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Puticlub

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Aunque suene a provocación el puticlub sin habitáculos donde desfogarse, que en Asia son la inmensa mayoría, es el reducto perfecto donde pasar la noche, ver amanecer y salir adelante, radiante, alejado del mundanal ruido de sables de una sociedad alarmantemente repetitiva. El puticlub asiático, donde normalmente no se permite desovar, no es más que un bar con chicas abiertas donde si te haces con él puedes, desde alejarte de ellas, a llegar no ya a pinchar música en un ordenador antiquísimo, agarrado al youtube, sino trabajarte a la manager para que pida tu vino favorito a su distribuidor correspondiente que se descorchará ante tus narices cada vez que lo pidas, en medio de una maraña de descamisados y desorientados, 99% extranjeros y mayoría anglosajones, que siempre prefieren el alcohol importado de la destilería ilegal, generalmente china, al vino elegante, sincero, y por supuesto, también importado.

 

En Madrid ni el Toni2 ni El Egipcio eran prostíbulos pero como si los fueran, por la enorme bruma que impregnaba sus techos, y por esos baños sorpresivos donde las colas de desesperados con paciencia llegaban hasta la puerta de salida cuando no hasta la mismísima M-30. Y ya centrándome en el Toni2, que en sí es como descentrarse, afirmar que allí fue la primera vez que una señora de casi sesenta años, embutida en un extrañísimo traje de noche donde o faltaba tela o aquello era la anunciación de una explosión inminente en algún programa televisado por la TVE de José Luis Moreno –además de que estaba mucho más beoda de lo que yo he llegado a estarlo en estos últimos doce años de mi vida– me ofreció, cuando yo no había cumplido ni los treinta, vergonzoso y vergonzante, y mientras aclamaba a Millán Salcedo aporreando el piano de manera llamativa –José Luis Coll, mientras, bebía Johnnie Walker etiqueta roja en una esquina de la barra– el que le abonara 100 euros por un servicio sexual. Luego me pidió a cambio de mi negativa “una raya o media”, en la primera vez que sentí pena por una abuela que no fuera la mía, tan atascada nasalmente que daba gusto oírla vocalizar, lo que es un decir. Hoy, sin lugar a dudas, aquella soldado de la noche sin indumentaria militar debe estar bien muerta. Y que en paz descanse. Coll también lo está. Y en un siglo lo estaremos todos los que hoy vivimos sobre este mundo incivilizado. Y lástima que nadie le dedicara un buen libro a aquella extraña casi septuagenaria, porque yo en aquella noche de entresemana casi me hago escritor. Que muy posiblemente aquella conversa tuvo que ser el principio de algo. Detecto.

 

Pues bien, como The Den en Pekín o el extinto Casablanca 2F en Shanghái, probablemente el mayor milagro del friquismo que jamás vieron mis ojos, con muchachas retorciéndose en pleno sueño sobre sillones y sofás no precisamente del Ikea mientras las pantallas emitían un Lazio-Lecce –en diferido, y no se sabe de qué temporada–, el Cozie, o el 24 horas, como algunos le llamamos porque así se anuncia en su lamentable neón, al que aparte de dos manos de limpieza le hacen falta mejores luces, recoge, en Phnom Penh, a lo peor de cada casa en el más excitante cementerio de elefantes que jamás vieron mis ojos, intentando entender que yo, como poco, debo ser uno de esos elefantes. Porque en el Cozie, o en el 24 horas, la vida discurre de manera distinta. Vamos, que el que entra a sus instalaciones se encuentra un panorama bastante alejado a lo que debe ofrecer la cola de la caja de un banco en, por poner un ejemplo, Copenhague.

 

Ejemplo: la otra noche, perdido, cuando mi casa se me venía encima y la del vecino ni fu ni fa, tomé las de Villadiego, como tantas y tantas veces, para dejarme caer en su lamentable barra, costrosa, en sí la barra donde todos deberíamos apoyar nuestros codos: la del 24 horas, mi querido Cozie, donde hay sitio para el sida, las gordas, las entraditas en años, la mierda acumulada, el hedor, las menores de edad que no niñas, el aire acondicionado que nunca funciona, la ultratumba de su clientela y unos perros mediocres que deambulan por el bar como niños chicos, remarcando que la dueña y su bebé entran y salen en medio de tanta furia genial como si de un funeral humorístico se tratara. Y a todo esto, ni un solo cooperante cooperando, sin contar los mismos que acuden a este tipo de bares, con la sonrisa y portañica entreabierta, haciéndose pasar por simples clientes cuando a la mañana siguiente, desde sus lujosas oficinas cooperantes, se hacen pasar por policías de la moralidad y el honor.

 

La mejor lección reflejada en un par de frases que jamás me llevé de una prostituta, la cual por cierto sólo me imploraba una copa de donde poder llevarse su comisión, en sí su pan, fue la siguiente: “Échate una novia puta. Así al menos no tendrás que mentirla cuando te pregunte si alguna vez te fuiste de putas”. Cuando cerró la boca se la volví a abrir para besársela, porque aquello estuvo a la altura del mejor Nietzsche. Luego pedí una consumición a su nombre, por lo de su pan, que fue cuando viendo amanecer, me vine en un tuk-tuk a esta santa casa, la mía, desde donde ahora mismo redacto, un día más tarde, este texto que no sé si pasará a la historia pero que cocinándolo ya me sabe sabroso.

 

Uno de los mayores racismos del amor es comprobar como, cuando la pareja se va al garete, uno de ellos se va haciendo famélico mientras la otra mitad hasta engorda; y ante eso no hay gobierno, ONG o asociación de vecinos que se levante en armas. Y esto lo digo porque de vuelta a casa, esta misma tarde y cuando vagabundeaba sin saber el destino, encontré a un conocido, extranjero además de recién divorciado, de la mano de una nativa de medidas provechosas; tres días antes me crucé con su ex, también occidental, que parecía ir de luto perpetuo mientras paseaba al perro: una herencia perversa cuando ni siquiera dio a luz. Por eso lo de los puticlubs. Porque sin necesidad de tener que tumbarte en el diván de un colgado que querrá pagarse una letra de la hipoteca de su mansión en Ginebra con tu visita, puedes pasar desapercibido mientras bebes y te halagan. Aunque este último asunto sea absolutamente fake.

 

Puticlubs, o bares de carretera, por qué os necesitaré tanto. Y por qué no habrá guía que se precie, donde incluyo (insulto) a la amanerada Lonely Planet que no es capaz de darle un suficiente a ninguno de esos templos de la soledad. Porque hoy, y mientras rumiaba esta crónica de vida, me detuve a tomar una BeerLao en el Apple, un rotundo bar de chicas de compañía que ya te atiende a las cuatro de la tarde, cuando las cervezas subieron a cuatro en una soledad perfecta: una de las muchachas limpiaba, la otra rememoraba la caja de la noche anterior removiendo papeles mientras me sonreía, y la tercera me atendía mientras ponía mucho más interés en su teléfono móvil. Y aprovechándome del vacío de poder, golpe de Estado: puse veintitrés veces seguidas ‘I dreamed a dream’ de Sonic Youth, un grupo del que nunca tuve un mísero cedé y al que acudí en contadísimas ocasiones al baúl de mis recuerdos. Pues bien, en aquel puticlub diurno, donde se escuchaba el refregar de la fregona en las baldosas cuando olerse no se olía nada bueno, pillé otro número para el psiquiatra, por aquella propulsión de la misma canción. Una y otra vez. Y aunque parezca mentira, nadie me llamó la atención. Y de vez en cuando, entre trago y trago de la ya famosa cerveza laosiana, unos cuantos párrafos de Colegiala, un libro de relatos de Osamu Dazai, otro japonés al que le deberían gustar este tipo de bares, en sí bibliotecas con botelleros. Sobre todo si te llevas el libro de casa.

 

 

Joaquín Campos, 10/09/15, Phnom Penh.

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