Desde hace unos meses, construyen una piscina aquí, frente al Inzora Cafe. Desde esta terraza que mira a las mil colinas de la ciudad, se oye el trajinar de los obreros. Martillazos, sacos que cargan. Palabras en un idioma que no entiendo –kinyaruanda– y risas, muchas risas. Todos los días me vengo aquí y observo la misma escena. Tiene algo de hipnótico.
Esta mañana, al llegar, aún medio dormida porque esta ciudad se despierta demasiado pronto para mí, escuchaba cómo una pareja de turistas, embelesados por la imagen de la piscina en obras, hablaban de lo rudimentarios que eran los métodos de construcción aquí.
—Irían tanto más rápido si lo hicieran de otra manera… Es una pena.
Los comentarios paternalistas son como las meigas; haberlos haylos. Aunque es cierto que no son a mala fe y que en realidad revelan una preocupación por el modo de vivir del otro, son bastante desafortunados. Ayer conocí a un periodista ruandés que me contó una historia al hilo de este tipo de reflexiones. Y la historia es ésta:
«En un pueblo de Kenia –llamémosle X, como queramos–, una fundación de gran relevancia a nivel internacional –se dice el pecado pero no el pecador–, tuvo una idea brillante para ayudar a las mujeres del pueblo. En anteriores viajes habían podido observar como en aquel lugar apartado, las mujeres pasaban cada día más de dos horas andando, una de ida y la otra de vuelta, para ir a buscar agua. La presencia de un río caudaloso dificultaba la tarea y había que desviarse por un camino pedregoso y empinado para poder abastecerse diariamente de agua.
En la fundación pensaron que aquello tenía que ser muy cansado para ellas, por lo que decidieron ayudarlas: construirían un puente para acercarles el agua, para evitarles el largo paseo.
Y así lo hicieron.
Cuando el puente estuvo acabado, esperaban una celebración por todo lo alto en el pueblo. Alegría, gritos de júbilo por parte de las mujeres que a partir de entonces no tendrían tantas dificultades para conseguir agua y podrían emplear aquellas dos horas en tareas mucho más efectivas.
En occidente existe ese mandato, ya sabéis, el de llenar el tiempo para ser eficientes, productivos.
Pero no hubo celebración en el pueblo porque lo que había ocurrido es que las mujeres estaban ahora mucho más tristes. Era cierto que habían ganado mucho tiempo; el trayecto en busca de agua no duraba más de veinte minutos.
Y sin embargo.
Estaban apenadas. Les habían robado el único momento del día en el que se reunían todas e iban andando y compartiendo sus cosas. Era un camino largo, tenían razón los de la fundación, pero ellas lo disfrutaban y ahora, de repente, se habían quedado sin él.
Nadie les había preguntado si querían un puente».
Volviendo aquí y ahora, mientras observo a los hombres cargar sacos de arena, poner azulejos alrededor de la piscina, pienso en esta historia. En lo que significa ayudar y en la de veces que intentamos hacerlo sin que nos lo pidan y sin recordar que quizás antes haya que preguntar. Recuerdo aquel verso de Benjamin Prado: quien derriba un puente construye un precipicio. Bueno, pues a veces es al revés.