Que en enero -y después de los excesos navideños- íbamos a quedarnos todos con un poco más de hambre era algo que ya muchos intuíamos y que, ahora mismo, la mayoría sabemos. Es normal: tal y como decía Fernando Simón respecto a la pandemia, «tenemos que ser conscientes de que si hemos pasado unos días quizás mas relajados de la cuenta durante las Navidades, ahora es el momento de hacer un esfuerzo»; y, sin duda, para excesos -aunque lejos de nuestras fronteras-, los cometidos por el puñado de asaltantes del Capitolio y por Jacob Chansley, el asaltante alfa; sí, hombre, el que llevaba la cara pintada, pieles de bisonte y un par de cuernos de vaca.
Resulta que, en estos momentos, Chansley se encuentra pagando los platos rotos. Su juicio ha comenzado en Phoenix y, a pesar de que él se encuentra en cuarentena preventiva dentro de un centro de detención -a tenor de la pandemia-, ha lanzado algunas pistas acerca de su actual situación. En primer lugar, dice que no se arrepiente de lo ocurrido; que, según él, no ha incumplido ley alguna, sino que se limitó a traspasar unas puertas abiertas de antemano. En segundo lugar, dice que está cumpliendo una estricta dieta, que se niega a comer dentro del centro penitenciario porque la comida que le sirven no es la adecuada -se piensa que algunos alimentos van en contra de su religión, sea ésta cual sea-, y que mantiene un ayuno absoluto desde que pasó a custodia policial la semana pasada. Es decir, de asaltante del Capitolio ha pasado a convertirse en ayunador profesional.
Tenía Julio Camba un artículo titulado Papús y la revolución social en el que, precisamente, trataba esta figura. En él, hablando de los partidarios de una corriente política determinada, decía: «Cuando yo les oigo hablar y desgañitarse contra esta sociedad en la que se encuentran tan a gusto, me acuerdo de mi amigo Papús, el célebre ayunador profesional. Yo conocí a Papús, hace ya bastantes años, en un hotelito de Bruselas (…). Almorzábamos casi a diario, y al ver la energía con que Papús atacaba su entrecôte aux pommes, le pregunté una vez: —¿Cómo es que, teniendo tan buen apetito, se le ha ocurrido a usted hacerse ayunador? (…). —Pues muy sencillo, mi querido amigo —dijo Papús—. Me he hecho ayunador para no morirme de hambre. Yo no tengo oficio ni beneficio, y, harto de ayunar indefinidamente en privado, me decidí a ayunar en público por períodos limitados. Cada mes de ayuno me proporciona cuatro o cinco meses de comida regular, y el ayuno viene a ser, por lo tanto, la verdadera base de mi alimentación». Por último, y comparándolo con la revolución social, Camba añadía que, en el fondo, todos «son burgueses y están encantados de serlo, y por eso precisamente es por lo que predican la revolución social», haciendo de la contradicción algo evidente; arrastrando, en su inconformismo aparente, «todos los vicios y todas las virtudes y todos los gustos de una burguesía chabacana y mediocre».
Sin duda, los asaltantes del Capitolio, lejos del socialismo que Camba criticaba, responden a esta breve definición: personas que, a gusto con el sistema imperante, critican el futuro y alzan la voz en contra del mismo a partir de una constante malinterpretación de sus ideales. Situados en el lado menos injusto de la balanza, claman por una injusticia que jamás sucedió; y lo hacen con todo su arsenal: tomando edificios públicos, arramblando con el mobiliario de la Cámara de Representantes, encendiendo bengalas en el exterior; incluso haciendo, sin pretenderlo inicialmente, una huelga de hambre. Desde luego, la revolución no había sido nunca tan artística o polifacética; hasta hoy.
Escribió Kafka también, en una de sus más curiosas reinterpretaciones de la realidad, un relato titulado Un artista del hambre, en el que exploraba, de nuevo, esta profesión. No obstante, sus previsiones al respecto no eran tan halagüeñas como las del periodista gallego, y, realmente, se parecen mucho más a lo que podemos encontrarnos hoy: «En las últimas décadas, la audiencia de los ayunadores ha disminuido enormemente. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de ayuno como espectáculo autónomo, lo cual hoy día es del todo imposible. Eran otros tiempos. Toda la población se interesaba por el ayunador, y su interés aumentaba con cada día de ayuno»; ahora, sin embargo, parece ser que no. De la voluntad política primigenia de aguantar contra viento y marea poco queda, al menos en el mundo exterior. Al fin y al cabo, ¿para qué llevar unos ideales hasta el final si se pueden quedar a medias? Como hicieron Trump y todos sus seguidores ultraderechistas; quienes, afortunadamente, se terminaron quedando con las ganas; y de quienes esperamos que no haya más sorpresas de cara al día de la nueva toma de posesión.
En estos momentos, y como decía Kafka, las razones han cambiado y, por tanto, también la repercusión. Afortunadamente, ya no les hacemos tanto caso a los berrinches injustificados. Ocurre, en el caso de Chansley, me temo, lo que le ocurría al protagonista del relato anterior:
«—Siempre deseé que admirarais mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
—Y la admiramos —aseguró el inspector.
—Pero no deberíais admirarla —dijo el ayunador.
—Bueno, pues entonces no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no hemos de admirarte?
—Porque tengo que ayunar necesariamente, no puedo evitarlo —musitó el ayunador.
—Claro —afirmó el inspector—; pero ¿por qué no puedes evitarlo?
—Porque —contestó el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando al oído del inspector para que no se perdieran sus palabras, con los labios alargados como si fuera a dar un beso— nunca encontré comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, habría comido hasta la saciedad, como todo el mundo».
De nuevo, lo que algunos pretenden es hacer pasar por evidente la contradicción; y eso es lo que debemos combatir en el futuro. El resto, y como decía ayer el mismísimo Iñaki Gabilondo, es empacho. Es decir, tenemos que aprender a alimentarnos -informativa y políticamente, al menos- mucho mejor.