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Acordeón¿Provoca hambre el modelo agrícola guatemalteco?

¿Provoca hambre el modelo agrícola guatemalteco?

Los campesinos surafricanos del siglo pasado utilizaban el término “sequía verde” cuando llovía lo suficiente para que creciese la hierba, pero no los cultivos. Una evolución de ese término llevó al nacimiento del contradictorio concepto de “hambruna verde”, acuñado por funcionarios de las Naciones Unidas en Etiopía en 1994 y que hace referencia al hambre que se extiende rodeada de vegetación y en tierra fértil.

 

Si bien Guatemala no cumple los criterios técnicos señalados para decretar una hambruna, su estado de crisis alimentaria es permanente. En la situación de debilidad actual, un evento inesperado nada ajeno al país como un terremoto o un huracán podría llegar a agudizarla de tal manera que un gran número de personas falleciesen por falta de alimentos.

 

Muchos, entonces, ávidos de titulares urgentes y efectistas, achacarían lo sucedido al huracán o al terremoto pasando por alto el conjunto de factores previos al mismo.

 

Pero las teorías de la “única mano conductora” y los “impulsos necesarios de la historia” han sido desterradas de la sociología hace tiempo, introduciendo una diversidad de causas inexcusable para la comprensión de la realidad.

 

La desnutrición no iba a ser menos y muchos son los factores que influyen en la misma. Consultando a diversos expertos, llegamos a la conclusión de que en torno a la desnutrición y el hambre en Guatemala sí nos encontramos con que hay motivos y causas todavía muy poco explicadas. Que no son precisamente aquellas sobre las que no se puede hacer hincapié, sino todo lo contrario.

 

Edgar Escobar, jefe de misión de Acción Contra el Hambre en el Corredor Seco lo tiene claro. “El hambre es estacional, predecible e identificable”. Se explica mientras abre una gráfica. “Se ha demostrado estadísticamente y podemos mostrar un continuo que dura ya una década. Aquí sabemos cómo, cuando, dónde y porqué faltan los alimentos desde hace 10 años. Si esta es la tendencia anunciada y demostrada, ¿por qué no se han definido estrategias para detenerla? ¿Cómo es posible que desde la declaración de estado de emergencia emitida por el presidente Colom en el año 2009, la situación continúe empeorando?”.

 

En Guatemala ya no es posible deslizar la responsabilidad sobre el hambre únicamente hacia lo inevitable de los desastres naturales. Han influido e influyen en el origen del problema, pero no son, ni de lejos, ni la única ni la principal de sus causas. Merece la pena poner el foco en los “portadores” de la historia que señalaba Max Weber en el siglo XIX. Una serie de políticas y voluntades públicas relativamente identificables, ya que sobre ellas sí se puede incidir en la medida en que son las que proyectan el problema hacia el futuro.

 

La progresiva carestía global de los alimentos es ya un lugar común incuestionado tanto por expertos como políticos. Desde la última declaración conjunta del G-24 con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) que alertaba de los riesgos de la especulación que tiene lugar en torno a las materias primas alimentarias hasta el aumento constante del precio de la canasta básica (cesta de la compra) alimentaria en muchos de los países más pobres del mundo, todo indica que la relación entre usos de la tierra y derecho a la alimentación es fundamental y debe ser tomada en cuenta.

 

La consecuencia de la escalada de precios de los alimentos es el incremento del hambre. Lo que está por ver es que influencia tiene la modificación de usos de la tierra en el proceso de carestía global y sin pausa de los alimentos.

 

Muchas voces —autorizadas— comienzan a identificar una tendencia. Una de ellas, la de Pablo Sigüenza, investigador del Colectivo de Estudios Rurales Ixim lo explica así. “En Guatemala tiene lugar una batalla por la tierra en la que el maíz para la alimentación compite con dos monocultivos destinados a la exportación, la palma africana y la caña de azúcar”. La superficie cultivada con caña de azúcar no ha dejado de aumentar, duplicándose y pasando de ocupar el 5,5% del total en 1990, al 11% en 2006. Junto a la caña de azúcar, la superficie sembrada con palma africana también se ha incrementado en un 152% entre el 2002 y el 2006.

 

Alberto Alonso, investigador de la Coordinación de ONG y Cooperativas de Guatemala (CONGECOOP), ha escrito en un informe publicado este mismo año que se trata de “una relativamente gran superficie en muy pocas manos, pues la industria sigue (re)concentrándose: el 75% de la producción azucarera y el 100% de la de agroetanol son controladas por los cinco mayores ingenios integrados en la hegemónica Asociación de Azucareros de Guatemala (formada por las catorce familias azucareras del país). Por su parte, la superficie con palma será en 2012 casi cuatro veces mayor a la de 2005, y es controlada por un cártel aún más concentrado que el cañero. Solo cuatro familias y un grupo de capital riesgo transnacional controlan toda la producción nacional, asociados en la Gremial de Palmicultores”. 

 

Según el Ministerio de Agricultura de Guatemala, los cuatro productos agrícolas que más peso tienen en la exportación son el azúcar, el café, el banano y el cardamomo, desplazando, con lógica aplastante, en función del precio conseguido en el mercado externo, el uso de la tierra desde la producción de productos alimenticios para el mercado interno a la producción extensiva para la exportación, más rentable económicamente.

 

De entre ellos, el café, uno de los productos más tradicionales de la exportación del país ha perdido, según el Instituto Nacional de Estadística, más de la mitad de su producción para la exportación en la última década, pasando de alrededor de 7,5 millones de quintales por año a apenas 4. El banano y el cardamomo se mantienen estables mientras el azúcar, extraído a partir de la caña, se incrementa sin pausa, pasando en el mismo período de 32 millones de quintales a 46.

 

La organización no gubernamental Action AID publicó un informe en 2010 en el que asegura que el proceso de sustitución de cultivos tiene lugar y tiene un destino concreto. Concluye que la experiencia en la destilación del azúcar para alcohol se ha transferido a la producción de carburante y “Guatemala ya es el mercado centroamericano con mayores expectativas al respecto debido a su disponibilidad de tecnología y acceso al capital internacional”. De entre los derivados de la caña de azúcar, que incrementa superficie cultivada y cantidad exportada, el etanol es el que puede convertirse en carburante. Action Aid señalaba en noviembre de 2010 el 86% de la producción local de etanol ya se estaba exportando a Europa.

 

Respecto a la palma africana, mientras la media de productividad mundial es de 3 a 4 toneladas por hectárea, en Guatemala es de 7 toneladas por hectárea. El precio de una tonelada métrica de aceite de palma pasó de 417 dólares estadounidenses en 2006 a 636 dólares en 2009. La cantidad exportada en el año 2009 fue de 151.000 toneladas métricas. Alrededor del 60% de la producción total se exporta, siempre según Action Aid, a partir de datos del Banco Central de Guatemala. La determinación del uso final de un producto una vez exportado a Europa o Estados Unidos es compleja. 

 

Guatemala no es —aún— un exportador importante de agrocombustibles. Pero según el informe de Action Aid “los empresarios de la caña y los palmicultores están empeñados en su inserción ventajosa en el mercado de los agrocombustibles”.

 

La primera semana del pasado mes de octubre, el Ministerio de Energía y Minas organizó un foro sobre Producción de Biocombustibles y oportunidades
para Guatemala. Durante el mismo, Danilo Mirón, representante de Etanol Consultants, afirmó que “desde el 2003 Guatemala produce suficiente etanol para atender un programa de mezcla con gasolina”, al mismo tiempo que señalaba que el 73% del etanol mundial se utiliza para producir combustible. Junto a él, Ricardo Pennington, viceministro de Minería e Hidrocarburos, aún ubicaba el mundo de los combustibles vegetales en Guatemala en el ámbito de las posibilidades: “las oportunidades de los biocombustibles son un aspecto relevante para la economía del país y, pese a que se han realizado avances, aún constituye un desafío para todos”. También daba una cifra: Guatemala produce 250 millones de litros de etanol al año.

 

Si cruzamos estos datos con la decisión de la Unión Europea de aumentar hasta el 20% la utilización de agrocombustibles en su parque automovilístico en los próximos años, con el objetivo de contribuir a frenar el proceso de calentamiento global y diversificar hacia el agrocombustible una producción actualmente centrada en el combustible fósil tradicional, la tendencia es, aparentemente, imparable.

 

El miembro de Etanol Consultants es crítico con las teorías que vinculan seguridad alimentaria con la producción de etanol. Según su punto de vista, “Guatemala no utiliza maíz para producir etanol. La materia prima en Guatemala es melaza, un subproducto del proceso de la caña de azúcar, la obtención de la melaza es independiente de la producción de alimentos; no compite con la producción de alimentos; no compite con el precio de las tortillas”.

 

Su perspectiva no se contradice con la aquellas organizaciones que denuncian la sustitución de usos de la tierra. Puede que el maíz no se utilice para producir etanol, pero tierra que antes se dedicaba al cultivo del maíz se dedica ahora al cultivo de caña de azúcar y de palma africana.

 

Mientras tanto, el Gobierno guatemalteco ha declarado el maíz como Patrimonio Cultural de la Nación. Pero ¿significa eso que la defensa del maíz sea una política pública prioritaria?

 

Un somero repaso de estadísticas sitúa la defensa del maíz en el ámbito de lo simbólico y nos muestra que la realidad y las declaraciones oficiales, en Guatemala, nunca tienen por que parecerse demasiado.

 

Es evidente que el maíz ha perdido la batalla por la tierra. Su producción se estanca, cuando no disminuye, desde hace varios años. O aumenta en cantidades menores al aumento de la población. En esa tesitura y mientras su papel sigue siendo fundamental para garantizar la alimentación de la población, su importación se ha incrementado en un 22% en los últimos cuatro años.

 

Lo que se importa, sube de precio. Según el Banco Centroamericano de Integración Económica, un hogar guatemalteco destina un promedio del 39% de sus ingresos a la alimentación. En España el promedio de ingresos para alimentación ronda el 20%, en Francia el 22% y en Estados Unidos el 15%. En el caso de los hogares más pobres, en los que el maíz es el centro de la ingesta calórica, podemos comprender el problema ante el que se sitúan si el precio del cereal ha aumentado entre un 34% y un 45% entre febrero y julio de 2011 en Guatemala, según el cálculo realizado por la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional de la República. Eso constituye, para muchos, una condena al aumento del hambre.

 

Puestos a dar ejemplos, cuando Jordania declara las ruinas de Petra como patrimonio cultural, no permite que una empresa extranjera y construya un complejo turístico en su interior. Egipto no permite tampoco que nadie toque sus pirámides de Gizeh. La Alhambra española no puede modernizarse instalando un bar en el patio de los leones. Tampoco permitiendo la entrada de multitudes sin límite.

 

Una de las políticas desarrolladas por el Estado guatemalteco para evitar la subida de los precios de los alimentos ha sido, en un contexto de Acuerdos de Libre Comercio, fomentar la importación: en febrero de este año permitió la entrada de un contingente de 82.000 toneladas métricas de maíz amarillo mediante la disminución de aranceles. Más cereal proveniente de Estados Unidos y México. El proceso es claro. Menos tierra dedicada a la producción local y compra de productos extranjeros que, en el caso de Estados Unidos, son producto de una cosecha subvencionada que se introduce en el mercado local.

 

En un mundo de recursos cada vez más escasos y mayor población, en un país (cada vez menos) agrícola, la tierra es un recurso. Uno de los principales recursos del país. La asignación de los mismos es una decisión política, consciente, planificada, ejecutada y ante cuyas trágicas consecuencias se ha avisado suficientemente desde hace tiempo sin el más mínimo resultado.

 

Para comprenderlo, Pablo Sigüenza piensa que “la voluntad de solucionarlo o agravarlo depende de una sola idea”. Según su punto de vista, gran parte del problema pasaría por “detener y revertir el proceso de concentración y reconcentración de la tierra en cada vez menos manos y con cada vez menor vinculación con la producción de alimentos y más con el negocio agroexportador”.

 

Además, para que entendamos la cuestión en su contexto, quiere ampliar el relato en el tiempo. Para él nada de esto es nuevo y existen tres procesos de despojo de la tierra de las comunidades indígenas. Recordemos. El hambre es rural y mayoritariamente indígena.

 

“El primero, a lo largo de varios cientos de años, desarrollado por la Corona española; el segundo, a partir de la revolución liberal de 1871, en la que comienzan a escriturarse las tierras comunales a nombre del Estado y propietarios privados, y el tercero, desde los años 70 del siglo pasado, durante el conflicto armado interno, cuando decenas de miles de indígenas huyeron como refugiados a los países vecinos y a su regreso se encontraron con su tierra expropiada”.

 

Como resultado de la suma de esos tres procesos surge la reconcentración de la tierra que Sigüenza denuncia y emerge como responsable, en buena medida, de que Guatemala sea el país latinoamericano con estructuras de ingresos más desiguales y el quinto del mundo tras cuatro países africanos. Si, como viene denunciándose desde hace años, la desigualdad y el hambre corren paralelas en las estadísticas, identificando el problema comienzan a plantearse causas y responsables.

 

Gran parte de los activistas y movimientos sociales señalan que el problema radica en permitirle al mercado decidir el uso de la tierra. Pablo Sigüenza profundiza en la explicación: “Se antepone el derecho a la propiedad privada al derecho a la alimentación. La población campesina no puede sobrevivir todo el año con la producción que extrae de su minifundio debido a la erosión, los fenómenos naturales, el deterioro de la tierra debido al uso de químicos y malas prácticas o el aumento de los precios de la canasta básica que se ha duplicado en la última década”.

 

Para ello pone un ejemplo: “Un campesino del altiplano salía a trabajar durante varios meses al año como jornalero en una explotación latifundista de la costa. Ganaba lo suficiente para poder alquilar tierra, cultivarla y producir un excedente para la alimentación de su familia. Eso deja, progresivamente, de suceder. Al aumentar el monocultivo extensivo, que compite con el minifundio de los pequeños productores, el precio de la tierra aumenta de manera exponencial. Una manzana de tierra (unos cien metros cuadrados) pasa de costar 800 quetzales (unos 80 euros) por temporada a 2.500 quetzales (250 euros) por temporada. El modelo se rompe, el campesino se convierte en jornalero y las comunidades dejan de recibir esos alimentos. Llega el hambre, un hambre funcional, un hambre que provee de mano de obra más necesitada y  con menos exigencias”.

 

Como ejemplo de institución fallida, Sigüenza pone el ejemplo del Fondo de Tierras. Un fondo que nace tras la firma de los Acuerdos de Paz y a día de hoy se encuentra prácticamente sin presupuesto. “Solo cuenta con lo que cobra por alquiler y compra de tierras para comprar y redistribuir más tierra, una cantidad absolutamente insuficiente”. Fontierras pasó, según sus cuentas públicas, de contar con unos ingresos de 189 millones de quetzales en 2008 a tan solo 97 millones de quetzales en 2010.

 

La limitación presupuestaria de la institución que nace de los Acuerdos de Paz para mejorar el acceso de los campesinos a la propiedad de la tierra es reconocida por la propia institución. Según Gustavo Pardo, portavoz de Fontierras, “los fondos se encuentran limitados por la debilidad estructural del Estado guatemalteco. Quedan transferencias correspondientes a este mismo año que equivalen al 30% de nuestro presupuesto y aún no nos han llegado. Dependemos de las transferencias que nos hace el Ministerio de Agricultura y este se encuentra también debilitado en su capacidad. Guatemala necesita un pacto fiscal que regularice esta situación”.

 

Pero el mayor problema de Fontierras, continúa Sigüenza, no es su descapitalización, es que “a lo largo de sus 14 años de historia ha servido también para favorecer la concentración de la tierra”. ¿Cómo? “Vendiéndosela a quien no tenía dinero ni capacidad para cultivarla y favoreciendo así su venta a quien sí tenía dinero para comprarla. Un campesino sin capacidad de producción por ausencia de recursos, sin asesoramiento, sin asistencia técnica, se ve asaltado por la deuda que ha contraído para adquirir la tierra, una tierra improductiva, deteriorada o abandonada durante años. Sin una intervención estatal efectiva, el mercado gana. En Guatemala la demanda de tierras es mayor que la oferta. Asfixia a los campesinos a través de la deuda agraria y venderán. Tierra vendida, tierra concentrada”.

 

La visión de Fontierras y la de los activistas no tiene porqué contradecirse. Fontierras argumenta que los Acuerdos de Paz consensuaron el modelo de mercado que regiría su funcionamiento con las mismas organizaciones que ahora lo critican y explica, a través de Gustavo Pardo, que existen mecanismos que tratan de impedir que suceda lo que las organizaciones denuncian. “Una finca no puede ser vendida hasta que no ha sido pagada y ese período oscila entre los 5 y los 14 años. Cuando entregamos la tierra a Empresas Asociativas Campesinas, nunca a particulares, son ellos los que deciden en sus asambleas el futuro de las tierras. Nosotros no podemos bloquear sus decisiones. Si además pagan la tierra en períodos más rápidos que los establecidos, no podemos hacer nada. Son libres”.

 

El mercado y sus reglas, para ambos, son la línea que separa los diferentes puntos de vista. Si un comprador ofrece buen precio por la tierra, no es el Estado, en el orden actual de las cosas, quien puede interferir sobre el precio en tanto regulador de los usos de los bienes.

 

Algo que no se contradice, tampoco con lo expresado en su última visita a Guatemala, en 2009, por Olivier de Schutter, relator espacial sobre el Derecho a la Alimentación de las Naciones Unidas.

 

El relator denunciaba que el 80% de la tierra se encuentra en manos del 2% de la población. La concentración de la tierra no es inocente. Cada vez más personas tienen menos tierra, cada vez menos personas tienen más tierra: el resultado, inexcusable, de esta realidad es un contexto de conflictividad agraria gravísimo.

 

Según la Secretaría de Asuntos Agrarios en el país hay más de 1.300 conflictos por la tierra abiertos. De los cuales, más del 20% se deben a campesinos que ocupan tierras con el objetivo de producir alimentos. De ahí, una política pública que, en defensa de la propiedad privada, avanza por la pendiente del desalojo, muchas veces violento y con resultado de muerte.

 

En Guatemala, cuatro campesinos han muerto en lo que va de 2011 en desalojos de tierras ocupadas mientras el informe del relator especial para el Derecho a la Alimentación recomendaba que “no se debería desalojar a las personas de las tierras de las que dependen para su sustento a menos que se cumplan determinadas condiciones y que los acuerdos comerciales concertados por el Estado no deberían afectar el disfrute del derecho a la alimentación”.

 

Eso, en Guatemala, no sucede.

 

 

 

Este artículo, segundo de una serie de seis, se publicó inicialmente en la web guatemalteca www.plazapublica.com.gt

 

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Alberto Arce es periodista. En FronteraD ha publicado Memoria de Gaza I y II y Antifotoperiodismo

 

 

 

 


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