La realidad oficial no es más que una costumbre que cristaliza en los medios de comunicación, del mismo modo que la información crea la rutina con que la nombramos. La costumbre y la rutina facilitan la vida, porque ahorran improvisación y esfuerzo, pero embotan la percepción. Nuestra inteligencia o sentido común se embrutecen con las frases tópicas que hacían perder los nervios a Karl Krauss y que lo volvieron tan desconfiado hacia eso que llamamos aún “opinión pública”. Es esa inercia informativa, con todo su peso muerto de frases hechas, clichés y tecnicismos la que tiene tan enmarañada la percepción social de la educación, el entendimiento de sus problemas reales, sus causas y, por tanto, sus posibles soluciones.
Con la nueva ley educativa en ciernes, la LOMCE, y contando desde la Ley General de Educación de los años 70, van siete grandes reformas del sistema educativo español: la LGE de Villar Palasí (1970), la de la EGB y el BUP; la LOECE, de UCD (1980), la primera del actual periodo democrático; la LODE, del PSOE, que mantuvo la EGB y el BUP, pero creó los conciertos con los colegios privados y los consejos escolares (1985); la LOGSE, del PSOE (1992), que creó la ESO y el nuevo Bachillerato; la LOPEG, del PSOE (1995), que reorganizó de nuevo los conciertos, la autonomía y duración de los cargos directivos y el refuerzo de la inspección; la LOCE, del PP (2003), que tuvo una breve vida, pues duró apenas un año, y que instauró de forma fugaz una reválida y el carácter obligatorio y evaluable de la asignatura de religión; la LOE, del PSOE (2006), vigente aún, que derogó todas las anteriores, excepto la LODE del 85, con la que convive aún, y que trajo bajo el brazo la educación para la ciudadanía, y la optatividad de la religión. Y la neonata LOMCE, que restaura las reválidas, elimina la educación para la ciudadanía, instaura de nuevo el carácter evaluable de la asignatura de religión católica. En mi caso, como alumno, debo sumar una más, la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media, de Joaquín Ruiz-Giménez (1953), con su interminable bachillerato de seis años. De modo que, en lo que a mí se refiere, he sufrido ya, como alumno y como profesor, ocho grandes reformas educativas y he sobrevivido a todas ellas. No desespero, desde luego, de conocer y sufrir aún alguna o algunas más.
Esta locura legislativa no puedo explicármela más que como don Manuel Azaña intentó comprender la incapacidad cerril de los españoles para el pensamiento, la argumentación y el diálogo que, entre nosotros, acaba siempre en el sofión, el grito o el puñetazo. Así, afirmó una vez, enfadado, que los españoles no pensamos con ideas sino con sonsonetes. Pruebe el lector, si no, a encadenar todas esas siglas que mencionaba antes, una tras otra junto a las novedades que aportaron y comprobará cómo, a medida que lo hace, las ideas su subliman y evaporan y sólo resuena en el aire el retintín de nuestros sonsonetes. La costumbre y la rutina –y el cambio de sistema educativo ya lo es- nos vuelve ciegos y tontos a los humanos. Pero es que en España, además, la falta de un relato histórico compartido, de una Ilustración pública, interiorizada y común, tiñe este trajín político en torno a la enseñanza con los distintos colores que componen la escala cromática del desastre: el odio ideológico con su implícito impulso político revanchista; la persistencia agria de la desigualdad social o de sexo junto al fracaso social que acarrea; la intolerancia religiosa y racista y, tras ella, las quiebras de la segregación; el escamoteo económico con la educación pública y la investigación, en contradicción hiriente con la financiación estatal de la enseñanza privada; y, por fin, el aumento progresivo de una frustración generacional muy compleja de unos jóvenes criados en el hedonismo sin historia ni valores espirituales, filosóficos o morales compartidos de los “tiempos bobos” –como llamó la Mari Clío de Cánovas, el último episodio nacional que escribió Galdós, a los años de la Restauración- de nuestra última etapa histórica.
La meseta de la igualdad
En estos tiempos bobos, lo mismo que en otros tiempos más fieros o heroicos, el origen social guarda y ha guardado siempre una relación directa con el acceso a la educación –sobre todo superior- y con el éxito o fracaso en los estudios. En este sentido afirmaba Alejandro Inurrieta en El Mono Político[1] que “si se eliminaran los percentiles de renta más bajos de la muestra del informe PISA, los resultados en España estarían en la media europea”. Y es que la educación es un escenario más de la lucha de clases: los hijos de las clases medias y altas tienen un mayor nivel de éxito académico porque les ha sido inculcado que si abandonan sus estudios corren el peligro de desclasarse y perder nivel de vida. Al revés sucede lo mismo, pero menos, porque la franja de la movilidad social es mucho menos permeable de lo que se nos quiere hacer creer cuando el desclasamiento es hacia arriba. Por eso es muy dudosa que, como ha sido creencia arraigada del republicanismo español y de nuestra socialdemocracia, la educación corrija la brecha social, la inequidad económica desde la cuna, propiciando una igualdad neutra de oportunidades; no nos parece verdad que aúpe sectores significativos de la sociedad a la meseta de la igualdad. Los datos lo confirman, como explicaba recientemente Saturnino Martínez García[2]: “En las últimas décadas el fracaso escolar administrativo, es decir, no obtener el título mínimo obligatorio ha experimentado variaciones sin que apenas cambie la desigualdad de oportunidades educativas por el origen social.
Esta constante se ha observado en muchos países, durante largos periodos de tiempo”.
La escuela no es ese lugar ideal para disminuir la desigualdad de oportunidades: la cultura general que se imparte tiene un sesgo particular que la hace familiar y connatural a las clases medias y altas y extraña y ajena a los estudiantes de origen humilde. “En mi principio está mi final”, como decía el verso magistral de T. S. Eliot: el ambiente familiar, la costumbre del autocontrol y la disciplina, la lectura como costumbre cotidiana, la cortesía y la censura del habla vulgar o la práctica sostenida de las habilidades sociales son ese principio, y en él está el final. En general, los logros de las políticas educativas son muy pobres en su pretendida condición de nivelador social, pero también en la integración urbana o racial: según Martínez García, en Estados Unidos apenas han conseguido transformar las tendencias segregacionistas por barrios o etnias, que renacen y aumentan, por el contrario, pese a los medios espectaculares puestos en ello para su remedio. Respecto a los alumnos inmigrantes, nos explica el mismo autor que obtienen resultados parecidos a los de su misma edad que se quedan en sus países de origen y no emigran: vienen incluidos en el pack, es indiferente el sistema educativo en que se integren.
Sólo las mujeres han entrado en masa en la meseta de la igualdad, hasta el punto de que se ha invertido la tendencia histórica y ya superan a los hombres. Aunque la causa principal de este adelantamiento es, sin duda, su mayor dificultad para encontrar trabajo si no tienen estudios; es posible –como quiere Martínez García- que la maduración más temprana de las mujeres junto a su mejor adaptación a las técnicas didácticas blandas comunes hoy día nos ayuden a explicarnos su exitoso cursus honorum. Aunque el precio que pagan es el de ser tan buenas estudiantes como deberían ser los hombres. Retengamos este hecho que va a tener una enorme trascendencia –social, política, moral- en nuestras sociedades: uno quiere creer que son la semilla de una utopía: la de un nuevo humanismo y una nueva humanidad o, más humildemente, una nueva España.
Levantar al elefante
El sustituto de la igualdad de oportunidades en la nueva reforma educativa es otro sonsonete: la excelencia. Una idea-comodín de moda que se relaciona de igual manera con el sentido personal del trabajo y la ambición como con el puesto que pueda ocupar un centro educativo en un escalafón, sostenido en los resultados de sus alumnos en determinadas pruebas externas. Pero se olvida que el esfuerzo individual requiere un fin para activarse. Un amigo me lo explicaba muy bien con una parábola sufí que planteaba a menudo a sus alumnos al modo de una pregunta capciosa: “Si os encontráis un elefante tumbado en el camino que os impide seguir vuestra marcha, ¿cómo lo levantaríais?”. Las respuestas mayoritarias eran: “A palos”, “a patadas”, “encendiendo un fuego”… Cuando veía que ya se agotaban soluciones tan simples y expeditivas, tras un silencio intencionado, sacaba del magín la respuesta que le interesaba: “Dándole una razón”…
La conocida pregunta del escolar de “¿pero para qué sirve esto, maestro?”, que antes sólo era frecuente con asignaturas exóticas, como el latín, se ha generalizado a todas, a la obligatoriedad misma del estudio y no es fácil responder a eso en estos tiempos sin una dosis considerable de hipocresía. ¿O piensa el lector que se puede convencer a esta generación, a la que han robado el futuro y condenado a pagar los intereses monstruosos de deudas ilegítimas, o a la emigración, con la vieja conseja de que así podrán encontrar un trabajo digno? ¿O, tal vez, algún alma bella piensa aún que es suficiente recordarles a estos chicos que la autoridad es la autoridad y que deben obedecer, un poco al estilo de la escuela de la Italia fascista que hacía repetir a los niños “obbedire, perché dovete obbedire”. Es endiabladamente difícil levantar al elefante cuando se tumba en la mitad del camino. Y necesitamos, sin embargo, urgentemente encontrar un sentido a la educación: sin una respuesta honesta y clara a la pregunta insidiosa ¿para qué sirve esto, maestro?, la enorme máquina social de la enseñanza se acabará viniendo estrepitosamente abajo, por más artificios políticos y legislativos que se aprueben, por mucho que, con suerte, un nuevo tiempo de vacas gordas aumentara las inversiones para mantenerla.
El utilitarismo mecánico que late en la pregunta es el criterio mismo de utilidad que aplicamos a una mercancía, a un objeto tecnológico. Es la misma pregunta sobre la obtención inmediata de placer o recompensa que lleva implícito el consumo. De igual modo sucede en la política educativa, que busca desesperadamente enganchar la enseñanza a los bueyes del capitalismo, para lo cual usa los mismos criterios generales de la máquina económica: la satisfacción del cliente (índice alto de aprobados, notas altas), la amortización de inversiones (disminución del fracaso), la productividad (más alumnos y menos profesores) o la adaptabilidad perpetua de los recursos humanos (profesores con una formación superficial en didácticas blandas, dóciles a las consignas gubernamentales y prestos a la celebración de actividades dedicadas al Día de o la Semana de y formados en la nueva era digital, en realidad, meros expertos en el Power Point…). El elogio que me dedicó un día ya lejano el director de una sucursal bancaria, a mí y a mi profesión, ya es imposible de oír hoy: me dijo muy serio “Os admiro a los profesores más que a ningún otro trabajador, porque trabajáis con cosas que no se ven. Yo trabajo con dinero, el carpintero, con madera. Pero vosotros lo hacéis con cosas invisibles, con la transmisión del saber. ¡Qué difícil tiene que ser eso!”. Y aunque sigue siendo difícil, tal vez más que nunca, las cosas invisibles y misteriosas son cada vez más translúcidas o fútiles y el saber que transmitimos, más banal. Esas didácticas blandas que mencionaba antes tienen nombres tan pomposos como competencias y tareas: un conjunto de procedimientos y técnicas genéricas, de objetivos y contenidos vagos, alejados de cualquier saber específico, profundo y crítico, de ámbitos concretos del pensamiento y conocimiento en los cuáles únicamente cobran sentido. En las palabras de un querido y curtido maestro: es estupendo enseñar a hablar a los adolescentes, pero habrá que enseñarles de qué hablar…
¿Para qué enseñamos, pues? A lo mejor, la respuesta más sencilla es la más atinada. Un viejo amigo de origen humilde siempre echó de menos haber cursado estudios universitarios; decía que él no tenía claro si se aprendía mucho o poco en la universidad, o si eso que se aprendía valía mucho la pena, pero que sí que percibía en quien había realizado estudios superiores, un “brillo” especial. Ese brillo lo notaba él en la conversación, en el saber estar y sólo por eso –afirmaba, melancólico- le hubiera gustado a él hacer alguna carrera. Algo parecido –sigo hablando de mi experiencia personal, pues, según el consejo de Nietzsche, hablar de uno es también hablar de los demás- les decía yo a alumnas de la Educación Secundaria para Adultos, cuando, cansadas del trabajo fuera y dentro de casa, se desanimaban ante el esfuerzo de estudiar. Ese “brillo” del que hablaba mi ingenuo y querido amigo, yo se lo traducía así: “Al margen del título que saquéis, o del azar de que sigáis estudiando Bachillerato en el Nocturno, o incluso de que, ya puestas, hagáis una carrera universitaria en la Universidad a Distancia, ¿no notáis un cambio en vuestras conversaciones?, ¿cómo, a pesar de que os vaya mejor o peor, o de que unas asignaturas os gusten menos o más, tenéis otros temas de conversación que no son los de siempre hasta ahora, los que giran en torno a la vida cotidiana, a los hijos, las ofertas del súper o al cotilleo social…?”.
Tal vez nos convendría nombrar a esas cosas invisibles, a ese brillo, con palabras desterradas y pasadas de modo como “espíritu”. Así lo hacía el filósofo Walter Benjamin, en sus escritos tempranos sobre la necesidad de una reforma educativa en la Alemania de su juventud, en los albores del siglo XX. Allí definía la educación como la transmisión de valores espirituales. Quizá, como la historia de Dios, la de la educación sea una historia del futuro en la que todo está aún por hacer.
Las potencias del espíritu
Sin embargo, si en la tradición de Benjamin queremos enseñar para transmitir los valores del espíritu humano el esfuerzo va a ser ímprobo. De las tres potencias del espíritu de las que hablaba Hegel, el lenguaje, el deseo y el trabajo, a duras penas sobrevive el deseo en los colegios, institutos y universidades; vale decir que también en la sociedad. Pero no el deseo del rescate y alzamiento de la condición humana; ni siquiera el deseo ilustrado de una sociedad de ciudadanos libres que se desenvuelven en el espacio abierto de una esfera pública compartida entre iguales, imantada a la libertad, la verdad y la justicia. No, sino un deseo sin vuelo, hedonista y chato: el deseo evanescente del consumo y su fatua promesa de felicidad tecnológica, aquí y ahora. Ha desaparecido en los centros de enseñanza, la dignitas necesaria en el maestro para que el espíritu remonte el vuelo y el obsequium en los alumnos para que reinen las buenas maneras. Lo peor del caso es que ninguna de las dos cosas se pueden enseñar: se imitan. Pero ¿dónde están los modelos?
El lenguaje (“la patria de mi espíritu es mi lengua”, cantaba Unamuno en su conocido himno), tan maltratado y estandarizado por los Medios de Educación Social y sus remoquetes, achicharrado en el crisol de las mil jergas científicas y tecnológicas que inundan el mundo y las lenguas con sus divulgaciones y divagaciones sin fin, parece exangüe y sin fuerzas para nombrar ni evocar nada. Los españoles son cada vez más incapaces de hilar una historia sin titubeos, anacolutos, repeticiones, muletillas y comodines hasta la náusea. La enseñanza de la lengua, sin embargo, poco puede ayudar ahora. La mezcla imposible, hecha por mera acumulación y sin inteligencia, entre lengua hablada y escrita, entre pseudo-lingüística y rudimentos de historia literaria –ya antigua-, junto con la invasión de la cacharrería informática y el Séptimo de Caballería encabezado por el señor Google y lady Presentación, no hace sino multiplicar la ceremonia de la confusión y la afasia funcional. Está por ver aún si el bilingüismo generalizado no nos deja como secuela fenómenos diglósicos que terminen de arruinar nuestro precario uso de la lengua.
Se ha olvidado, como le oí decir una vez a Eduardo Galeano, que el universo no está hecho de átomos sino de historias. Y lo han olvidado los profesores antes que los alumnos. Pero tampoco nadie sabe ya explicar, exponer, argumentar con claridad ideas, hechos o razones, esa cortesía que debemos a los demás. Internet, en las múltiples pantallas que lo invocan, está acelerando la ruptura del pensamiento lineal, el que va de las causas a los efectos y de los efectos a las causas, como nos ha advertido Nicholas G. Carr[3] de forma especialmente clara. El alumno y el profesor educados por las pantallas –que son unas amantes celosas y exclusivas- están acostumbrados a la rapidez del hipertexto y a su recurrencia infinita. Pero el habla humana es lenta y lineal, lo mismo que el razonamiento o las historias. Esa es la razón de la impaciencia del adolescente actual ante una explicación o análisis moroso, y de esa verborrea pandémica, sin autocontrol ni brida, que es el fondo habitual de las clases actuales: “Maestro, a propósito de eso, ¿te has enterado de que…?”, “pues yo he visto en internet otra cosa que flipas…”.
De la tercera potencia del espíritu, la del trabajo, algo avanzamos más arriba, a propósito del apólogo del elefante, donde quedaba sentado que no hay esfuerzo que valga sin un para qué. Pero no olvidemos que “trabajo” significó durante siglos en nuestra lengua “padecimiento” o “sufrimiento” y que, en su penosa etimología latina, procede del tripalium, una máquina de tortura y sacrificio. Es la capacidad para sufrir y superar el sufrimiento lo que está en trance de desaparecer en nuestras sociedades, no solo en las escuelas. Este desprecio de todo lo que acarree frustración o sufrimiento y cansancio en los adolescentes actuales ocurre al par que la desaparición del sentido heroico de la propia vida. Es imposible dedicar horas, días y años al estudio si la aspiración a la perfectibilidad humana no forma parte de nuestras creencias, si no se respira en el aire social.
El principio de incertidumbre
A la educación, en fin, le está afectando para colmo el principio de incertidumbre[4], que nos enseña que en el submundo de la física cuántica “no se puede determinar, simultáneamente y con precisión arbitraria, ciertos pares de variables físicas, como son, por ejemplo, la posición y el movimiento de un objeto dado”, pues los propios métodos utilizados para medir, modifican la misma medición. En nuestra escala humana, sujeta a las leyes de la física clásica y social, también se muestra útil el principio de Heisenberg: hay demasiada gente observando, midiendo, evaluando el funcionamiento, los contenidos, didácticas y evaluaciones; o proponiendo políticas, recortes, interminables reformas de organización, métodos, asignaturas. Tantos observadores modifican lo observado, que cambia de posición o movimiento al albur de las mediciones. El ojo fijo, por ejemplo, clava su mirada ahora en las pruebas externas. Están ya convirtiendo los cursos terminales en preparatorios para superarlas con éxito: segundo de Bachillerato, que se había convertido ya en primero de Selectividad, cambiará pronto su momento lineal para adaptarse a las nuevas reválidas. Los cursos de Primaria o ESO incidirán en las partes de las pruebas que los diagnostiquen o crearán asignaturas ad hoc para mejorar los resultados. Todo el sistema se está desnaturalizando y ya no hay forma de saber cuándo las escuelas, institutos y universidades son masa o energía o hacia dónde se mueven. La cacofonía de discursos, propuestas, estadísticas y reformas normativas es continua. Pero su carácter de sonsonetes, de propaganda o anuncios publicitarios asemeja esa cháchara política y pedagógica a la luz, según la imagen poderosa que nos dejó Marshall McLuhan[5] cuando comparaba la luz que entraba por la ventana de su despacho un atardecer con el continuum de los medios electrónicos que él conoció: como esa luz, afirmaba, hablan y hablan sin parar, pero no dicen nada.
Manuel Jiménez Friaza es profesor y escritor y a esas dos pasiones inútiles dedica la mayor parte de su vida. Ha sido columnista en el diario La Opinión de Málaga durante ocho años y una generosa selección de esos artículos fue publicada por Bohodón Ediciones en 2012 con el título Deslindes y descubiertas. Ha publicado también el libro de ensayos Quince asaltos, que prologó Agustín García Calvo en 1983 y un breve poemario, Hada, Hurí, Esfinge que, en recuerdo de Ángel Caffarena, editó con la Imprenta Montes de Málaga en 2007. En la actualidad da clases de Lengua y Literatura en el instituto de Aracena. Desde hace poco más de un año, mantiene el blog Claros en el bosque, una mirada sobre el mundo que tiene la intención declarada de revelar y rebelarse. En Twitter: @mjfriaza
Notas
[1] ‘La cruzada segregacionista del Gobierno contra la educación pública’, El Mono Político.
[2] ‘Desigualdad de oportunidades educativas’, en el Cuaderno nº 2, Más desiguales, de http://eldiario.es
[3] Nicholas G. Carr, Superficiales: ¿Que Esta Haciendo Internet Con Nuestras Mentes?, Madrid, 2011.
[4] Relación de indeterminación de Eisenberg, Wikipedia.
[5] Marshall McLuhan, Comprender los Medios de Comunicación, Madrid, 1996.