Prefacio. Palabras que queman, por Bertrand Visage
En primer lugar, conviene recordar que este libro que tiene en sus manos produjo, cuando se publicó por primera vez en 2001, el efecto de un meteoro deslumbrante y algo enigmático. Por un lado, nos parecía que emergía de un rincón del universo infinitamente lejano y desconocido, pero sobre todo, y esto es característico de los meteoros, el libro en cuestión tenía algo de performance imposible de repetir, sin futuro. Era un pedazo de carbón incandescente, estéril como un desierto, que acabaría extinguiéndose solo, dejándonos con la boca abierta. Nelly Arcan solo escribiría una novela; y, una vez publicada, de una forma u otra llevaría a cabo ese gesto que bulle entre las líneas de Puta: pasaría por encima de la barandilla de un balcón, clavaría un gancho en el techo, tendría un encuentro fatal, se atiborraría con algo.
Pero nos equivocamos, al menos en parte. Eso que presentíamos tardó un tiempo en suceder. Exactamente, ocho años: de septiembre de 2001, fecha de publicación de Puta, cuyo manuscrito había llegado a Seuil por correo, en febrero, con el nombre del registro civil Isabelle Fortier, a septiembre de 2009, la noche en que Nelly Arcan pone el punto final a todo tras las paredes de ladrillo de un edificio en Plateau-Mont-Royal, en Montreal, donde vivía sola con sus dos gatos siameses. Por cierto, ¿qué edad tiene en ese momento? ¿36 años o 38?
Nelly cambiaba mucho sus declaraciones, rehacía su biografía igual que remodelaba su cuerpo, su rostro. Animal perseguido que debe cambiar constantemente de envoltura para mantener a raya a sus depredadores. En esa época, asegura que ha dejado de prostituirse; es falso. Su “patrona” le saca pocos años. Ella y unas cuantas chicas más forman un grupito espectacular, muy norteamericano: hablan de temas insustanciales, se emborrachan a base de champán, se relacionan con hombres ricos. Nelly a veces pierde las llaves de su apartamento y duerme acurrucada en el felpudo de la entrada. ¿Dónde está Nelly en las derivas de Isabelle? ¿Quién es una, quién es la otra? Ahí radica el misterio: parecía un personaje de su propia historia, una de esas mujeres perdidas a las que tan cruelmente retratará en sus novelas posteriores, Loca y À ciel ouvert.
Pero volvamos a la recepción del primer manuscrito. En Seuil, donde lo leyó por primera vez Françoise Blaise, que en esa época estaba a cargo de la literatura quebequesa, las reacciones oscilaron entre el estupor, el entusiasmo y la perplejidad. Lo que produjo un profundo impacto no fueron tanto los hechos relatados como el lenguaje en sí mismo. En cualquier caso, nunca habíamos leído nada parecido. Me pidieron que cogiera un avión ese mismo día y pasara el fin de semana en Montreal. Cuando llegué, hacía un frío polar. Nelly Arcan y yo nos reunimos en el vestíbulo de un gran hotel; le anuncié sin preámbulos que íbamos a publicarla, a firmar un contrato. Sin embargo, deseaba compartir con ella las preguntas que habían cruzado la mente de sus primeros lectores, y quería saber si se sentía capaz de escribir, por ejemplo, un prefacio en el que desvelara detalles de su persona, de su infancia, etcétera.
La mirada azul pálido que rehuía la mía no se enturbió, ni ante los cumplidos ni ante las reservas. Estaba dispuesta a ponerse manos a la obra de inmediato. De hecho, pocos días después llegó el prefacio. Era Nelly Arcan en estado puro: una auténtica pieza de literatura, sin duda, pero también una negativa rotunda y elegante a aportar ninguna de las respuestas deseadas…
“No tengo la costumbre de dirigirme a los demás cuando hablo, por eso no hay nada que pueda frenarme, además, ¿qué podría contarle a usted sin soliviantarle, que nací en un pueblo en el campo cerca de la frontera con Maine, que recibí una educación religiosa, que mis profesoras eran todas monjas, mujeres secas y fanáticas del sacrificio en el que habían convertido sus vidas, mujeres a las que tenía que llamar madre y que llevaban un nombre falso que habían elegido ellas mismas, como hermana Jeanne en vez de Julie, y hermana Anne en vez de Andrée, hermanas-madres que me enseñaron que los padres no son capaces de ponerles nombre a sus hijos […]. ¿Y qué más, que toqué el piano durante doce años y que, como todo el mundo, quise irme del campo para vivir en la ciudad, que desde entonces no he vuelto a tocar una sola nota y que acabé trabajando de camarera en un bar, que me hice puta para renegar de todo lo que hasta ese momento me había definido, para demostrarles a los demás que era posible estudiar, soñar con ser escritora, tener esperanza en el futuro y malgastar tu vida en todas partes al mismo tiempo, sacrificarte como se sacrificaban las hermanas de mi colegio para servir a su congregación?”.
Al transcribir estas líneas, al volver a ver esa salmodia repetitiva y ese tempo tan característicos de Nelly Arcan, esa forma de caldear la oración “a trompicones”, me acuerdo de lo que decía algunas veces: “He leído poco, pero he leído bien”. Básicamente, la Biblia y a Dostoievski. Y Los cantos de Maldoror.
Sus libros son cantos, ciertamente. Sobre todo, este. Es inútil buscar escenas de la vida de una prostituta. No hay narración, y muy pocas descripciones. Solo este planteamiento desgarrador: ¿por qué yo, una joven de clase media, buena estudiante, tímida, nacida en Lac-Mégantic, cerca de la frontera con Estados Unidos, rodeada de una madre deprimida, de un padre intolerante que creía en el diablo, de una hermana fantasmal (otro pacto con la verdad: esta hermana no existe), de un hermano marinero (aunque soy yo quien lo incluye porque, a diferencia de la hermana inventada, nunca se habla de él), por qué, decía, en cuanto llegué a la gran ciudad, al tiempo que me matriculaba en la universidad y escribía una tesis, por qué respondí a un anuncio en el que se buscaban escorts y me metí de lleno en este oficio que ya nunca quise dejar?
Afortunadamente, en Montreal conoce a un hombre que tendrá una influencia decisiva en su destino intelectual y que será una especie de tutor hasta el final. Patrick Cady es psicoanalista; ejerce en Outremont, la parte francófona y jasídica de la ciudad, y –esto no es banal–, paralelamente, se labra una carrera como escultor, utilizando materiales que trae de los confines de la civilización, huesos de ballena o piedras del Gran Norte canadiense.
Cuando va a verlo, le pide dos cosas: seguir una terapia y que la ayude con la escritura. Pero las primeras entrevistas ponen de manifiesto la envergadura de la tarea. Ella no abre la boca, luego le confía una docena de páginas escritas en un arrebato: es el comienzo de Puta. Comentario de Patrick Cady: “Si me está preguntando si esto puede ayudarla a progresar con la terapia, no tengo la más mínima idea, pero si quiere saber si estas páginas son las de un escritor, bueno, de eso estoy seguro”.*
Nunca dejará de llamarla Isabelle.
Era más poeta que escritora, con eso quiero decir que se ponía delante del ordenador y esperaba, con el ordenador apagado, como si una voz fuera a dictarle lo que tenía que escribir. Pero no soportaba quedarse en casa sola, así que esperaba en los cafés o incluso a veces en mi casa. La veía mirarse en la pantalla negra, a veces hasta una hora, de repente escribía algunas líneas o una página, luego la voz se callaba y volvía a sumirse en la espera.
El libro se publica y tiene un éxito considerable a ambos lados del Atlántico. Un éxito que la devora y la aterroriza. Las apariciones por televisión se multiplican, por lo general son desastrosas, tanto por la imagen que da como por el golpe que supone cada uno de estos fracasos. Por mucho que le expliquemos, ella siempre hace lo que quiere. Se comporta de manera insensata constantemente porque, en el fondo, no tiene la más mínima autoestima y no confía en su talento como escritora, prefiriendo refugiarse en la exhibición del único valor que le parece irrefutable: su cuerpo.
Pasan los años, todo se vuelve triste y violento. Su segundo libro aparece en 2004. Empieza a desagradar, a molestar. Para protegerla de sus demonios (y sus demonios frecuentan sobre todo los bares de Montreal), a Patrick Cady se le ocurre sacarla de allí, y le propone pasar unos meses en Francia. Primero, acude a una clínica psiquiátrica en Rambouillet. El recuerdo que deja allí es, digamos, desconcertante, pues pide que le envíen a su habitación los diez volúmenes que en ese momento había disponibles del Seminario de Lacan, y eso siembra el pánico entre el personal sanitario. Finalmente, ante su falta de cooperación, le piden que se marche; se instala entonces bajo el techo de su editor.
Nelly en el día a día.
Muda, concentrada, trabaja mucho. Sigue con su ritual de esperar frente a la pantalla negra del ordenador.
Por las mañanas, se prepara un capuchino del que hace un uso curioso. No lo prueba y, después de dejar que se enfríe, mete un dedo en la taza y empieza a dibujarse en el muslo arabescos cremosos, jeroglíficos, poemas improbables destinados solo a ella. Practica la misma caligrafía en los restaurantes, sobre los manteles de papel, alrededor de su plato.
En las calles de París, no soporta ver a los enamorados. En cuanto divisa a una pareja coqueteando o besándose, una cólera sorda la invade. Como una herida que se abre. Poco le falta para abofetearlos.
Es difícil evitar que su biografía lo invada todo, ya que se trata de una mujer que hizo del sufrimiento que padeció su único tema. Y que a menudo fue más allá de lo que estábamos preparados para oír:
“Sí, la vida me ha atravesado, no lo he soñado, esos hombres, miles de hombres, en mi cama, en mi boca…”.
El 24 de septiembre de 2009, al final de la jornada, Patrick Cady revisa su email antes de volver a casa y ve un correo firmado por Isabelle, agradeciéndole todo lo que ha hecho por ella. Comprende enseguida lo que significan esas palabras. Se abalanza sobre el teléfono para llamarla a casa. Demasiado tarde. Nelly Arcan ha sido trasladada al Hospital Universitario de Montreal, donde han intentado reanimarla, en vano; había entrado en parada cardiorrespiratoria durante el trayecto en ambulancia.
En el fragor de esta muerte y las controversias que le siguieron, las malas lenguas afirmarán que los textos que la hicieron famosa habían sido retocados, reescritos. Otra vez este desdoblamiento entre las dos Nelly, la falla que se abría entre la fuerza de sus visiones y su incapacidad para aceptarlas en público. Seamos claros: no hay una sola línea que no sea suya ni una palabra que se haya movido, ni en este libro ni en los siguientes.
Esta danza de guerra, este remolino furioso, estas frases en espiral que son como plataformas de lanzamiento. Esta sintaxis tan particular, con dislocaciones, vaivenes, síntesis sublimes, impropiedades, fulgores. La Biblia, Dostoievski, Lautréamont. A ve- ces le gustaba perderse en la abstracción filosófica; sin embargo, incluso esos pasajes que uno no está seguro de entender del todo tienen algo que hace que fluyan de modo natural.
Tan natural como una fuente a cien grados centígrados.
* Esta historia me la contó Nelly Arcan y luego me la confirmó Patrick Cady.
Puta, por Nelly Arcan
No tengo la costumbre de dirigirme a los demás cuando hablo, por eso no hay nada que pueda frenarme, además, ¿qué podría contarle a usted sin soliviantarle, que nací en un pueblo en el campo cerca de la frontera con Maine, que recibí una educación religiosa, que mis profesoras eran todas monjas, mujeres secas y fanáticas del sacrificio en el que habían convertido sus vidas, mujeres a las que tenía que llamar madre y que llevaban un nombre falso que habían elegido ellas mismas, como hermana Jeanne en vez de Julie, y hermana Anne en vez de Andrée, hermanas-madres que me enseñaron que los padres no son capaces de ponerles nombre a sus hijos, de definirlos adecuadamente ante Dios, y qué más quiere usted saber, que yo era completamente normal, tirando a buena en los estudios, que en ese mundo de católicos fervientes en el que crecí a los esquizofrénicos los mandaban con los sacerdotes para que los curaran con exorcismos, que la vida allí podía ser muy hermosa si una se contentaba con poco, si tenía fe? ¿Y qué más, que toqué el piano durante doce años y que, como todo el mundo, quise irme del campo para vivir en la ciudad, que desde entonces no he vuelto a tocar una sola nota y que acabé trabajando de camarera en un bar, que me hice puta para renegar de todo lo que hasta ese momento me había definido, para demostrarles a los demás que era posible estudiar, soñar con ser escritora, tener esperanza en el futuro y malgastar tu vida en todas partes al mismo tiempo, sacrificarte como se sacrificaban las hermanas de mi colegio para servir a su congregación?
A veces, por la noche, sueño con mi colegio, vuelvo una y otra vez para examinarme de piano y siempre es igual, no encuentro el piano y a mi partitura le falta una página, vuelvo allí siendo consciente de que llevo años sin tocar una nota y de que encontrarme en esa situación a mi edad, como si nada, es ridículo, y algo me dice que sería preferible dar media vuelta para evitar la humillación de no ser capaz de tocar delante de la madre superiora, a la que claramente le importa un bledo que toque o no, porque ella siempre supo que yo jamás sería pianista, que jamás haría nada que no fuera tocar alguna escala de vez en cuando, y en esa escuelita de ladrillos rojos, donde cualquier carraspeo resonaba por todos los rincones, tenías que ponerte en fila para ir de una clase a otra, las más bajas delante y las más altas detrás, yo tenía que ser la más baja, no sé por qué pero esa era la consigna, ser la más baja para ser la primera de la fila, para no quedarme encajada en el medio, entre las más bajas y las más altas, y cuando llegaba septiembre y la hermana establecía el orden en que desfilaríamos durante el resto del año, yo doblaba las rodillas por debajo de mi vestido por si las moscas, porque aunque era baja no estaba segura de ser la más baja y tenía que poner un poco de mi parte, reducir todavía más mi talla para garantizarme ese primer lugar, y además no me gustaban los adultos, una sola palabra suya bastaba para que me echara a llorar, y por eso solo quería tratar con sus barrigas, porque las barrigas no hablan, no preguntan nada, sobre todo las barrigas de las hermanas, esas pelotas redondas que sentías el impulso de hacer rebotar de un puñetazo. Y aunque ahora ya he superado esa necesidad de ser baja, durante varios años incluso llevé zapatos con plataforma para ser más alta, pero no demasiado, lo justo para mirar a mis clientes a la cara.
Ahora que lo pienso, tuve demasiadas madres, demasiados modelos de santurronas reducidas a un alias que a lo mejor no creían en ese Dios sediento de nombres, por lo menos no del todo, a lo mejor simplemente buscaban una excusa para alejarse de sus familias, para desvincularse del acto que las había traído al mundo, como si Dios no supiera que venían de ahí, de un padre y de una madre, como si Dios no pudiera ver que tras su Jeanne y su Anne intentaban esconder ese nombre inapropiado que sus padres habían elegido, tuve demasiadas madres de esas y muy poco de la mía, mi madre que no decía mi nombre porque tenía que dormir todo el tiempo, mi madre que, en su sueño, dejó que mi padre se encargara de mí.
Recuerdo la forma de su cuerpo bajo las sábanas y también la de su cabeza, que solo asomaba un poco, igual que un gato hecho un ovillo sobre la almohada, un despojo de madre que se iba aplanando lentamente, solo su pelo delataba su presencia, al diferenciarla de las sábanas con que se tapaba, y ese período del pelo duró unos años, puede que tres o cuatro, al menos eso creo, para mí se convirtió en el período de la Bella durmiente, mi madre se regalaba una vejez subterránea y yo ya no era una niña ni tampoco una adolescente, estaba suspendida en esa zona intermedia en la que el pelo empieza a cambiar de color, en la que en la pelusa dorada del pubis crecen sin avisar dos o tres vellos negros, y yo sabía que ella no estaba dormida del todo, sino solo a medias, se notaba por su rigidez bajo las sábanas demasiado azules, a demasiados cuadros, en esa habitación demasiado soleada, con cuatro grandes ventanas que rodeaban la cama y que lanzaban sobre su cabeza haces luminosos, rectilíneos, y dígame, ¿cómo se puede dormir mientras el sol te da en la cabeza?, y ¿para qué dejar que entre tanto sol en la habitación si estás durmiendo? Se notaba perfectamente que no dormía por su forma de moverse a sacudidas, porque de repente gemía por algún motivo extraño, oculto con ella bajo las sábanas.
Y luego estaba mi padre que no dormía y creía en Dios, es más, era lo único que hacía, creer en Dios, rezarle a Dios, hablar de Dios, vaticinar lo peor para todos y prepararse para el Juicio Final, censurar a la humanidad a la hora de las noticias durante la cena, el Tercer Mundo se muere de hambre, decía siempre, y mientras, aquí, qué vergüenza, vivimos con tantas comodidades, con tanta abundancia, así que estaba mi padre, a quien yo quería y que me quería, que me quería por dos, por tres, me quería tanto que la autoestima estaba de más, habría sido una ingrata considerando ese torrente que me llegaba del exterior, por suerte estaban Dios y el Tercer Mundo para protegerme de él, para canalizar su energía a otra parte, al espacio remoto del paraíso, y un domingo que estábamos en la iglesia, los dos sentados en un banco de madera, y mi madre en la cama, él y yo en un banco en primera fila mirando la luz del sol que atravesaba las vidrieras y caía en diagonal sobre el altar, en haces siempre igual de rectilíneos, me guardé la hostia en la mano en vez de tragármela, y acabó en mi bolsillo para acabar después en mi habitación, entre las páginas de un libro que escondía debajo de la cama, y cada noche abría el libro para asegurarme de que seguía allí, un redondelito blanco y frágil que yo sospechaba que no contenía nada en absoluto, por qué Dios se rebajaría a vivir ahí dentro, qué bajón, y el domingo siguiente, antes de salir para misa, le enseñé la hostia a mi padre para que fuera mi cómplice, papá, mira lo que he hecho, mira lo que no he hecho, y le juro a usted que casi me pega, es un sacrilegio me dijo, y ese día comprendí que mi sitio podía estar del lado de los hombres, esos a los que hay que censurar, ese día comprendí que allí era donde debía estar.
Y luego tengo una hermana, una hermana mayor a la que nunca conocí porque murió un año antes de que yo naciera, se llamaba Cynthia y nunca tuvo una personalidad como tal porque murió demasiado pequeña, en fin, eso es lo que mi padre ha dicho siempre, que con ocho meses no se puede tener una personalidad como tal, lleva tiempo desarrollar características propias, una forma particular de sonreír y de decir mamá, tienen que pasar por lo menos cuatro o cinco años para que la influencia de los padres empiece a apreciarse, para que te pongas a chillar en el patio del colegio, chillar igual que ellos para tener la última palabra, mi hermana está muerta desde hace siglos pero todavía flota sobre la mesa familiar, creció allí sin que nadie la mencionara nunca y se instaló en el silencio de nuestras comidas, ella es el Tercer Mundo de mi padre, mi hermana mayor que tomó el relevo de todo lo que yo no llegué a ser, la muerte le permitió tenerlo todo, posibilitó todos los futuros, sí, podría haber sido esto o lo otro, médica o cantante, la mujer más hermosa del pueblo, podría haber llegado a ser todo lo que quieras ya que murió muy joven, libre de cualquier marca que la definiera en un sentido u otro, muerta sin gustos ni actitudes, y si ella hubiera vivido yo no habría nacido, esa es la conclusión a la que no he tenido más remedio que llegar, que su muerte es la que me dio la vida, pero si por un milagro las dos hubiéramos sobrevivido al proyecto de mis padres de tener solo un hijo, seguro que me habría parecido a ella, habría sido como ella porque ella habría sido la mayor, porque un año es suficiente para establecer una jerarquía. Jamás hablo de Cynthia porque no hay nada que decir, pero uso su nombre como nombre de puta, y hay un motivo, y es que cada vez que un cliente me nombra, es a ella a quien llama de entre los muertos.
Luego está mi vida, la que no tiene nada que ver con todo esto, con mi madre, con mi padre o con mi hermana, hubo una adolescencia de amigas y de música, de penas de amor y de cortes de pelo a la última moda, de lloreras por el resultado y de miedo a tener esto demasiado grande o lo otro demasiado pequeño, o a que tu amiga fuera más guapa que tú, fueron diez años turbulentos que me llevaron hasta la edad adulta, luego llegaron la gran ciudad y la universidad. Por primera vez en mi vida, me encontré sola en un apartamento con una gata siamesa que mis padres me habían regalado para que no me sintiera sola, para que, supongo que eso pensaban, nos tuviéramos la una a la otra, compartiéramos cama y desarrolláramos una rutina, formáramos un ecosistema de caricias y pequeñas dependencias, ella era el único elemento estable en un universo cargado de novedades, su constancia soñolienta me hizo comprender que se podía sufrir por un exceso de posibilidades, por un exceso de transbordos en el metro, la gata se llamaba Zazou y tenía unos ojos azules que bizqueaban y por eso mismo parecían aún más azules, azules como los míos, Zazou, y yo le pegaba a la menor oportunidad porque siempre andaba por en medio, y mi padre se había encargado de poner un crucifijo en cada habitación del apartamento que antes había sido bendecido, es muy importante que los crucifijos estén bendecidos, decía, porque si no, corren el riesgo de vaciarse de Dios y de convertirse en armazones, demasiadas personas llevan la cruz sin creer en ella, llevan la cruz con un fin estético, porque hoy en día no se piensa más que en embellecer las cosas, los coches y la religión, y el motivo por el que mi padre colgó crucifijos en las paredes de mi apartamento fue sobre todo para asegurarse de que estaba vigilada y para que los visitantes supieran que él estaba allí, nada se dirá sin que yo lo oiga, nada se hará sin que yo lo vea, a través del cuerpo demacrado de Cristo, pero yo jamás comprendí que se pudiera tener por dios a un muerto.
Mi padre decía todo el tiempo que le horrorizaba la gran ciudad porque está llena de cosas censurables, las putas y los homosexuales, la gente rica y famosa, la economía que está en su mejor momento y la ley del más fuerte, lo desastroso e incomprensible que es todo, la cacofonía de las lenguas y de la arquitectura, el barro de la primavera y la fealdad de las construcciones modernas, y cómo puede ser que la fachada de una iglesia pueda hacer las veces de entrada de una universidad, preguntaba indignado como si yo tuviera algo que ver con eso, una iglesia mutilada como los crucifijos sin bendecir, vaciada de Dios, ¿y cómo se entiende que los pabellones de la universidad desemboquen en peep-shows, adónde vamos a ir a parar si de la educación a la prostitución no hay más que un paso? Y es verdad, puede demostrarse empíricamente, la fachada de una iglesia da acceso al pabellón en el que yo tenía la mayoría de mis clases, una fachada conservada y restaurada en aras del patrimonio porque queda bien, y muchas ventanas de las aulas dan a bares donde hay bailarinas desnudas, a los neones rosas de la feminidad, me pasé clases enteras analizando al aluvión de trabajadoras del sexo, y menudo hallazgo esta apelación, en ella se aprecia el reconocimiento de los demás por el oficio más antiguo del mundo, por la más antigua de las funciones sociales, me encanta la idea de que se pueda trabajar el sexo como se trabaja una masa, que el placer sea una labor, que pueda extraerse de algo, que exija un esfuerzo y merezca un salario, restricciones, normas. Y para la mayoría de los estudiantes no había nada raro en esa cohabitación con las putas, eso es lo más chocante, uno se acostumbra rápido a las cosas cuando no puede escapar de ellas, cuando desbordan desde la otra acera para acabar inundando tus apuntes, pero esta proximidad tuvo un efecto en mí, hizo que quisiera pasarme a la otra acera, dígame, ¿cómo iba la teoría a tenerse en pie ante tantos placeres? De todas formas, nadie me conocía y la primavera estaba muy avanzada, la primavera siempre te empuja a actuar, te anima a ponerte la soga al cuello, se presentó la ocasión de quitarme la ropa de campo y yo la acepté encantada.
Prostituirme fue fácil porque siempre he sabido que pertenecía a los demás, a una comunidad que se encargaría de encontrarme un nombre, de regularizar mis entradas y salidas, de proporcionarme un amo que me dijera lo que tenía que hacer y cómo, lo que debía decir y callar, siempre he sabido ser la más pequeña, la más sexi, y para entonces ya trabajaba de camarera en un bar, las putas ya estaban a un lado y los clientes a otro, clientes que me ofrecían un poco más de propina de la necesaria a cambio de que les prestara un poco más de atención de la necesaria, y la ambigüedad se instaló poco a poco y de manera natural, ellos me utilizaron y yo los utilicé a ellos durante varios meses antes de decidirme a ir hacia lo que tanto me atraía, y si me paro a pensarlo, me parece que no tenía elección, que ya estaba destinada a ser puta, que ya era puta antes de serlo, me bastó con hojear el diario anglófono La Gazette para encontrar la página de las agencias de escorts, me bastó con coger el teléfono y marcar un número, el de la agencia más importante de Montreal, según decía el anuncio la agencia contrataba solo a las mejores escorts y admitía solo a la mejor clientela, es decir, que allí se encontraban las mujeres más jóvenes y los hombres más ricos, la riqueza de los hombres siempre ha combinado bien con la juventud de las mujeres, eso lo sabe todo el mundo, y como yo era muy joven me admitieron sin dudarlo, me sacaron de mi casa para meterme sin demora en una habitación donde recibí a cinco o seis clientes seguidos, las novatas son muy populares, me explicaron, ni siquiera hace falta que sean guapas, un solo día en aquella habitación me bastó para tener la sensación de llevar haciendo aquello toda mi vida. Envejecí de golpe, pero también gané mucho dinero, hice amigas con las que la complicidad era posible y hasta temible, porque su origen estaba en un odio común, el odio a los clientes, pero en cuanto salíamos del contexto de la prostitución volvíamos a ser mujeres normales, sociales, mujeres enemigas.
Y empecé a envejecer a toda velocidad, tenía que hacer algo para dejar de ponerme de rodillas ante aquella retahíla de clientes, en aquella habitación donde me pasaba todo el tiempo, así que empecé a hacer terapia con un hombre que no hablaba, y qué ocurrencia la de haber querido tumbarme allí, en un diván, considerando que me pasaba el día entero acostada en una cama con hombres que debían de tener su edad, hombres que habrían podido ser mi padre, y como aquel psicoanálisis no me llevaba a ninguna parte, como no conseguía hablar, amordazada por el silencio del hombre y por el miedo a no ser capaz de decir lo que tenía que decir, quise poner fin a la situación y escribir todo lo que me había callado durante tanto tiempo, decir por fin todo lo que se ocultaba tras mi necesidad de seducir, esa necesidad que no lograba superar y que me había lanzado al exceso de la prostitución, la necesidad de ser lo que los demás esperan de ti, y si mi necesidad de gustar prevalece cuando escribo, es porque es esencial envolver con palabras lo que está oculto y porque basta con que los demás lean unas cuantas palabras para que estas se conviertan en las palabras inadecuadas. Lo que debería haber atajado no hizo más que fortalecerse conforme escribía, el nudo que tenía que deshacer se fue apretando cada vez más hasta que llenó todo el espacio, y de ese nudo surgió la materia prima de mi escritura, inagotable y alienada, mi lucha por sobrevivir entre una madre que duerme y un padre que espera el fin del mundo.
Y por eso este libro está hecho entero de asociaciones, de ahí el machaqueo y la ausencia de progresión, de ahí su dimensión escandalosamente íntima. Las palabras solo tienen el espacio de mi cabeza para desfilar y no hay muchas, mi padre, mi madre y el fantasma de mi hermana, mis numerosos clientes, que tengo que reducir a un solo rabo para no perderme. Pero aunque apela a lo más íntimo que hay en mí, también tiene algo de universal, algo de arcaico y omnipresente, porque ¿acaso no nos sentimos todos atrapados por dos o tres figuras, por dos o tres tiranías que se combinan, se repiten y surgen por todas partes, justo donde no pintan nada, donde nadie las quiere?
A menudo me dicen que mi fobia a las mujeres es irritante, que siempre estoy con lo mismo, ¿por qué no me limito a sonreírles amablemente y a aplaudirles cada vez que consiguen que tantos hombres se empalmen, es decir, acaso no soy yo también una mujer, una puta, además, por qué no les doy una oportunidad? Lo admito, yo soy la prueba de que la misoginia no es solo cosa de hombres y si las llamo larvas, pitufinas, putas, es sobre todo porque me dan miedo, porque mis genitales no les interesan y no hay nada más que pueda ofrecerles, porque nunca aparecen sin amenazarme con ponerme en mi sitio, en medio de la fila, justo donde yo no quiero estar. Y si no me gusta lo que escriben las mujeres es porque cuando las leo tengo la impresión de estar oyéndome hablar, porque no consiguen distraerme de mí misma, puede que esté demasiado cerca de ellas para reconocerles algo que les sea propio y que no odie desde el primer momento, algo que no pueda asociar conmigo de entrada. Y luego las envidio por poder llamarse escritoras, me gustaría pensar que son todas iguales, pensar en ellas como pienso en mí, como pitufinas, como putas.
Pero no se preocupe usted por mí, escribiré hasta que crezca, hasta que alcance el nivel de esas a las que no me atrevo a leer.
Estos dos textos corresponden al prólogo y al inicio de Puta, el libro que, con traducción de Raquel Vicedo, acaba de publicar la editorial Pepitas de calabaza.