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Pues sí, pero no con esas ganas

 

¿Por qué es tan frecuente el romance entre jefe y empleada? Este tipo de relaciones son tan comunes como la que sucede entre el profesor y la alumna o el vigilante del edificio y la chica del servicio doméstico.

 

Situaciones de presión en la vida de pareja.

 

Pues sí, pero no con esas ganas


―¿Entonces nunca te ha invitado? ―preguntó Marcela―. ¿Ella nunca te ha dicho: “venga que yo lo invito a una cerveza”?

 

―Pues… no ―contestó Darío Fernando.

 

―¿Ella nunca te ha dicho: “venga que le voy a cocinar, lo quiero en mi casa, lo voy a atender bien atendido”?

 

―Pues sí, pero no con esas ganas.

 

―¡¿En serio?! Pues, qué pesar por usted, mi querido, porque con esas bobadas es que se enamoran a los hombres.

 

―Entonces, así enamoras a tu esposo, supongo.

 

―Claro, así, cuidándolo, mimándolo. Estando pendiente de él.

 

Marcela se acercó:

 

―Lo mismo que te enamoro a ti ―y melosa le acarició el cuello―. Yo creo que en la oficina nadie te mima más que yo, ni nadie te conoce más que yo… Es más, ella no te conoce como te conozco yo.

 

Cuando ambos decían “ella” se referían a la novia de Darío. Y cuando decían “él”, se referían al esposo de Marcela, como si un asomo de culpa los obligara a sentir pudor al nombrarlos. Marcela dijo una vez que para ella era más fácil preguntar: “¿Qué le vas a inventar hoy a ella?” En vez de preguntar: “¿Qué le vas a inventar hoy a Patricia?”

 

―Creo que a ella le hace falta calle ―dijo Darío―, le hace falta sufrir la vida… porque ese bienestar no la deja saber enamorar, como enamoras tú.

 

―Uy, seeee, mi querido, porque ella es una princesa muuuuy mimada.

 

Darío Fernando no dijo palabra. Pensó en lo rico que sería si su novia tuviera el espíritu de la chica que tenía al frente.
Desde el primer día de trabajo de Marcela en la oficina, Darío Fernando, el gran jefe, quedó cautivado. Era una atractiva chica en vestido y tacones que venía a la empresa para hacerse cargo de los procesos de calidad. Esa primera tarde, luego de buscar el chisme, Darío Fernando se enteró de que Marcela estaba casada hacía 4 años.

 

―Lo que le hace falta a ella es precisamente eso: ser más mujer…  menos niña… por ejemplo, ser más coqueta. Esperarte un día en la casa en tacones y ligueros, llamarte y decirte cositas groseras y calientes, estar pendiente de tus cuentas de cobro, de tu mamá, de tu cocina, estar pendiente de tu vida.

 

―Si te escucharan mis amigas feministas ―dijo Darío―, dirían que eres una mujer del siglo pasado.

 

―Yo odio las feministas ―le contestó Marcela―. Además, los hombres son muy básicos. Mimarlos es muy fácil. Cuando una aprende eso, los tiene acá, comiendo de la mano. Y ellos aprenden también a mimar. Pero una es quien tiene que enseñarles.

 

―Pareces una veterana de 40 años cuando hablas.

 

―¡Qué va! Eso yo lo sé desde chiquita, cuando tenía que convencer a mi hermano mayor de hacer lo que yo quería, yo le arreglaba el cuarto y después él me acolitaba las mentiras con mis papás. Todo es un gana-gana, Darío.

 

¿Por qué un hombre se enamora de una mujer casada?

 

Luego del primer mes en la oficina, Darío supo que Marcela terminó una especialización a los 25 y decidió casarse. Con solo ese mes, ya Darío sabía que Marcela sabía lo que quería en la vida y la voluntad que le ponía a las cosas para lograrlo. Supo que era vanidosa y, hasta entonces, fiel a su esposo.

 

Por su parte, Darío Fernando, con 43 años, era el gran jefe en la oficina. Las decisiones dependían de él y las tomaba con criterio de tiburón y experiencia de veterano, es decir con prudencia a veces, con violenta rapidez otras. El hombre era un tigre en el gremio, tenía iniciativa, buenas ideas y soluciones prácticas. Era intenso en su trabajo, llamaba por teléfono, enviaba correos y exigía a sus empleados un ritmo de locos eficientes. Pero su carácter fuerte se complementaba con el humor, los chistes, los saludos y era frecuente que almorzara con su equipo de trabajo. Además, defendía a sus empleados ante otros jefes. Las chicas solteras de la oficina estaban enamoradas del tipo. Las casadas lo respetaban. Pero a Marcela, sin querer, se le fue la mano en la admiración. En las reuniones se derretía al verlo callado. Dicen que la admiración es el mejor afrodisiaco. Marcela, se sentía orgullosa, porque Darío Fernando, el gran jefe, la prefería por encima de las otras chicas más jóvenes, y para ella, incluso, otras chicas más lindas.

 

¿Por qué es tan común el romance entre el jefe y su empleada favorita? Este tipo de relaciones son tan comunes como la que sucede entre el profesor y la alumna o el vigilante del edificio y la chica del servicio doméstico.

 

―Claro que yo prefiero que ella sea así como es ―dijo Darío―, a cambio de ser así, como tú.

 

―¿Pero a vos por qué te molestan tanto las selfies?

 

―Por vanidosas y superficiales…

 

―Antes te gustaban…

 

―Sí, pero ya no ―dijo él.

 

―Y yo te voy a decir por qué ya no te gustan ―dijo ella―, porque eres un celoso. Antes te gustaba verme en fotos porque no éramos nada. Pero ahora, cuando me tienes acá, a tu lado, ya no te gusta que otros hombres me vean en selfies.

 

―No es eso.

 

―¿No? Para ti estoy desnuda, para otros solo en fotos. Te conozco, eres un celoso.

 

―Si estás constantemente subiendo selfies a las redes estás mostrando que realmente no te valoras y que quieres la valoración de los demás.

 

―¿En qué parte me puedo reír? ―dijo ella― pareces una revista para chicas de quince años. Se llama necesidad de reconocimiento ―contestó Marcela―, y es lo más natural del mundo… todas lo necesitamos.

 

―Pues sí, pero eso es lo que muestras: vanidad, superficialidad…

 

―Lo que pasa es que tú no conoces una palabra: estilo.

 

―Coquetería, más bien, ganas de tener un séquito de hombres.

 

―Ay, mijito, yo coqueteo con los hombres, eso es verdad, pero hasta ahí, eso es puro juego, nada serio, solo likes, miraditas y comentarios pendejos.

 

―Pero los hombres no entendemos ese juego.

 

―¡Ah, de malas! Eso ya no es problema mío.

 

―¿No? Claro que sí. El hombre va a intentarlo.

 

―Pero si yo tengo esposo.

 

―Y eso qué importa. A los hombres no nos importa eso… Ni a ustedes, las mujeres, tampoco.

 

―Ay, Darío, el gran Darío, tan fuerte que te ves en la oficina y tan inseguro que te ves en la cama.

 

El hombre dejó la cama y se sumergió en el jacuzzi de la pieza. A un lado estaba el perchero con las ropas y el bolso de la chica, un bolso dorado marca Dolce Gabbana. Arriba, los espejos. En la mesita de noche, las llaves de sus carros. Por los parlantes sonaba Hotel California, “Such a lovely place, such a lovely face”.

 

Marcela también salió de las sábanas y a medida que entraba en el jacuzzi iba mojando lentamente sus piernas. Entonces volvió a preguntar, exagerando esa voz mimosa:

 

―De verdad… ¿Entonces ella nunca te ha dicho: “venga, mi amor, yo lo invito a una cerveza”?

 

―Pues sí, sí lo ha dicho, pero no con esas ganas.

 

FIN.

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