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ArpaQué aprendí siendo una mujer menguante. Empujando la ELA detrás de mi...

Qué aprendí siendo una mujer menguante. Empujando la ELA detrás de mi interés por la vida

En casa el asunto era mostrarse fuerte, ganador. Una labor agotadora que mi padre llevaba al extremo obligándose a sí mismo, por ejemplo, a no comer ni beber entre horas, incluso conduciendo a Acapulco, clima tropical. La excelencia era su límite. Aquel ejemplo caló, aunque nos hizo también daño. Mi deseo de conseguir su atención, incluso a los 51 años, llegó cuando lloró al leer mi primer texto sobre la ELA. Pero pasando unos meses lo que me hizo dejar de ser para siempre transparente fue admirar que no me desmoronaba. Viví hasta que me independicé de un ambiente en el que ser fuerte, evitando la fragilidad, era la única opción. Ese fue el sello de fábrica que nos marcó. Pero mi padre siguió con su voluntad de excelencia hasta que el alzhéimer lo tumbó. Ni un paso atrás.

Los cuatro, cada uno a su estilo, salimos adelante. Yo creo que nos enseñó fue más bien a ser resistentes, una fuerza correosa empezando a practicar con él como obstáculo.

Sobrevivimos. Este fue el primer entrenamiento para enfrentarme a la vida. El trabajo fue la otra fase de aprendizaje que diversificó mi forma de pisar el planeta. Un trabajo donde esa resistencia fue básica. Transporte internacional de mercancías. Tal y como se ha montado la economía, no se permitía presentar presupuestos a la baja. La burbuja de siempre, mentiras y disfraces. El estrés por conseguir esos números era no perder los clientes más importantes y además crecer. Una clienta muy importante me llamó y me preguntó exigente

—Gracias por informarnos del tifón en Chittagong, pero dime qué vas a hacer al respecto.

Mi mente acelerada me sugirió responder… “Pararlo inmediatamente, por supuesto”. Menos mal que respondí muy profesional…. en otra ocasión, ya directora, el jefe de aéreo estaba organizando que un avión llevase un enorme motor desde Galicia a Estados Unidos. Cuando me dijo “no podemos cargarlo porque la grúa choca con la entrada”. Ambos estábamos en Madrid. Y el avión en Vigo. El piloto nos dijo:

—Si me traen tablas de estas medidas hago una rampa y lo cargamos.

Cogí las páginas amarillas mientras me decían que en Galicia era fiesta. Busque madererías en Vigo y en una el contacto era un teléfono movil. Llamé y le expliqué de todo para que confiara en mí. Una voz al teléfono que podía ser una estafa. Se produjo eso que se hacía antes, un compromiso de palabra, pero sin poder estrechar manos mirándonos a los ojos.  El avión salió en tiempo límite sin más problemas.

No sabemos hasta dónde pueden llegar nuestras cualidades y defectos hasta que nos tropezamos y nos encontramos al dragón de frente. La ELA es una enfermedad que te va restando capacidades físicas y, si se lo permites, invade tu mente y la parálisis es completa.

Así descubrí de dónde sacar eso de resistir para no permitirle la invasión total. Busqué y encontré a mis hermanos, amigos, profesionales entregados que se convirtieron en amigos. Y cuando pasó el pánico inicial me di cuenta de que al dejar de trabajar tenía tiempo y espontaneidad, instalada en el presente, y empecé la caza de alegrías. Mi ipad y yo íbamos juntos a pasear Madrid. Me atreví a hacer cosas como cursos de escritura en internet. Me di cuenta que la ficción no era lo mío y aterricé en el curso de Domenico Chiappe. Escribir me dio una gran capacidad para amueblar el ático y a la vez disfrutar de todo lo que hacía porque todo cabía en una crónica, todo tenía su palabra. Todo podía contarse y al leerlo reconocerme. Es un ejercicio infinito si encontramos eso que llaman eternidad. Tiempo para leer lo que escriben otros. Tiempo para espantarme de la injusticia. Me divertí conduciendo la silla eléctrica con mi primera cuidadora, Amparo, de quien me escondía en portales oscuros. Hace más de 40 años fui a visitar a mi tío Honorio, sacerdote agustino, y le dije que a mí los dogmas me parecían innecesarios. Y me dijeron él y sus enormes y peludas cejas:

—Es tan sencillo como practicar y ser una buena persona. Esto es muy importante para mí y encontrarlo en otros, una alegría más.

Pues a mí la enfermedad me despertó este consejo y aquí estoy luchando por cazar alegrías, mucha música, lectura, la compañía de amigos, la serenidad y ni más ni menos que el amor.  Por otro lado, ¿quien es capaz de predecir lo que ocurrirá si todo es cambio desde el principio? Me atrevo a escribir a pesar de que este jardín está repleto de pensadores eruditos porque yo, escritora circunstancial en mi ático/mente, tengo el espacio infinito de la memoria y de la imaginación sin tumultos. Hablando del incesante cambio, puedo contar uno brusco en comparación a los más sutiles que pasan inadvertidos. No pude soportar la presión del desamor cuando acepté que el amor menguaba como el resto de mi cuerpo y la pena se coló por todas partes. Esta vez el cambio fue brusco. Me puse a saltar sobre la chaise longue color cereza madura y escenario de algún escrito. Cuando mi deseo de destrozar no era suficiente lancé los cojines al aire y me puse botas de rodeo americano y seguí saltando hasta conseguir romper la estructura con un sonoro y triunfante crrraaac. Hice un pequeño reposo a base de vermut con aceituna, último sabor delicioso que no me dejó la muy degenerativa (puta) enfermedad convertir en vicio. Y eso que este combinaba perfectamente con los ya adquiridos. La cómoda, esa presumida por sus curvas, pero muy útil barrigona, y que guarda lo incómodo, se sintió liberada cuando al abrir sus cajones empecé a vaciarlos. Sentía la liberación de desabrocharse el cinturón después de la ingesta de legumbres sin el freno de la sensatez. La rabia hizo que dos manos pareciesen cuatro. Yo seguí lanzando por todas partes todo lo incómodo y pecaminoso. Ayudada por la impaciencia (siempre tan dispuesta), salieron sorprendidas la vanidad, el mal genio, las expectativas XL, la envidia, sobre todo la disimulada, el rencor, tan inútil como fuerte, la pereza, tan peligrosa y sin embargo tratada de mal menor. Y además de llaves inútiles, tuercas y clavos (un amor imposible), un billete de 100 pesetas doblado tres veces, la figurita de pastorcilla rota pero incompleta, agujas de tejer desparejadas, un pegamento seco y un pokemon.

En la cómoda no estaban las cosas que aprendí estos diez años de ELA. Porque al contrario que las anteriores son cualidades sutiles que pueden provocar cambios sutiles o muy grandes enormemente positivos en quien los practica. La más compleja y más importante, creo yo, es la paciencia. La más difícil de las cualidades. Reconozco que solo la he alcanzado en cierto grado por la tetraplejia y haberme quedado muda. Me ha impresionado la cantidad y calidad de resultados excelentes que se consiguen con ella. Sin embargo, no dejo de sentir impaciencia, algo menos, sí.

Ya veis cómo he dejado el ático. La ayuda de mi imaginación es fabulosa para estos y otros momentos, como cuando la vida no me permite hacer realidad los pecados de pensamiento, los más afilados, en el centro de una tormenta de dolor e impaciencia. Así que estoy inmersa en este ejercicio de ser paciente. O parecerlo. Conseguirlo, aunque sea de forma intermitente, te permite observar, prestar atención y convertirte en casi un mago a ojos de personas sanas, metidas en el estruendo de la realidad. Es como aquel diálogo entre compañeros:

—Claro, tú es que tienes facilidad.

—No encanto, lo que tengo es horas de práctica y mucha, muchísima paciencia.

Avanzamos. El silencio. Los profesores lo repiten constantemente con éxito desigual. Porque no solo hablamos, elevamos el volumen hasta el grito y sumados llega el estruendo.  ¿Pretendemos que alguien escuche y comprenda nuestro mensaje? La voz baja debería ser practicada desde infantil hasta bachillerato. Al menos en ciertos espacios. La voz baja motiva al que habla a ser más reflexivo, a elegir las palabras con más acierto y quizás conseguir que una conversación en grupo sea fructífera, que digo, posible. También existe la hermosa posibilidad de ir acercándonos para escucharnos mejor y que el asunto acabe, por lo menos, en abrazo.

También están los volúmenes de música en discotecas y bares, el tráfico de coches, motos y demás aparatos que parecen imprescindibles y nos golpean sin que nos sorprenda la paliza ni los daños acumulados. Hasta ahora he hablado del ruido. Y de repente llegas a casa y si hay consenso se escucha el silencio. Y parece que alguien te abraza y te da la bienvenida.  Hay maestros del silencio y la meditación. Y es que el silencio se acomoda dulcemente en el ático, el puente de mando, la mente, porque es el lugar para reflexionar, cada cual a través de la práctica que elija.

Desde que no hablo por el avance de la ELA han sucedido cambios importantes a los que ido adaptándome con lágrimas y buen humor. Sin mi voz tuve que habituarme a comunicarme por escrito y convencer a mis interlocutores de que vale la pena tener paciencia para leer mis palabras. Este punto es una lucha difícil, casi imposible. Las personas sanas tienen prisa y programan su agenda sin dejar huecos. El silencio entonces no tiene espacio ni en el exterior ni en nuestra mente. Y las decisiones se toman con apenas tiempo de reflexión. En el cerebro todo se agolpa de esta forma chusca.

Me resulta tan familiar. ¡Qué pena!

El silencio es curativo. Pasa el plumero y libera espacio en todas las secciones. Yo he experimentado una memoria con un acceso y velocidad más ligera, una capacidad de concentración mayor a la de antes, más curiosidad y asombro y una capacidad para prestar atención. Y vivir la vida con más profundidad, pero más ligera. Es el premio por ir haciendo espacio al silencio y aprender a manejarlo. Con paciencia.

La atención es un auténtico tesoro usado poco a pesar de su valor. La falta de atención, además de errores domésticos, cercena nuestra vida, nos confunde, nos resta posibilidades de admirar el mundo, de aprender, de conocer a quienes amamos o aquello que nos aterra. La atención es como la sal, sin ella la vida puede ser insípida.

Recuerdo solo una vez que prestar atención fue la causa de una desventura. Primer día de primaria. Dos coletas, cinco años y sorprendida porque todo era enorme. En el patio, ordenadas en filas perfectas gracias a unos puntos de colores en el suelo gris. Empezamos la rutina que las novatas aprenderíamos con rapidez. Se cantaba el himno nacional: “Mexicanos al grito de guerra…”, que yo cambiaría por el Imagine de Lennon. Cuando terminó el canto, cada fila fue a su aula guiada por su profesor. A nosotras nos tocó la madre (monja) Montemayor, que me pareció muy alta y seria. Me tocó en la penúltima fila de pupitres. Yo llevaba la atención a toda capacidad.  Menudo día importante.  La profesora dijo:

—Oremos. Ave María…

y la seguimos. Nada más terminar nos dijo, muy seria:

—Durante la oración no podéis interrumpir…

Y yo, que seguía con la antena prestando atención, noté cómo el pipí bajaba por mis piernas y formaba un pequeño charco a mis pies. Mis vecinas de pupitre dieron la alarma. Me lavaron, cambiaron y volví a clase donde a la hora de recreo fui la protagonista del patio. Unos 20 años mas tarde, después de emigrar a España, terminar mis estudios y empezar a trabajar, volví a México y visité el colegio, esta vez el edificio de secundaria y preparatoria.   Nada más entrar me crucé con una monja. Ambas volvimos la cabeza y me lancé:

—¿Es usted la madre Montemayor? ¿Me reconoce?

Tardó unos segundos.

—María Isabel Gutiérrez

y nos abrazamos. A mí tanta atención sin criterio me hizo una jugarreta. Mi profesora demostró que ponía mucha atención a sus alumnas.

La enfermedad, sobre todo las que nos inmovilizan, nos permiten entender la vida un poco mejor, y con estas herramientas, paciencia, silencio y atención, amueblar el ático mejorándolo y disfrutar de la vida de otra manera.

Confieso que a pesar de haber descubierto la importancia de estas tres cualidades no podría asegurar si estoy cerca o lejos de conseguir la excelencia. Aunque intentándolo se cazan alegrías. Llorando tanto como cualquiera, riendo como el que más.

He conseguido arreglar los desastres en el ático. La chaise longue es ahora azul claro. He añadido una alfombra mullida color crudo y un mueble bar de madera clara y líneas sencillas, porque me gusta mucho beber aunque poco en cantidad. Brindemos por la vida,  la mejor posible para cada cual.

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