Leer nos enfrenta a la propia certeza, mientras nos anima a disfrutar del espectáculo de una mente ajena confrontando nuestro prejuicio. Ciento diez años después, esta lúgubre sátira nos sigue divirtiendo, mientras revierte los preceptos de la nueva normalidad: “La estatua de la diosa Libertad (…) parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres”. Una respuesta ficticia a sucesos inadvertidos atrapa la tragedia del absurdo en las cosas que hacemos, sin querer o queriendo, por dinero. Se denuncia a toda una nación, una corporación inmensamente poderosa, dirigida por un fundador autocrático, empeñado en dominar el mundo.
La cómica gravedad del apólogo cuestiona y discrimina las consideraciones creativas de una extrañeza que no duda en ridiculizar las posmodernas solemnidades de “un movimiento sin fin, una inquietud que se transmite del intranquilo elemento a las personas desamparas”, una alegoría de la causalidad que revierte la acción posterior, en un proyecto de redención que no cumple su objetivo. Lo que nos sigue manteniendo pendientes de la lectura del relato incompleto El desaparecido (iniciado en 1911, publicado póstumamente en 1927; traducción de Ariel Magnus; Eterna Cadencia, 2020), es la respuesta a la pregunta “¿Qué sucederá?”, sabiendo que será tan inverosímil como lo que precede.
“Sobre la calzada libre se veía de tanto en tanto a un policía sobre un caballo inmóvil, o a portadores de banderas o pancartas con inscripciones que atravesaban toda la calle, o a un líder obrero rodeado de empleados y ordenanzas”. En la saga, se pasa del estudio de costumbres al ensayo sobre la estulticia. La moderación cede a la exuberancia intuitiva. Los artículos de esperanza de Franz Kafka (Praga, 1883 – Kierling, Austria, 1924) se aferran a la suspicacia de los diferentes aspectos de nosotros mismos que adoptan los diversos patrones de comunicación. El yo que resuelve cambiar de conducta solo representa una parte del conjunto. Sin una misión que lo origine, el sentido de propósito adolece de impulso de renovación, no tiene nada que esperar salvo el lamentable declive.
La escritura que nos descubre esa verdad genera iluminación. En busca de su propia identidad, sin esperanza, persigue la impostura. Se revelan las formas en que las decisiones sociopolíticas conforman las versiones ludificadas de la actualidad, y cómo debemos enfrentarnos a ellas. Opuesto a la rumorología, el discurso no se rebaja a competir con el curso natural de los acontecimientos: “Desde la primera hora de la mañana, Karl no había visto detenerse ningún automóvil ni descender a ningún pasajero”. La versión de lo narrado se cumple en la refutación de un reversalismo que invierte el flujo de que toda acción, de ser coherente, elude su finalidad.
No prescribe el escritor en lengua alemana que consideremos el cómo ni el por qué. A medida que avanza, cuestiona sin respuestas, persiste en la transfiguración accidental: “Solo una vez rodó una piedra por el declive, tal vez por casualidad, tal vez como consecuencia de un tiro que no había dado en el blanco”. Las alucinaciones del Nuevo Mundo son apenas una división de la mente del héroe antiguo, una alternativa al yo encarnada en una presencia externa. El habla del alter ego se define por su dialogicidad, la autocomunión entre diferentes participantes, una acusación que adquiere la forma de un manifiesto no intimidante, que denuncia los despilfarros de la mezquindad.
Se denuncia la explotación del sistema para difundir desinformación e introducir el caos en el discurso público. En El desaparecido se invierte la lección de la igualmente fugaz La metamorfosis (1915): Karl Rossman, un inmigrante europeo de 16 años, no es esta vez un humano transmutado en insecto, sino un ser insignificante en un país inmisericorde, inmerso en una fábula sobre la rareza de la cotidianeidad o nuestra incapacidad para explicarla, “porque aquí no se podía esperar compasión y era del todo correcto lo que Karl había leído al respecto sobre Estados Unidos: solo los afortunados parecían gozar verdaderamente de su fortuna”. Angustiado, frustrado o enojado por su incansable búsqueda de crecimiento, el empleado no se sincroniza con el imperativo primordial del crecimiento corporativo. Asediado por la soledad, sin una mitología compartida, se refugia en los campamentos partidistas, en las cámaras de eco del recelo.
El cuento alucinado apela a nuestro odio instintivo por las normas opresivas, nos hace retroceder ante la posibilidad del caos. Explora nuestros esfuerzos por desentrañar las introspecciones normativas. Nos entrena para analizar nuestras comunicaciones interiores, mercantilizadas por las redes sociales, inmersas en la dañina ideología austericida. Refleja la transparencia de un juego sujeto a reglas a la arbitrariedad sin trabas, mientras ofrece un escape a la locura. No reduce los aspectos multimotivacionales del comportamiento a causas únicas como la economía, aborda la atracción de los fasos ídolos, cada uno en su propia peripecia, aborrece a los demás como enemigos existenciales. Nos permite afrontar las continuas crisis que nos asolan desde una perspectiva cultural. Nos ofrece un alivio de los que nunca se equivocan ni sienten la necesidad de confrontar sus opiniones.
En los universos paralelos del hacedor de la también inacabada El castillo (1922), las iteraciones no se limitan tanto al sinsentido como a la enajenación: “El dictado extremadamente preciso y el tecleo controlado y flexible sobrepasaban al tic-tac perceptible solo por momentos del reloj de pared”. Mitad broma descarnada, mitad tributo inverso a un decimonónico puritanismo, la afilada parodia del chico forzado a emigrar a Estados Unidos por sus padres, tras haber sido seducido por la criada, incluye temas que, desafortunadamente, siempre estarán de moda: los efectos nocivos de la retórica populista, la tóxica idiotez de los medios de comunicación, el engaño comunitario que articula a estos y aquellos. Frente a la pérdida de confianza en los valores universales que compartimos, la lucidez del creador checo se permite dialogar para ofrecer la ilusión de equilibrio. Aborda las injusticias, nos anima a la organización, a la acción colectiva: lucha contra el statu quo neoliberal desde el ámbito de lo cotidiano, lo banal, lo recreativo. Se familiariza con sus voces internas: salvajes perseguidoras, profetas de la fatalidad, cantos de sirena de la ociosidad, señales de la imprudencia.
En nuestra época de legitimada impostura, el autor de la inconclusa El proceso (1925) renuncia a persuadir. Radiografía a los humillados, los desconectados, los confundidos, los atrapados en la vida equivocada. Lo hace para consolarse o al menos entretenerse del desconsuelo: “[Karl] había servido dos meses lo mejor que había podido y sin duda mejor que varios otros muchachos. Pero esas cosas no se tenían en cuenta en ningún lugar del mundo, ni en Europa, ni en Estados Unidos, sino que se decidía según el veredicto que emanaba de la boca en el primer ataque de furia”. La respuesta del artista centroeuropeo, en preceptos alusivos, animados por una vigorizante intensidad moral, confirma la estúpida omnipresencia de las instituciones.
Una guía desmesurada nunca niega su complejidad adentrándose en el camino de la autoayuda. Una atención revolucionaria critica las intervenciones respaldadas por la evidencia que alivia el sufrimiento del aquí. Nos desubica, no reconoce sistemas ni estructuras, los derriba. Nos enfrenta a las desvergüenzas de la identidad al reflejarnos en el espejo distorsionado de la autoparodia: “En algunas ventanas se veían parejas completamente quietas; en una de las ventanas que Karl tenía enfrente había una de esas parejas de pie, con el muchacho tomando a la muchacha con un brazo mientras que con la otra mano le oprimía un seno”. Se rechaza la espiritualidad materialista del sueño (no solo) americano del individuo como garante de su propio destino. Comprometida con las consecuencias no deseadas de acciones pasadas, una ansiedad sintomática de inquietud desemboca en una felicidad que nunca es un estado establecido, sino una búsqueda que no cambia con la voluntad de cambiar.
El humor redentor arroja luz sobre las tribulaciones: reduce el sufrimiento individual, facilita la internacional deriva. La hilaridad polifacética supone una alternativa a la beligerancia monocorde de la última esperanza de la humanidad asediada. Frente a la especulación, la risa incide en el matiz, no en el vitriolo, en los hechos, no las invectivas. No es la ira moralista, sino la deconstrucción de los mitos que acunamos.
Una voz, inaudible para nadie más que para sí misma, transmite la experiencia, menos nebulosa, más definitiva. La conversación solipsista aborda las múltiples formas en que nos comunicamos con nuestros diferentes interlocutores. Conecta sentimiento y lenguaje, el impulso de precisar emociones amorfas en torno a la terminología justa. Pasadas una década y una centuria, seguimos atentos a las palabras del relator bohemio por la manera en que arraigan en sus imperfectos avatares, por la sonrisa que acecha tras las seducciones que mantienen al elenco unido.
Su antitradicionalismo radical corrige la obcecación de una mentira objetiva a expensas de las relaciones de poder, jerarquías menos producto de la evolución que de la explotación del hombre por el hombre. En el centésimo décimo aniversario de El desaparecido, un cínico bufido prueba que un libro por sí solo no cambia nada: ausente el significado, la burla no consigue mitigar los abusos que denuncia. La falacia persiste, según la escritora Mariana Dimópulos (Buenos Aires, 1973), consiste en “cada vez empezar de cero, percibir un mundo y tratar de comprender, en suma, ser nuevo”. Observador de las minucias de la cotidianeidad en las relaciones interpersonales, el paisaje emocional es el de las frustraciones del deber, el rechazo del pasado a desaparecer y, sobre todo, la culpa por la imposibilidad de estar a la altura del ideal paterno. En la ortodoxa vigilia, oníricas heterodoxias amparan el descubrimiento de una narración antidiplomática, donde “es posible imaginar”, concluye la docente y traductora argentina, “que la realidad misma, sin nosotros, sin que nadie la vea ni la entienda ni la nombre con necesidad, se mantendrá en pie y tendrá su verdad”.