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Pues ya está

Pues ya está. Ganó Ollanta Humala y todavía no se han rasgado los cielos, no ha llegado el diluvio universal ni un ejército de diablillos con rabo y cuernos se ha tomado LIma. «Todavía», dirán horrorizados los niños fresa de Miraflores en el estacionamiento del restaurante ‘play’ de la noche limeña. Ganó una izquierda moderada (u obligada a oderarse) que, mucho antes de empezar a gobernar, ha tenido que aclarar que deja eso de las izquierdas para el Ministerio de Asuntos Sociales, pero que la economía seguirá siendo tan capitalista como siempre, que el orden hay que respetarlo y el crecimiento económico (una contradicción si se mira desde Puerto Maldonado, por ejemplo) debe seguir recibiendo candela.

 

Ollanta ha ganado y su problema ahora va a ser qué hacer. Se armará tremendo escándalo como se le ocurra aumentar si quiera medio punto a los ridículos impuestos que pagan las multinacionales que explotan las minas y/o la vida en Perú… será terrible como se le ocurra dignificar las leyes laborales o pensar más allá de la gris y seca Lima.

 

La victoria de Ollanta Humala, además, significa la ruptura de un equilibrio derecha-izquierda que convenía a Washington o a Madrid. Incluso, inclina más la balanza hacia el nuevo imperio de la región: ese Brasil que está leyendo a la perfección el momento histórico y la olvidadiza política estadounidense hacia el sur. El eje de la derecha latinoaméricana (México, Panamá, Colombia, Perú) que hacía de tapón al avance histórico de las izquierdas democráticas y eclécticas (Nicaragua, El Salvador, Venezuela, Ecuador, Brasil, Bolivia, Argentina, Paraguay o Uruguay…) se resquebraja en una zona sensible desde el punto de vista económico (una de las principales fichas del ajedrez amazónico) y simbólico (por el peso de los Andes en el imaginario identitario y político de la región).

 

Ya está, y ahora Ollanta debe gestionar la historia como si se tratara de un regalo, de un despiste de las élites cuya maquinaria (mediática, económica y electoral) ha cometido un error garrafal. Humala no podrá hacer milagros (a pesar de que sea presidente de milagro), pero tendrá que abrir la brecha de la esperanza en una población demasiado acostumbrada a no importar.

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