Ayer organicé una fiesta en mi restaurante con la única meta de que muchos expatriados se acercaran hasta mis instalaciones, y que agasajados por la cantidad de vinos y tapas gratuitas, se vieran en la obligación de volver para devolver la inversión mediante cenas a la carta, mi auténtica clave de ingresos, y por ende, de subsistencia. Para semejante plan semi-terrorista, me asocié con mi distribuidor de vinos, el cual embaucó a un bodeguero portugués, para que me llenaran el negocio con nada menos que 108 botellas de vino tinto, blanco y espumoso. Para propagar el evento por las redes sociales cedí los trastos a unos especialistas en el asunto, que según me dijo llegó a más de medio millar de posibles invitados. Yo, que hace una semana me bajé los pantalones hasta el infinito –solamente como chef y para promocionar mi restaurante, pero ya pertenezco a la secta Facebook–, ayudé, en menor medida, a que se corriera la voz por los escasos seguidores que ya jalean mi auto humillación. Y hasta aquí todo correcto. Porque a eso de las seis y media de la tarde fueron llegando los invitados, en su mayoría franceses, que bebieron y comieron como si el día siguiente no estuviera marcado en el calendario. Mi personal no daba abasto y de vez en cuando la cristalería se hacía añicos por el empuje de unos, espero, futuros clientes, consternados de tanto vino bebido sin medida.
Entre los asistentes, como ya había comentado, mayoría de franceses, con no pocos estadounidenses. Las damas se imponían a los caballeros, y los nativos prácticamente eran inexistentes. Un americano dio la nota con una abrumadora muestra de incivismo, ya que a cada persona que se le cruzaba la echaba una charla imparable en un inglés del Medio Oeste difícil de desentrañar, sobre todo cuando Mari Trini sonaba con fuerza desde el tocadiscos. Que lo llego a poner en cedé y se suspende la fiesta. Es lo que tiene ser guay: te dan mierda en formato ‘cool’ y te sacias hasta el ahogo. Algunos hasta se fotografiaban con los elepés.
En el apartado de las viandas todos reconocieron que las bolas de queso eran perfectas así como la lubina en vinagre, que para el que no lo sepa la compro salvaje; de anzuelo. El detalle que tuve para cerrar el espectáculo, obsequiando a cada asistente con un pequeño plato de paella de mariscos, terminó por excitar a unos invitados que terminaron por encender el ambiente anulando cualquier sonido que expulsaran los altavoces: gritaban como verracos. Esta narración, literatura barata con efluvios de dictado del EGB, no es más que un intento de acentuar la normalidad de un evento en donde no aconteció nada extraño hasta que fui embestido por dos mujeres que minutos antes me hicieron felicitarme por la globalización: un par de nativas que sobrepasaban la treintena y que entre tapa y calada degustaban vinos portugueses mientras charlaban en un inglés notable. ¡Viva el mundo!, llegué a pensar.
Pero el sueño se truncó cuando la que llevaba más pintura amarilla en su cabellera me preguntó si yo era el dueño de la casona: “Sí, además del chef y la limpiadora”. (Esta broma, por cierto, comienza ya a cansarme hasta a mí mismo). Pero antes de dejarme caer en una profunda depresión, por conversar sin sentido, se me apareció, entre ceja y ceja, una posibilidad: esa que suele aparecerse en momentos de suma embriaguez o justo antes de que te quedes dormido. ¿Qué hacían en una fiesta de expatriados donde no había un solo mileurista dos nativas que vestían, por decirlo de un modo sincero, con poca clase? ¿Y por qué siempre estuvieron apartadas, dentro de una de las habitaciones, donde el gentío no solía acudir, salvo para salir a la terraza?
A mí ese tipo de caras me suenan, por lo que comencé un juego de espionaje, seguimientos y teorías, que antes del cuarto de hora de sospechas se convirtieron en verdades como puños: esas dos mujeres eran putas. Un francés me lo confirmó: “Qué suerte tienes, ya vienen hasta putas a tu restaurante. Eso es que la cosa te va bien”. La verdad es que la cosa no va precisamente bien, en un país con más festivos que días laborables, donde los expatriados prefieren la droga, la piscina y el gimnasio a la comida, el vino y la dignidad vital. Pero bueno, la verdad era que una manera de entender el éxito es saber que entre tus clientes hay señoras ofertando servicios sexuales. Seguían a la manada. Y la manada, por una vez, se acercó hasta mi negocio.
Estuve dándole vueltas toda la noche al asunto, porque no es normal tener a dos prostitutas en casa. Que se me pasó por la cabeza desde encerrarlas en el almacén, encadenadas, para sacarlas dentro de dos décadas, domadas y receptivas, asunto que está tan de moda en unos informativos de canales de televisión que ya no saben qué hacer para levantar al respetable de sus sofás. También barrunté con la posibilidad de invitarlas a dormir en mi zulo, sito en lo alto del restaurante, con la idea de ganarme el Pulitzer mediante el encadenamiento perfecto de una suerte de preguntas –con sus correspondientes respuestas– y una ristra de fotografías, de ambas señoras, en paños menores. Pero no, lo que al final hice fue lo que ya hacía hace años, cuando tomaba café y el azúcar en vez de en sobrecillos te lo servían en terrones: ver como se diluían; lentamente. Porque a menos cantidad de invitados –a las ocho y media se acabó lo gratuito y casi todos salieron por patas con la promesa emitida a través de sus alientos alcoholizados de que volverían pronto– las opciones de que aquel tándem de meretrices pusieran pies en polvorosa era cada vez más alto.
Una vez asistí desde la primera fila al alumbramiento de una discoteca en China que abrieron unos amigos españoles. Yo, en parte, colaboré, y en sus caras comprendí cuando supieron que el éxito había llamado a sus puertas: primero fue cuando los taxistas hacían cola en las extremamente frías o calurosas noches de Shanghái; luego llegó el primer ramillete de prostitutas, atraídas por el numeroso grupo de clientes que llenaban su única sala; y el acabose se les apareció el día que un par de negros se apostaron en ambas esquinas del local, ofertando por lo bajinis, y a veces por lo contrario, gramos y cápsulas, pastillas y porros, aliento y deuda; caricias sobre tu lomo y metralla para tus fosas nasales, además de deuda contra tu tarjeta de crédito. Y ese día, sí señor, mis amigos comprendieron que su negocio les iba viento en popa. Porque una discoteca sin sus putas y sus camellos no es más que un negocio en traspaso.
En el caso del mío se me hace difícil que, en medio de una cena, con seis mesas de dos, una de cuatro y otra de ocho, dos meretrices pidan la que queda libre, y entre ensalada de lentejas y bolas de queso, se pongan a hacer aspavientos, movimientos norte-sur este-oeste con sus lenguas, y todo ese tipo de artimañas excéntricas, si se ejecutan en una casa de comidas que lo más vicioso que oferta es su selección de puros habanos.
Pero en la fiesta que ayer organicé, no lo olvidemos, dos putas decidieron, seguramente mediante Facebook –siguiendo la hilera que desprende el extranjero que siempre cuenta adónde va, cómo se encuentra y con quién folla– asistir a un evento culinario–alcohólico que para ellas debía ser otra opción más donde pescar clientes. A eso de las nueve desaparecieron no sin antes despedirse de mí. La mayor, estridente por el color ultra artificial de su melena, lo hizo con una frase que en el fondo fue la más auténtica que escucharon mis oídos en una tarde-noche repleta de halagos gratuitos, conversaciones frágiles e idiomas varios: “Pásate luego por el Pontoon; antes iremos al Nova”. Recalco que en ambos antros sitos en Phnom Penh se promueve el intercambio carnal a cambio de dinero. Vamos, lo de siempre; desde tiempo inmemoriales.
Cerca de la media noche hice caja, demostrándose que la vida te entrega una buena cantidad de dinero cuando estás cansado, borracho y dos meretrices te han dado sus coordenadas: el auténtico peligro. Pero a eso de la una, y cuando leer poemas era una entelequia, subí a mis aposentos donde tras acuartelarme echando el cerrojo –uno nunca sabe hasta dónde llegan los intereses de ciertas profesiones y sus profesionales– me eché a dormir. Ya a la mañana siguiente descubrí, cuarenta años después de mi nacimiento, que levantarse a solas y con el mismo dinero en la cartera es un evento a celebrar. Al desayunar contaba los billetes como si los hubiera facturado dos veces. Cuando de pronto la camarera me volvió a preguntar si el muesli lo quería con zumo de manzana o con leche. “Con zumo de manzana. Hace tiempo que dejé la fase de lactancia”. No debió entender ni la frase, aún menos el chiste, porque me trajo una jarrita con un líquido blanco no transparente, si acaso viscoso, que desprendía olor a vaca. Por un momento me planteé saber qué fue de aquellas dos meretrices. Más que nada para aconsejarles un cambio de peluquero.
Joaquín Campos, 14/11/14, Phnom Penh.