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¿Puedo madrugarme a un narco? Posiciones críticas en la Asociación de Estudios Latinoamericanos

Dicen que cada uno habla de la feria según le va en ella, y no podría ser de otro modo en ferias tan vastas como el 30º Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), que acaba de tener lugar en San Francisco. La asociación tiene unos 5.000 miembros, de los cuales asistieron unos 4.500, y el programa recoge 999 paneles y actividades —en su primer avatar, Nueva York 1968, había sólo siete paneles–. Una amplia mayoría de miembros procede del campo académico norteamericano, de todas las disciplinas relevantes, pero numerosos intelectuales latinoamericanos y europeos son también miembros o acuden como invitados especiales. La conferencia, que pasa ahora a ser anual, después de muchos años convocándose cada dieciocho meses, es tradicionalmente el lugar donde se toma el pulso al estado de la discusión en los campos disciplinarios específicos. Es algo así como la meca del latinoamericanismo, entendido como la suma de discursos sobre América Latina, y en cuanto tal tiene algo de enciclopedia china según Borges: la colección de palabras es siempre heteróclita y anacrónica. Se juntan generaciones y escuelas, se separan formas de trabajo, se reúnen propuestas contradictorias, se disciernen ideas emergentes, y se entierran, no tanto vivas como medio muertas, las que ya no son ideas, pero a veces quieren continuar siéndolo.  

 

Así que el feriante curiosea entre opciones. Puede optar por una película (el festival de cine ofreció este año 29 de ellas) o pasearse por la zona donde las editoriales muestran sus libros, comprar alguno, hablar con algún editor inadvertido. Puede asistir a paneles, recepciones, mesas redondas o sesiones presidenciales. Y también puede instalarse en la cafetería o el bar y esperar allí a que vaya pasando la gente a quien conviene saludar. Lo más divertido es hacerlo todo, claro, para tener mucho de qué hablar. Los viejos conocen a los jóvenes y los jóvenes comprueban los varios estados de salud o decrepitud mental de sus mayores. Los amigos se juntan y conspiran con más o menos inocencia, aunque siempre hay alguno que prefiere sentarse contra la pared, para evitar visitas por la espalda. Hay una política de los saludos, de las miradas, de los ninguneos, y hay una política del acercamiento, de la distancia, de la intimidad. Siempre se acaba hecho un manojo de nervios, además de fosfatina. LASA es interesante o catastrófica, y uno regresa inspirado o pensando en cambiar de industria —además de severamente arruinado–. Yo pagué 250 dólares por noche en el hotel, y mi cena en el por otra parte mítico Chez Panisse, de Berkeley, me costó 169 dólares. Sin pasarnos en el vino.  

 

Había razones por las que este LASA en particular producía hormigueos en el estómago por adelantado.  Era la primera vez en seis años que se reunía en suelo estadounidense, por cuestiones relacionadas con la política federal de visados, en particular cubanos. Pero, más allá de eso, lo cierto era que las últimas conferencias habían producido mucho desencanto y desconcierto. Fuera de la calidad personal de muchas ponencias, por supuesto, Toronto fue desastrosa, y me dijeron que Río de Janeiro también. En Montreal hubo algunos paneles buenos, pero poca cosa. Claro, entre mis opciones. LASA es siempre muchos LASAS, y el mío es microcósmico, como el de todos, y para muchos asistentes la historia que cuento aquí será irreconocible. Pero no para otros. El caso es que las cosas llevaban mucho tiempo, desde el LASA de 2001 en Washington, yendo bastante mal para nosotros, es decir, para mí, para mis amigos, para el campo profesional que se asocia a los departamentos de lengua, literatura y cultura hispánica en Estados Unidos en cuanto abierto al trabajo de otros campos del conocimiento (historia, antropología, sociología) y contaminado de teoría crítica y voluntad de pensamiento político.

 

Recuerdo que fue el día antes de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington, en septiembre. Volvíamos a Durham, Carolina del Norte, del hotel de LASA, en coche, Eric Hershberg, Óscar Cabezas y yo. Y Óscar comentó que el campo profesional —ese del que hablo– no iba a poder resarcirse fácilmente del escándalo que se había montado en una serie de paneles sobre el estado de los estudios culturales latinoamericanistas. Así fue, y nunca sabremos si ocurrió, como Óscar había profetizado, por la bronca en los paneles o porque los atentados cambiaron el estado de cosas y provocaron una crisis discursiva que hundió una cierta promesa de reflexión teórica constituyente antes de que hubiera podido institucionalizarse de manera suficiente. No siempre es mala la institucionalización.  

 

Todo había empezado ocho o diez años antes. A principios de los noventa se juntaban en LASA ciertas condiciones que iban a resultar muy productivas: por un lado la emergencia de una generación latinoamericanista bien formada teóricamente, cosmopolita, y apartada de las viejas piedades identitarias y excepcionalistas —la modernidad hispánica habría sido siempre alternativa, barroca o neobarroca, y cumple una historicidad no asimilable a otras historicidades occidentales–, que habían marcado secularmente el campo. El postestructuralismo en general era el discurso dominante en humanidades, y estaba teniendo influencia fuerte en campos adyacentes, como el de muchas ciencias sociales, lo cual le concedía a las humanidades cierto prestigio simbólico en el campo general del saber por primera vez en mucho tiempo. La caída del muro de Berlín, el desmantelamiento de la Unión Soviética y el cierre de las guerras civiles en América Central planteaban preguntas importantes y urgentes para la izquierda que imponían la necesidad de pensar nuevas respuestas. Los procesos de transición democrática en el Cono Sur, y el lanzamiento inicial de lo que luego se vino a llamar “políticas de la memoria,” que postulan que un énfasis en la memoria histórica es condición del proceso democrático, junto con el inicio de lo que podemos llamar el “giro cultural” en humanidades, que venía a sustituir el llamado “giro lingüístico”, según el cual la lengua, y no la vida ni la historia ni la cultura ni la experiencia, es el horizonte final del pensamiento, y que nos tenía ya un poco hartos, creaban nuevas perspectivas de trabajo y experimentación. Eran buenos años para el mundo académico: había mucho que pensar, como siempre hay, pero esta vez parecía que los problemas venían ya con instrucciones de pensamiento, y así teníamos una tarea concreta por hacer, y podíamos hacerla. La universidad estaba en expansión, había trabajo, y se acercaban años de crecimiento económico que prometían mejoras en las condiciones personales de vida. Para los que iniciábamos por entonces nuestra carrera eran años optimistas.  

 

En aquellas conferencias se discutió mucho sobre el testimonio. La crítica de testimonio —de víctimas de las dictaduras en el Cono Sur o América Central en particular– emergió como uno de los lugares donde era posible empezar a tramar una relación nueva con el campo cultural latinoamericano, puesto que la vieja relación, hasta ese momento, y para nosotros, había estado excesivamente mediada por la representación literaria. Pero se había hecho, claro, sin que nadie pudiera especificar muy bien por qué, que la literatura ya no podía seguir teniendo a su cargo el trabajo de representación fundamental del subcontinente en el campo cultural. Se imponía una expansión de la concepción de texto, hacia un entendimiento del texto social que desbordaba ampliamente los criterios de representación literaria, no porque los literatos o sus críticos estuvieran haciendo mal las cosas, aunque quizás también, sino porque, en el fondo, había límites estructurales a la función de la literatura en sociedades diversas, con amplios índices de biculturalismo (castellano y maya-quiché, o aymara, o quechua, o guaraní), analfabetismo, clasismo racista, y conflicto. 

 

Fueron los años, en nuestro mundo, del puertorriqueño y profesor en Princeton Julio Ramos, que escribió un libro clásico sobre la función de lo literario en la constitución nacional latinoamericana, y de la franco-chilena Nelly Richard, teórica y crítica de la Escena de Avanzada en la transición chilena; de John Beverley, especialista en el Siglo de Oro a quien la pasión política le había llevado a un fuerte compromiso solidario con los procesos revolucionarios en América Central, y del sociólogo argentino pero radicado en México Néstor García Canclini, cuyo libro Culturas híbridas desató inicialmente el campo de estudios culturales en América Latina; de la intelectual pública y directora de Punto de vista Beatriz Sarlo; y del salvadoreño-neoyorquino George Yúdice, cuya crítica incisiva sobre testimonio marcó un contrapunto esencial a la de Beverley. Fueron los años de fundación de algo que parecía una nueva distribución del saber, un nuevo campo de lo sensible, y así nació lo que retrospectivamente puede llamarse Estudios Culturales Latinoamericanos. Por supuesto no bien nació empezaron a darse las tensiones habituales: que si los estudios culturales eran sustituto de la política o más bien instrumento de politización; que si eran mera mímesis imitativa de otros desarrollos, especialmente anglosajones, o más bien desarrollo orgánico de la tradición cultural latinoamericana; capaces de absorber reflexión propiamente teórica y metacrítica o refractarios a ella en pro de un culturalismo chato, pensable en recetas; inspirados por el multiculturalismo identitario que se había impuesto en la universidad norteamericana en general o bien críticos de tales desarrollos; y, sobre todo, si eran, paradigmáticamente, suficientemente capaces de albergar una auténtica reconfiguración del campo del saber en las humanidades, o cuáles eran sus límites.

 

La diversificación dentro del campo era, sin embargo, saludable: había los estrictamente culturalistas, digamos, García Canclini, o Yúdice; los que hacían pesar más fuertemente la reflexión crítico-teórica que la reflexión sobre el objeto cultural concreto (por ejemplo, Nelly Richard), los marxistas (por ejemplo, John Kraniauskas, o Neil Larsen), además de vertientes que se manifestaban más estrictamente feministas o más estrictamente abocadas a pensar cuestiones étnicas. Y había también los que continuaban la tradición identitaria y liberacionista (es decir, antineocolonial, a partir de la llamada filosofía de la liberación que se proponía en el contexto del populismo peronista, y que luego daría lugar a otros desarrollos), que había sido dominante en el campo intelectual latinoamericano de los sesenta y principios de los setenta, representado quizá tan bien como en cualquier otro lugar por la gran película de Fernando Ezequiel Solanas La hora de los hornos (1968).  

 

Alrededor de 1994 Ileana Rodríguez y John Beverley, junto con otros colegas, decidieron crear un Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos que pudiera producir en el campo latinoamericanista el proyecto que los subalternistas hindúes llevaban años desarrollando para la historiografía postcolonial en el mundo de habla inglesa: fundamentalmente, y a partir del pensamiento inicial de que en el mundo postcolonial la idea de nación nunca había conseguido abandonar su marca de clase, y así nunca había conseguido establecer hegemonía, era un intento de pensar las condiciones político-críticas de un mundo latinoamericano en donde la articulación hegemónica nacional, es decir, el pensamiento de la nación como horizonte fundamental de la acción política, había dejado de ser dominante y ya no producía el espejismo de la persuasión ideológica general. Si la nación (latinoamericana) no era ya el horizonte de constitución de lo político en América Latina, tras las varias catástrofes históricas en el Cono Sur y América Central, pero también en Colombia y en los Andes, por ejemplo, ¿cómo entonces pensar el futuro, y cómo hacerlo desde una voluntad de justicia social, desde una voluntad de eliminación —teórica y fáctica– de la subalternidad en las diversas sociedades subcontinentales? Era el momento de los movimientos sociales y de las reivindicaciones indígenas contra cualquier ideología de transculturación y aglutinación nacional.  

 

El subalternismo latinoamericanista nació polémica y controvertidamente, pero nació, y se convirtió en el lapso de dos o tres años en una importante instancia para pensar. No importaba o no parecía importar tanto si uno estaba o no de acuerdo con el manifiesto fundador o los diversos textos que empezaban a publicarse en nombre de esa corriente. Desde luego, el acuerdo ideológico no importaba tanto para los más jóvenes, que tendían a verlo como una invitación al pensamiento y al debate, en la que se podía entrar desde cierto compromiso previo con las ganas de pensar políticamente, pero sin necesidad de camisas de fuerza dogmáticas. Creo que, como en tantas otras ocasiones, un mero recuento de los que llegaron a ser miembros formales del grupo (no mucho más de una docena y media de personas) sería engañoso, pues el éxito intelectual del grupo no dependía tanto de su constitución cerrada como de su capacidad de influencia, de su capacidad de interpelación y diálogo, de su propuesta, no específica, sino formal: es decir, de su misma constitución como máquina de pensamiento, que producía grandes consternaciones en algunos sectores, y curiosidad y voluntad de enganche en otros, reticencia o admiración, rencor o simpatía, pero poca indiferencia. El Grupo fue un gran experimento académico, incluso un experimento en “gran política” académica (a pesar de sus repetidas protestas antiacademicistas), y quizás estaba ya inscrito en su destino que no iba a durar mucho. Se disolvió formalmente tras una conferencia en Duke, en el otoño de 1998. Retrospectivamente, la disolución del grupo iba a arrastrar a la caída a la mucho más amplia coalición de Estudios Culturales, como se pondría de manifiesto en las discusiones en torno a la serie de paneles especiales en el LASA de 2001 en Washington.

 

Esos paneles fueron la constatación práctica de que el momento de coalición se había terminado. A partir de entonces habría quizás taifas, si las taifas podían sostenerse por su cuenta, pero no habría ya un movimiento amplio a nivel de campo profesional y con ambiciones de conversación transteórica. En cierto sentido había fallado la máquina académica, o sólo la nuestra, la de las humanidades, y su pretensión de que quizá era posible salir de la torre de marfil (especialmente para los que trabajábamos desde universidades norteamericanas) y tener influencia en la esfera pública o en las distintas esferas públicas tendría que ser reducida. La hora del subalternismo podía no haber pasado, algunos pensábamos, pero había sonado el reloj de la dispersión. Y lo que ocurrió en los años siguientes es la historia de una retirada: muchas de las vertientes teóricas cuyo florecimiento profesional era función del diálogo crítico con otras probaron ser incapaces de sobrevivir en aislamiento —casi todas, en realidad–. El campo opacó ciertas tendencias, destruyó otras, apartó a otras, y se dividió, fácticamente, desde el punto de vista de su relativa visibilidad, en las dos grandes vertientes que Walter Mignolo había identificado en su intervención en la conferencia de Duke: los llamados “postmodernos” (una apelación que ya suena desesperadamente passé), que prefirieron continuar su enredo con el pensamiento crítico no latinoamericanista y mantener una reflexión teórica sostenida (subalternismo crítico o posthegemónico, en diálogo especial con el marxismo y post-marxismo postalthusseriano y la deconstrucción), y los que por entonces empezaron a llamarse “decolonialistas”, cuyo interés fundamental era y es mantener viva la llama de la liberación antineocolonial de los sesenta y setenta, aunque ya no bajo el horizonte de la nación, sino fundamentalmente a favor de las diversas relaciones indígenas u originarias en América Latina. Estos últimos, por razones varias, consiguieron tirar adelante en cuanto grupo, y su impacto e influencia ha sido quizá dominante en los últimos años. Pero los primeros fallaron —su posición, o nuestra posición, no alcanzó a consolidarse institucionalmente–.

 

De ahí el hormigueo. ¿Qué iba a pasar en este LASA? ¿Iba a ser más de lo mismo? ¿Convendría realmente ir mirando anuncios de trabajo en, por ejemplo, la todavía floreciente industria de la fast food? ¿O hacerse taxista en Calcuta? ¿O cabía la posibilidad de que encontráramos otra vez algún espíritu, algún resto de espíritu que permitiera proseguir, que permitiera, por ejemplo, seguir prometiéndoles algo plausible a los nuevos estudiantes? Benjamín Arditi, a través de su presidencia de la sección sobre Cultura, Poder y Política, históricamente importante en la constitución de Estudios Culturales, había preparado una serie de paneles con un título común un tanto infernal, pero en el que se planteaba una discusión abierta entre diferentes tendencias político-intelectuales:  Polemizando la política subalterna: Lo decolonial, lo posthegemónico, lo postliberal. Allí podría ocurrir algo. Estaban los viejos actores, no todos, pero algunos de ellos, y alguna gente más joven. Y la discusión en y sobre América Latina está estos años tan candente como nunca: por un lado están los diversos gobiernos de la marea rosada, en países donde se produce una irrupción democrática y antineoliberal, y con respecto de los cuales hay que tomar alguna posición más allá del mero apoyo de principio, y no es necesariamente fácil hacerlo en todos los aspectos; por otro lado hay fenómenos sólo relativamente nuevos, pero que alcanzaron cotas máximas de urgencia: el sistema narco-político en México, que amenaza al Estado mexicano mismo; los grandes niveles de corrupción amparada en el capitalismo salvaje, muchas veces ilegal, en Honduras, en Guatemala, en El Salvador; la situación en Colombia, la consolidación de Brasil como potencia emergente y potencial líder de un “gran espacio” latinoamericano.  

 

Claro, lo importante no era necesariamente lo que pasara en LASA, sino lo que la gente creyera que pasaba. En otras palabras, cuando lo que está en juego es la posible constitución o reconstitución de un proyecto crítico para el campo que pueda aglutinar diversas tendencias teóricas, de una máquina de guerra institucional, lo que importa no es que se le pongan a esa máquina todos los tornillos necesarios, sino que la gente la constituya, en esquema, a partir de su misma voluntad de hacerlo: siempre habrá tiempo para precisiones y deslindes, para tornillos y destornilladores. Eso es lo que uno hace después. Así que había que estar atento no sólo a las palabras de los panelistas sino más fundamentalmente a las reacciones de la audiencia, y no sólo en los períodos de discusión al final de los paneles, sino en los pasillos, en el bar, en las cenas, hasta en la cama. Había que entender si se estaba produciendo una nueva voluntad, política, de construcción de campo, o si se continuaría prefiriendo la situación de dispersión inane que había caracterizado los últimos diez años.

 

En el primer panel Bruno Bosteels ofreció un resumen del estado de la cuestión a partir de las instancias que él conceptualizó como propiamente “política” (la que salió de la crisis y de la crítica del legado de los movimientos revolucionarios desde el castrismo a las guerrillas centroamericanas y el zapatismo), “deontológica” (quizá producto del impacto de la deconstrucción en los ochenta, y vinculada a la crítica del aparato académico de producción de conocimiento), “ontológica” (vinculada a la asociación de metafísica y política en el nietzscheanismo-heideggerianismo de izquierdas, incluida la deconstrucción y el levinasianismo), y “ética” (asociable al particularismo decolonial, en ausencia de la nación como referente de la liberación, y comprometida no con la totalidad social sino con algunos de sus grupos). Según Bosteels, el subalternismo había conseguido por breves años actuar como denominador común de las cuatro tendencias, siempre en equilibrio inestable y potencialmente conflictivo. Si en los años noventa se había sentido la emergencia de una constelación crítico-teórica basada en el paso de una política de la militancia a una política de la solidaridad, productora de investigaciones no sólo críticas sino también autocríticas con respecto de los mecanismos de poder/saber anclados en la investigación misma, y enganchada en una práctica testimonial de respeto al otro, tanto diferenciado como indiferenciado, a partir de una insistencia en lo local contra “diseños globales”, para Bosteels la situación presente es una situación de “diálogo de sordos” en la que los discursos se han hecho mutuamente incomprensibles o más bien ya inaudibles.    

 

Pero en Bosteels hubo una llamada —la que otros esperábamos, sin saber si iba a ocurrir– al despertar colectivo, a la reconstitución de un diálogo no de sordos, a partir de su apelación al término posthegemonía, primeramente oído en la conferencia de Duke de 1998, objeto de posterior tesis doctoral y luego del libro de Jon Beasley-Murray, Posthegemony: Political Theory and Latin America [University of Minnesota Press, 2010]. Para Bosteels (generosamente, pues su propio libro The Actuality of Communism [Verso 2011] tiene también dimensiones de propuesta de campo), “posthegemonía” podría constituir para el presente e inmediato futuro, si no la referencia común que representó el subalternismo de los noventa, al menos un nuevo entramado desde el que pensar colectivamente, con todas las disputas necesarias, a partir de una voluntad nueva de articulación entre política y crítica del conocimiento.   

 

No pareció que la idea tuviera demasiado impacto en dos de los otros participantes en ese panel, John Beverley y Arturo Escobar. Beverley reiteró su propuesta por el “postsubalternismo” ya ofrecida en su libro Latinamericanism After 9/11 [Duke University Press 2011], que consiste en que, dada la construcción de nuevos estados en curso en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina, era necesario apoyar el estatismo de la marea rosada (es decir, de los gobiernos antineoliberales latinoamericanos, desde el de Venezuela al de Argentina, pasando por Bolivia y Ecuador) como mero reconocimiento de que la política debe tomar prioridad sobre cualquier práctica teórica. Para Beverley la hegemonía no implica necesariamente subordinación de los segmentos de población que no pertenecen a la coalición de gobierno, y es perfectamente plausible postular una coalición de poder estatal o neoestatal, a partir de un compromiso con las clases populares, razonablemente democrática, que pueda dejar atrás el autoritarismo opresivo del socialismo realmente existente que plagó a las sociedades aliadas al bloque soviético o controladas por él. Cualquier postulación posthegemónica —es decir, cualquier posición que parta del principio de que una articulación de poder dada, sea desde las clases dominantes, como en el neoliberalismo, o desde las clases populares o hacia ellas, como en el chavismo o en el régimen kirchnerista en Argentina, merece fundamentalmente vigilancia crítica, en cuanto constitución de poder,  y no resistencia o apoyo incondicional– es ultraizquierdismo en el sentido clásico expuesto por Lenin, y es por lo tanto una negación de lo político en cuanto tal, que hoy en América Latina o sigue la marea rosada o sólo puede ser entendido como neoconservador. Para Beverley, cuya posición descansa en una crítica de lo intelectual como privilegio, es preciso ser político antes que intelectual.  Lo que hay, en Latinoamérica hoy, es lo que hay, dijo Beverley, con sus glorias y sus limitaciones, y probablemente no habrá una segunda fase (es decir, una radicalización revolucionaria) en la marea rosada: pero lo que hay es ya mejor que la alternativa neoliberal, y por eso conviene el apoyo, no crítico, o no particularmente crítico, sino más o menos incondicional. “Intelectual”, parecía decir o decía Beverley, “es hora de que te cuenten, o de contar, y de dejar de dar la lata desde el privilegio de clase”.  

 

Escobar, que hablaba en representación de la tendencia decolonial, insistió en que efectivamente era necesaria una articulación entre política y crítica del conocimiento a partir del hecho de que la situación presente es una situación de crisis global del pensamiento moderno, incapaz de pensar la vida en sus condiciones reales. Para Escobar conviene entender que los subalternos hoy no son necesariamente los proletarios desplazados por la desindustrialización o los diversos grupos de mestizos que trabajan en la infraeconomía de las sociedades latinoamericanas, sino fundamentalmente las comunidades indígenas cuya cosmovisión y cuya ontología quedó radicalmente desplazada y ninguneada por el proyecto colonizador occidental. Restituir la vida a la política implica restituir una lógica comunal, relacional, a partir de procesos de vida que no tienen nada que ver con conocimientos o razón abstracta y que rechazan el dualismo ontológico occidental a favor de una ontología relaciones que incluye lo animal y lo mineral (por ejemplo, las montañas, que tienen carácter agente en cuanto divinas en la tradición quechua), y que por lo mismo rehúsa la distinción entre mortales e inmortales. Contra toda lógica de estado y contra toda lógica de globalización, la llamada “relacionalidad universal” (no hay discontinuidades dualistas entre cuerpo y alma, o humano y natural, sino que todo es relación) es la lógica de la comunidad, y el proyecto político del presente y del futuro sólo puede ser la reactivación de la relación comunal, es decir, para cada quién en su propia comunidad, y desde ahí en la de todos. Obviamente, la ambición de este proyecto es la sustitución de la racionalidad occidental por una racionalidad diferente (relacional) que se atribuye a las viejas culturas originarias, pre-occidentales.    

 

En cierto sentido, por lo tanto, las tres posiciones mencionadas topografiaron el territorio suficientemente: llamémosles, pues así se llaman a sí mismas, “decolonialismo comunalista”, contra el estado y la globalización, contra la racionalidad occidental, y a favor de cosmovisiones y ontologías indígenas muchas veces en trance de reconstitución o invención; “postsubalternismo estatista” en busca de un compromiso expansivo con las coaliciones populares de gobierno antineoliberal en América Latina; y “posthegemonía”, que busca pensar lo político a partir de procedimientos críticos ajenos a la postulación de y al compromiso con un sujeto preciso de la historia.  Quedaba por saber si a esas corrientes se les añadiría alguna decisiva, o si los parámetros de la discusión estaban ya marcados. Y supongo que fue en ese momento, entre el primer y el segundo panel, cuando empezó a tomar cuerpo colectivo una cierta decisión. Si bien la fuerza del decolonialismo comunalista o del postsubalternismo estatista radica en su apelación a sujetos políticos ya constituidos y movilizados, con los que se alía y a los que apoya (y a los que quizás también intenta guiar), y en cambio la tendencia posthegemónica está reducida a defender la contingencia crítica en cada caso, sin compromiso a priori, sin alianza previa, el decolonialismo comunalista parecía dejar fuera de juego a demasiados millones de latinoamericanos que no podrían identificar su “vida” como pendiente de una reconstitución comunalista-relacional; y el problema fundamental del postsubalternismo es su carácter seguidista: conviene obedecer al líder, al movimiento, alistarse, y no marear con críticas. Ambas tendencias revelaban sus límites de manera clara, y eso las imposibilitaba o reducía su potencia: no podrían constituir el centro de una propuesta transteórica y general de construcción de campo. Podrían, eso sí, en el campo académico, pues de eso se trata, reclutar adeptos o formar opinión, pero minoritariamente.  La cuestión real era entonces si posthegemonía empezaba a verse como una posibilidad de pensamiento inclusivo, articulado, crítico, político, y flexible, con suficiente poder de convocatoria.   

 

Pero claro que LASA no estaba constituida sólo por esos tres paneles que Arditi había organizado. Había tiempo para seguir curioseando y meterse en otras mesas. Yo mismo estaba implicado en otra serie de tres paneles titulada Postcolonialidades ibéricas: Metahistoria de prácticas materiales de poder. Fue en ese contexto, y en la discusión en otros ámbitos, incluyendo las provocadas por la crítica rigurosa que le hizo Isidoro Cheresky a las tendencias caudillistas, basadas en lo que él llamó “providencialismo verticalista”, muy enraizadas en el populismo histórico latinoamericano, de la marea rosada y por la presentación de Javier Gallardo sobre la historia del republicanismo latinoamericano como práctica democrática de gobierno, donde, para mí, se fue haciendo clara la posibilidad de interpretar posthegemonia como un nombre contemporáneo, histórica y teóricamente situado, para una crítica de la dominación que empieza por cuestionar los fundamentos ideológicos de la dominación misma, y así trata de pensar por fuera del pacto de soberanía en el que se basa y se ha basado en la modernidad la construcción del estado-nación; y que se articula siempre en cada caso, específica y regionalmente, como crítica de toda articulación hegemónica en cuanto aparato de poder. La posthegemonía es así regionalismo crítico, cumple las condiciones de conciliar crítica del conocimiento, crítica de la ideología, y capacidad de intervención práctica en el juego político, y puede o debe entenderse no sólo como lema o moda teórica sino como máquina institucional en cuya capacidad está también la de desplazar viejos problemas improductivos desde un punto de vista republicano-democrático, en el que “todos cuentan o nadie cuenta”, como por ejemplo el problema del estatismo o el problema de la comunidad. Toda comunidad excluye, en su constitución misma, a los que no pertenecen a ella, igual que toda forma de estado se inventa a partir de un pacto de soberanía en el que ciertas clases, por oposición a otras, adquieren un poder naturalizado que es justo el poder que roban, que le roban al otro, al desposeído. En cuanto máquina institucional, la posthegemonía es una modalidad de práctica teórica en la que caben innumerables tipos de análisis y tomas de postura, pues no es ni normativa ni prescriptiva: es sólo, y por lo pronto, el lugar de un posible encuentro capaz de generar pensamiento nuevo —algo que no parece dado a las otras dos vertientes, autocondenadas a satisfacer sus propias condiciones de enunciación en loop infinito–.  

 

Fue una de esas noches, en la cena en el restaurante peruano Mochica, entre ceviches y ají de gallina, cuando surgió la pregunta de si era posible matar al otro sólo en caso de legítima defensa, o si, de hecho, en régimen de posthegemonía, cualquier muerte es posible, en la medida en que no hay ya legitimidad alguna fuera de la fácticamente impuesta por la ley —legalidad, pero no legitimidad–. En otras palabras, la pregunta por la posthegemonía incluye, no borra, la pregunta por la legitimidad ética de la lucha, y por sus límites. Immanuel Kant no discute nunca la cuestión de la legítima defensa, pero lo hace por él, como nos advirtió electrónicamente José Luis Villacañas, Salomón Maimón, para quien la preservación de la propia vida es derecho natural y obligación prioritaria. De cualquier forma, cuando Arturo Escobar dice en el curso del diálogo en los paneles que la posición republicano-democrática es una cuestión de fe, ignora que no hay que creer en la ley moral kantiana para sostener que el principio de dominación rompe la ética. Si yo quiero vivir en libertad, sin dominación, entiendo que mi posibilidad de libertad está basada en la posibilidad de libertad del otro, de todo otro; al mismo tiempo que entiendo que la necesidad de oponerme a la dominación es también imperativa. Esto es lógica, no fe. Es una lógica que abre el espacio de lo político como lugar permanente de negociación de conflictos, en lugar de desplazar o borrar el conflicto en nombre de la ley, de la unidad social, de la seguridad de los ciudadanos, o del compromiso con las metas de la revolución. Es lógica posthegemónica, y en cuanto tal tiene ventajas prácticas en relación con el cierre comunitario (siempre dispuesto a negar el conflicto en pro de la supervivencia de la comunidad, que es prioritaria) y en relación con el estatismo populista (que privilegia no ver, no oír, no decir cada vez que ver, oír o decir pueden suponer una objeción al triunfo de los intereses de la coalición de gobierno).  

 

Jon Beasley-Murray, en el tercero de los paneles de Arditi, anunció que la posthegemonía era el paso lógico tras la teoría subalternista. En la medida en que el subalternismo estuvo siempre atrapado en la polaridad hegemonía-subalternidad, heredada de Antonio Gramsci, posthegemonía da un paso más al anunciar que “no hay hegemonía, y nunca la hubo”. En otras palabras, que la hegemonía no es sino una pretensión ideológica más, que no responde al “movimiento real de las cosas”, y cuyo secreto es siempre de antemano la voluntad de dominación. En el diálogo subsiguiente Bosteels y Sergio Villalobos objetaron que existe en la teoría posthegemónica una ambigüedad de carácter fundamental, basada en el hecho de que la posthegemonía parece referirse simultáneamente a su propia instancia teórica (“no hay hegemonía porque no puede haberla, es decir, la hegemonía es una imposibilidad o ficción teórica”) y a la realidad del tejido social (“no hay hegemonía, es obvio que en el Estado mexicano hoy, por ejemplo, no hay articulación hegemónica si alguna vez la hubo, para no hablar de Honduras, etcétera. La hegemonía no existe hoy en el tejido social, quizá nunca existió”). Pero esa ambigüedad no debe verse como problema a resolver, sino que es en sí productiva en cuanto tal, y en no menor medida porque plantea la teoría misma como situada históricamente: sin duda hubiera sido más difícil sostener evidencias posthegemónicas en la época del estado nacional-popular, cuando la nación formaba el horizonte de constitución de la política. Para el peronismo clásico, por ejemplo, la noción de posthegemonía hubiera sido incomprensible o meramente obstruccionista. Pero ya no estamos en la época nacional-popular, y por ende tampoco en la era del peronismo clásico.   

 

Erin Graff Zivin, Josie Saldaña, Gareth Williams y otros hablaron a favor del término, o de su idea, y subrayaron además su virtud en cuanto línea de fuga, en la medida en que el término incluye de antemano su posibilidad crítica y resulta tan apropiado para pensar problemáticas estatales, es decir, en el registro del estado mismo y de la política de estado, como intra- o extraestatales (microfísicas comunitarias, regionales, ciudadanas o rurales, o bien macrofísicas de la globalización y su impacto), de marea rosada o neoliberales, populistas o no. Y en la medida no menor es que su productividad crítica está lejos de reducirse al pensamiento de lo político: constituiría también una herramienta fundamental para pensar la cultura, y con ella todas las modalidades de presentación de lo visible (estéticas, poéticas) al margen de postulados meramente identitarios. Tiene la capacidad de intervenir en cuanto crítica del conocimiento porque es antes que nada crítica de la ideología, y tiene la capacidad de proponer rearticulaciones políticas e intelectuales de todo tipo. Y fue entonces cuando, a mí al menos, me pareció que la tarea estaba hecha. Quizás no para todos, y sin duda no de la misma forma. Cabe mucho en ese cajón, pero es un cajón. Surgió un nuevo proyecto potencialmente colectivo, un nuevo programa de pensamiento interdisciplinario y extradisciplinario que no tiene por qué ser sólo académico.  Esta vez LASA había cumplido con su tan diferida promesa. Y ya veremos qué pasa el año que viene en Washington, y también lo que pasa por el medio.    

 

 

 

Alberto Moreiras es catedrático y jefe del departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, en Estados Unidos. En FronteraD ha publicado El poker de Antonio Calvo

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