En ciudades breves como Pontevedra uno de los males del verano, acaso el más representativo, es el regreso de los ‘hijos pródigos’ que levantaron fortuna (o la tumbaron, tanto tiene) fuera. No por ellos, que suelen ser seres preciosos entre los que cuento grandes amigos, amigos pequeños y hasta algún íntimo, sino por la liturgia del encuentro casual en la cola de un banco o en la mismísima Oliva, con el peso histórico que eso conlleva.
Yo la verdad es que nunca supe muy bien cuándo pararme o cuándo despachar el encuentro con un terrible levantamiento de cejas y una mano en el brazo, en gesto fraternal de «te invitaría a una cerveza pero llevo prisa». Esto es lo común, porque además yo soy común hasta el exceso, pero a veces conviene pararse por eso que llaman cortesía y yo llamo, un poco a la ligera, protocolo, quizás porque uno es cortés por naturaleza y protocolario por obligación.
Lo que sí pienso es que si alguien inventó el Facebook fue precisamente por eso. Para no pararse por la calle con un compañero del instituto o con un compañero de nada. La cosa funcionaría de tal manera que somos amigos de Facebook, y si alguna vez tengo la necesidad imperiosa de decirte algo ya te lo escribo, y así si quieres contestas. Pero no nos violentemos en la calle, donde todo el mundo anda con prisa, ni salgamos del paso diciendo una chorradita tras otra mientras sudamos, como si estuviésemos en un examen. Precisamente una de las cosas que no entendí nunca de Facebook fue el éxito de ese grupo criminal llamado «¿Por qué me agregas al Facebook si luego no me saludas por la calle?». ¡Pero si se trata de eso!
Este año, por pereza, me dejé llevar. No es que no me parase con la gente; es que me paraba mal. Al contrario que otras veces, no preparé las cuatro o cinco cosas con los que uno va desglosando su vida a pie de calle con alguien que probablemente no vuelva a ver en otros quince años. Así que decía: «Como siempre». E incluso una tarde rocé la perfección: «Pues nada, por aquí». Pero me empezó a gustar, así que también eché mano de las frasecitas hechas, riqueza del pueblo, con los conocidos de toda la vida que se ven un día sí y otro también. Encontré placer en el cliché e incluso en el gerundio («aquí, veraneando»), donde me refugiaba con cierta ternura. Y aún ahora me veo desesperado por la playa buscando a gente para pasar a su lado y decir, bien alto: «¡Qué bien vivimos!». Y si me preguntan a dónde voy mientras me dirijo al coche, contesto con una sonrisa, gritando: «¡A levantar el país!».