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Puro cine


Así no se puede ir por la vida, así no…. siempre me lo digo y nunca escarmiento. Mi primer amor fue David Bowie al que siguió de cerca Jim Morrison. Desde pequeña siempre pensé que el no-va-más de la modernidad sería tener un novio rockero y que, además de ser cinéfilo, se pareciera al cantante de Domingo y los Cítricos. Empeñada en este propósito, ya en mis tiempos de Facultad empecé a frecuentar los bajos de Aurrerá y garitos oscuros alrededor de la Gran Vía. Al final, lo único que encontré fueron rockeros de medio pelo -literal- y algún extraño ascendente de las Nancys Rubias; y eso que me empleé a fondo, mostrando una desenvoltura afectiva y sentimental un tanto -un mucho-, fingida. Está visto que el empeño y una buena interpretación no siempre bastan.

Tuve que conformarme con un novio cinéfilo que tocaba el bajo en un grupo con los colegas. Una amiga me lo presentó y aunque nuestras diferencias saltaban a la vista, congeniamos a las mil maravillas. Me convencí de que, al fin y al cabo, eran también muchas las ventajas de tener un novio obsesionado con el cine, casi tantas como si fuera rockero. De su brazo, no sólo no me perdería ningún estreno cinematográfico, sino que además me invitaría a los principales Festivales de Cine y, con un poco de suerte, hasta me presentaría a algún actor o director de moda. Pero no, la cosa no llegó a las estrellas: empezamos una historia a días alternos: los lunes nos veíamos después de clase, los miércoles corría con mis apuntes a su casa, los viernes le veía ensayar en un local cutre y los sábados, por supuesto, al cine. Seguía a rajatabla el decálogo del buen cinéfilo. Nunca entramos en la sala del cine de un centro comercial, qué vergüenza si alguien nos viese allí, y qué horror!, todo el mundo comiendo palomitas. Él prefería los pequeños cine-estudio en versión original, claro, los actores de Hollywood sólo encajaban bien si estaban dirigidos por un director europeo y de Kiarostami sólo renegaba si la actriz protagonista era la Binoche.

Por aquel entonces, no había nada más excitante para mí que un maratón de cine de alto calado intelectual sin ni siquiera salir de la sala, entre peli y peli, para estirar las piernas. Además, siendo tan cinéfilo, no quería ni oír hablar de sentarnos en las últimas filas, aquellas que no sirven más que para distraerse del argumento principal cuando la carne cede ante el intelecto y sólo tienes ganas de una buena metedura de mano. Pero no, con él no; siempre con la mirada al frente, clavada en la pantalla emitiendo una película checa.

Siempre he tenido la costumbre de mimetizarme como un insecto entre las ramas secas. Lo vengo haciendo desde que de pequeña vi en un documental, cómo una mosca tropical imitaba a las avispas. La mosca no hacía nada, se limitaba a dejarse ver con sus rayas amarillas y negras, pero así “vestida”, con su abdomen rayado, los otros insectos le tenían miedo o, por lo menos, pasaban de ella… Algo tipo Zelig pero en el mundo animal. Yo hacía lo mismo, me disfrazaba de avispa con miras a mi supervivencia sentimental, que ya sabéis, a veces es un mundo peor que la jungla más salvaje y mortífera. Lo bueno es que aprendí a apreciar todo el cine iraní y casi todo el finlandés y que me invitó a conciertos en Rock-Ola y estuvo bien cómo me desconcertó con su forma de tocar, y no sólo el bajo.

Lo peor es cuando no se siguen las mismas reglas y, amparado en su libre albedrío, uno decide desaparecer, hacerse evanescente; rodearse de mil historias y malos rollos y, sin solución de continuidad, desmarcarse de una y de todo. Cuando no te prometen amor eterno vale, todo es lícito. Él era un ciudadano del mundo, libre, tan poco amigo de dependencias que se bebía la vida a “cucharás” y yo… sólo alguien buscando un poquito de amor. Desapareció y lo hizo, no podía ser menos, a lo Lee Marvin en la “Leyenda de la ciudad sin nombre”: “… soy un ciudadano del mundo y a veces echo de menos mi hogar”.

¿Quién sabe? Tal vez un día nos encontremos por casualidad y lo mismo tomamos café con nuestras parejas, alrededor de una mesa, contando nuestros días juntos como una anécdota graciosa o a lo mejor, follamos los dos como salvajes detrás de la puerta del baño de un café o en un probador de El Corte Inglés… ¿quién sabe?, con aquel tipo todo era posible. Todo era puro cine.

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Foto: Domingo y los Cítricos

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