Debo confesar que Roberto Herrscher y su artículo titulado ¿Qué hacer el primer día de clase de un curso de periodismo? me trajeron la inspiración o, mejor dicho, me impulsaron a poner por escrito algunas reflexiones y experiencias que llevo compartiendo durante casi 20 años con mis alumnos de Periodismo en la Universidad Pontificia de Salamanca. Y lo hago, sobre todo, por ellos, por los que ahora están a punto de terminar y por los que se fueron: como un canto a la esperanza, en estos tiempos en los que demasiados elementos apuntan a que el día después sólo hay incertidumbre, miedo, fracaso, caos y desilusión.
Decía Herrscher en su artículo que cada año entra con respeto e incluso algo de temor a su primera clase del año y esa es una sensación que, yo creo, compartimos la gran mayoría de los que nos dedicamos a la docencia. En el fondo, tiene que ver con ese respeto al otro y a tu tarea que, como decía Iñaki Gabilondo en relación a su experiencia en la radio, no deberíamos perder nunca. Y si eso ocurre el primer día de clase, ¿qué ocurre el último, cuando te despides de los que han sido tus alumnos durante un curso o en la carrera? Ese día se producen sentimientos encontrados, al menos a mí me han ido ocurriendo en 20 años de docencia. Son tantos que los resumiría en tres: ilusión, gratitud y decepción. Ilusión porque, como cuando un hijo empieza una nueva vida, tú siempre confías en que tiene toda la vida por delante y en que algo de lo que tú le has enseñado le va a ayudar a vivir; gratitud, por lo mucho que recibes, como profesor y como persona, de alumnos que hace 4 o 5 años ni siquiera estaban entre tus conocidos y decepción, porque siempre hay personas que se quedan por el camino, cuyos casos te acaban interpelando sobre si tú podías haber hecho algo más.
Ese último día de clase se hacen muchas promesas: ya te escribiré, ya te contaré, verás cuando me oigas en la radio, voy a hacer que estés orgullosa de mí, ya verás cuando me leas de corresponsal en Roma… Y lo cierto, es que hay muchas promesas que se cumplen y que, no sólo el día después sino muchos años después, esos alumnos siguen formando parte de tu vida, porque ellos nunca te han querido sacar de la suya. Tu promesa como profesor al final siempre es la misma: ya sabes donde estoy; y es que, si creemos de verdad en el sentido pleno de la docencia, esa relación profesor-alumno debería estar operativa toda la vida.
El llevar casi 20 años compartiendo un último día de clase tiene sus cosas. Entre muchas –buenas, malas y regulares, que no vienen a cuento- hay una que destacaría por encima de todas: ¡la de personas que he conocido! Llevar 20 años significa que le he dado clase a muchos más alumnos de los que soy capaz de recordar (y mira que recuerdo a muchos) y que por mi vida han pasado personas que me han ayudado a conocerme mejor, a crecer como profesora y a estar en continuo estado de alerta. Una alerta que te obliga cada año a no dormirte en los laureles: ni los cursos son iguales, ni las materias, ni los intereses y expectativas, ni siquiera la radio –por inmovilista que parezca a veces-, ni la realidad de la profesión…, pero, sobre todo, porque no son iguales las personas. Lo mejor de todos estos años es que he conocido a personas que merecen la pena (también a un buen puñado que nada de nada), alumnos y profesionales a los que admiro, periodistas de raza en muchos casos que me han demostrado aquello de que los alumnos suelen ser mejores que sus profesores y que eso garantiza que hay futuro; personas comprometidas y decentes de las que me he llegado a sentir orgullosa como una madre. Vamos, que después de llevar tantos años en estas andanzas, si yo algún día pusiera en marcha mi propio proyecto periodístico ya tendría la selección de personal hecha: me faltarían puestos de trabajo para tanta buena gente que conozco. Llevar casi 20 años en la universidad te da perspectiva y te invita a mirar continuamente –parafraseando a Ruth Méndez- por el retrovisor, para no perder el rumbo. Esa perspectiva hace que el último día de clase, o un día como hoy, tú ya no digas lo mismo que les decías allá por 1994, aunque la esencia siga siendo la misma: lucha, trabaja, no te conformes, cree, disfruta, peléate la vida antes que el trabajo, porque la vida es el todo y el trabajo, una parte.
Pero, ¿qué le digo yo a estos chicos, el último día de clase, un día como hoy, en un año como este, con casi 6 millones de parados y una crisis profesional y existencial morrocotuda en el periodismo? Pues les diría que nadie dijo que el periodismo fuera fácil: el periodismo duele y te hace sentir y padecer mucho, pero, al mismo tiempo, la vida de alguien que opta por el periodismo no es una vida común. La vida de un periodista que vive el periodismo –lo ejerza o no- como parte de su vida es una vida rica, fecunda, sabrosa, con matices, con consecuencias. Les diría –como he dicho muchas veces en público, a mis alumnos, a futuros alumnos en centros escolares o a quien me lo ha preguntado en alguna circunstancia- que yo no entiendo mi vida sin el periodismo, como no la entiendo sin mis pilares fundamentales. Les diría que enarbolaran su título como una bandera, no como una carga, ni como una batalla, sino como una responsabilidad, una posibilidad y una manera de estar y de entender el mundo en el que viven. He entendido así siempre el periodismo porque así me enseñaron a vivir y así aprendí la vocación que elegí. Y un profesor tiene que ser consecuente con sus alumnos: el día que no quiera eso para mí o para los míos, igual tengo que dedicarme a otra cosa, pero hoy sigo creyendo en el periodismo con sus crisis, sus defectos, sus desfases y sus problemas. Como el que sigue confiando y esperando en un hijo, incluso aunque haya tropezado diez veces en el camino y no sea el hijo soñado, porque es sangre de su sangre y parte esencial de su proyecto de vida.
Les diría también que no dejen que nadie les diga a la cara que este es un oficio menor, porque como escribió Leila Guerrero en 2010:
“Para ser periodista hay que ser invisible, tener curiosidad, tener impulsos, tener la fe del pescador –y su paciencia-, y el ascetismo de que quien intenta olvidarse de sí –de su hambre, de su sed, de sus preocupaciones- para ponerse al servicio de la historia de otro. Vivir en promiscuidad con la inocencia y la sospecha, en pie de guerra con la conmiseración y la piedad. Ser preciso sin ser inflexible y mirar como si se estuviera aprendiendo a ver el mundo. Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que tiene que decir –que cuente el cuento-, que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe”.
Atrévanse, termina diciendo Guerrero. “Llamen a eso un oficio menor. Atrévanse”. Y si alguien os pregunta –como en el título del libro de José María Izquierdo-, para qué servimos los periodistas hoy, decidle que para VIVIR, y que cada uno busque en el diccionario y aplique el significado que mejor le encaje. Suerte en vuestro camino y ración doble de empeño para todos.
Chelo Sánchez Serrano es periodista y profesora en el Grado de Periodismo de la Universidad Pontificia de Salamanca. En FronteraD ha publicado La crisis de nunca jamás.