Uno imagina una cueva de osos hibernando todos juntos al acordarse de los sindicatos, cuyos miembros fueron desapareciendo de la actualidad a medida que se informaba al personal de sus hazañas. A veces se ve a alguno delante de un micrófono como recién levantado, con los ojos hinchados y el pelo despeinado por detrás como el productor de El Padrino al que le metían en la cama la cabeza del caballo, como si estuvieran de guardia y con la actitud de acabar cuanto antes y volverse a la cueva.
Lo del sindicato es una decadencia lenta como la del pueblo castellano que termina en ruinas. Los mismos muros mojados con verde en las junturas. Todo sigue aparentemente igual menos el mundo, que es de lo que han trascendido dirigentes y liberados y representantes para ubicarse en el cielo de los privilegios que ahora aparece nublado, desde donde se ve la tierra a vista de pájaro.
Mientras, abajo, en días grandes como los de las huelgas (cuando de niño eran días de fiesta) donde uno imagina engalanándose a los protagonistas hasta con flores en el pelo igual que para una puesta de largo, o como don Fanucci con su sombrero ladeado saludando al vecindario con el dorso de la mano, unos cuantos comisionados se apostaban en la puerta de las empresas y de los comercios lo mismo que en los buenos tiempos pero en los malos.
Uno les ha visto con el termo como antaño, cuando casi todo parecía que tenía sentido. Y se recuerda el derroche de panfletos y de banderas y de pegatinas como si se asistiera al estreno de ‘Parque Jurásico’ donde sólo faltaban los dinosaurios de plástico con la cabeza de Méndez y Fernández, y cuyo individuo más solicitado sería el tiranosaurio Martínez emitiendo su terrorífico sonido desde la espesura de un consejo. Qué tiempos aquellos cuando se revivía la lucha sindical como a los dinosaurios del mesozoico conservados en ámbar.
Por salirse de este tono, se le viene a la memoria caprichosamente cómo a Mariló Montero, esa reina de la mañana, le suprimieron el público para ahorrar. Y cómo hace ya un par de años uno se tomó regular que se cumplían veinticinco años del Joshua Tree, como si le hubieran marcado en la frente la fecha de caducidad igual que a un envoltorio del supermercado.
De adolescente uno fantaseaba con la vida en Kiribati, la misma de los presos huidos de Stephen King en Zihuatanejo, al ver un día en un documental a los indígenas cantarle al sol naciente sobre la arena, y frente al mar gris y bajo el cielo gris del amanecer. Pero resulta que el gobierno del archipiélago lleva veinte años buscando tierra para ubicar a sus habitantes, que corren peligro de ser engullidos por las aguas del Pacífico.
No puede uno evitar cierta desazón, el tiempo, siempre el tiempo, lo mismo que un nativo cadaquense con la tramontana que viene y se va y provoca suicidios como el del cuento de García Márquez. A Mariló le quitaron el público, y eso es como a si Benny Hill le hubieran quitado las risas.
Están quitándolo todo menos a los sindicatos, la Baby Jane que pretende continuar su carrera de niña prodigio en la senectud, que duermen hasta la próxima primavera. Méndez y Fernández tienen pinta de señores de secano, de los de estar en la playa bajo la sombrilla con la camisa abierta, y, como los kiribatianos, no creen que puedan sobrevivir a la inundación. En el ínterin Bono ha perdido buena parte de su voz de fuego inolvidable, y uno siente nostalgia de esas señoras espectadoras y felices y risueñas con su disfrute y sus piernas colgando de los asientos.