.

 

Llegamos en su coche al Hot Club, en el puerto de la ciudad que no existe, con su barrera antihuracanes, las tres chimeneas de la central eléctrica y el neón rojo y gigantesco del hotel Biltmore, mi casa, recortado sobre el centro urbano. Estamos sentados en la terraza. Hace un frío del demonio. Hablamos, como no podía ser de otra manera, de España y de la Reconquista. No la vieja, sino la que llegará un día de éstos. Gintonic, periodismo, whisky con hielo, literatura, palomitas, Arcadi Espada, Irán, PP, PSOE, mediocridad, nacionalismo y subvenciones, Juan Luis Cebrián, exilio y futuro. Nos despedimos y creo que le digo algo así como «gracias por esta noche en Providence sin Providence«. Joder, qué pasa, sin esas frasecitas no sería yo.

 

Entro como un gato aturdido en la habitación 1038 del Biltmore. Mi compañero duerme. Se llama Babar, viene de Karachi y es biólogo molecular. Un rayo de luna ilumina su rostro. Está postrado sobre cinco almohadas, con las manos de pianista sobre el regazo, la barba larguísima y espesa, ojeras de los que cambian el mundo dejándose la piel. Parece un rey antiguo y moribundo, rendido después de una campaña de años para someter a los pueblos bárbaros que habitan más allá de los mapas oficiales y que ahora, en esta noche de luna llena -la noche que verá la muerte de nuestro rey-, asoman al filo de la estepa, camino del asalto final a la fortaleza Providence para arrasar con el mundo conocido.

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