Punta de mujeres no tiene playa. Tiene sólo mar. Las casas blancas de puertas pintadas miran romperse el horizonte africano como los ojos de las mujeres despidiendo los barcos que las dejaban solas durante meses, durante años.
Agosto. No sé muy bien que día. Perdí la cuenta. Lanzarote es pequeño físicamente pero infinito para las almas que seduce. La isla está llena, me dice mi amiga N. Pero todos están concentrados en el mismo estrecho destino del todo incluido; afortunadamente.
Nos bañamos desde las rocas sin apenas compañía, comemos en un sitio pequeño y desconocido, enfrentando el océano que nos reconcilia con la posibilidad de otros días, en los que podamos vivir con los ojos despiertos. Paseamos solos por las calles silenciosas sin despertar el pueblo que duerme en la bendita rutina de su gente de siempre, de sus días normales, a salvo de la mueca del implacable turismo que va plastificando cada vez más rincones.
Conducimos por la carretera de los Valles, apenas nos cruzamos con tres o cuatro coches. Volcanes, palmeras, el mar recortando riscos, la Graciosa, isla satélite, flotando frente a la playa de la Caleta de Famara, y mi amiga y su hijo B., meciéndonos con sus ojos cada día más despiertos y su alma cada días más infinita.