El preso fue tratado con gran humanidad. Prueba de ello es que lo tuvimos años en el corredor de la muerte y no se nos ocurrió torturarle ni un solo día. Cosa distinta es lo que pudo pasarle por la cabeza en algunos momentos: cuando veía, por ejemplo, que a algún colega de infortunio se lo llevaban para ya no volver, y eso le ponía muy sensible; sobre todo cuando el que era obligado a marcharse para siempre gritaba o se revolvía. Son gente, ya se sabe, que le dan muchas vueltas a las cosas y andan con la fantasía bastante desbocada. Pero eso es cosa suya, y no del Estado de Oklahoma, que, aun siendo un Estado humanitario, no puede responsabilizarse de las paranoias personales.
En sus últimas horas estuvimos continuamente encima de él, ofreciéndole toda nuestra compañía. No lo dejamos solo ni un momento. Le pusimos un médico a su disposición para tenerlo controlado y evitar, así, que su salud se deteriorase. Y hasta le curamos un rasguño antes de la ejecución, porque, cuando fuimos a por él, se nos puso un poco violento y hubo que utilizar la fuerza, pero no para maltratarle, sino precisamente para todo lo contrario: para que recuperara la tranquilidad. Seguramente no estuvo en toda su vida tan acompañado como lo estuvo el día de su muerte. Con decir que hasta le ofrecimos comida pocas horas antes de aplicarle la inyección letal. Se la ofrecimos pensando que esperar la muerte tiene que dar un hambre atroz. Y él nos dijo que sí, que sentía algo atroz por dentro, pero que no era exactamente hambre. Y nosotros, que tenemos experiencia en estas cosas, ya sabíamos que lo mejor que podíamos hacer por él era llevarlo bien alimentado al patíbulo. Pero, no. Se negó de manera tozuda. Y nosotros insistimos, no dos, sino hasta tres veces. Le dijimos: No seas cabezón, que si no comes vas a estar muy débil y al final te van a fallar las piernas cuando te acompañemos a la camilla. Pero, nada, siguió en sus trece; en vista de lo cual no insistimos más, porque, si hay algo que respeta el Estado de Oklahoma, eso es la libertad de las personas.
Eso sí, hay que reconocer que a Clayton Lockett lo matamos mal. Estuvimos intentando matarlo bien durante 45 minutos. Y cuidado que aplicamos toda nuestra profesionalidad. Pero es que tenía unas venas el pobre que no había manera. El médico tuvo que mirar por todas partes y, al final, no le quedó más remedio que colocarle la sonda en una ingle. Se hizo todo con la mayor delicadeza, cuidando de la intimidad del condenado y del pudor general; de forma que le colocamos una toallita por encima para que, ni él se viera en el penoso trance de tener que enseñar los huevos, ni los testigos en la desazón de verse obligados a contemplarlos, desviando morbosamente su atención de lo esencial de aquel momento, que no podía admitir frivolidades secundarias: los testigos de la ejecución debían fijarse en la agonía del reo, y no en sus órganos genitales. Y había que evitar, además, otro posible daño colateral añadido: que más de un testigo, por puro pudor, desviase la mirada del condenado para no verle sus intimidades, y a ver qué clase de testigos podían ser, si al final no se enteraban de nada.
Lo malo fue que, así, tapado como estaba, no se pudo ver a tiempo que la operación sonda falló y al hombre se le había reventado la vena. De manera que el primer fármaco, el que tenía que dejarlo inconsciente, resulta que no funcionó y parece que Clayton Lockett tenía los ojos abiertos como platos. Esperamos pacientemente a que se durmiera, porque en Estados Unidos (salvo en Guantánamo o en circunstancias muy concretas en que entra en juego el interés nacional) no nos gusta torturar. Y, sí, hubo un momento en que el reo, tal vez aburrido, o para relajarse un poco, cerró los ojos; y fue entonces cuando aprovechamos para meterle, como la Ley manda, los jeringazos que le paralizarían las vías respiratorias y el corazón. También fue mala suerte, pero, para decirlo todo, podría el condenado haber cooperado un poco. Con decir eh, que estoy despierto aún, seguro que al final podríamos haber hecho las cosas bien. Aunque sobre esto no se puede hablar con una seguridad al cien por cien. Porque hay que ver a veces lo que tarda la gente en morirse. Se ve que a muchos no les gusta y, claro, luego pasa lo que pasa. ¡Y éste nos dio una guerra! Venga retorcerse, venga chillar. Hasta que nos dimos cuenta de lo de la vena rota y que le habíamos metido todo por donde no se debía. Y entre eso y que empezamos a ver que al otro lado los que miraban se estaban ya poniendo nerviosos (y había hasta quien tenía apretones y empezaba a escurrirse por las patas abajo), no nos quedó otro remedio que correr la cortina.
Fiel a su espíritu humanitario, el alcaide de la prisión se decidió a tomar cartas en el asunto y llamó al director de Prisiones del Estado.
—Oiga –le dijo–, que el condenado no se nos muere y cada vez chilla más.
—Pero, ¿qué ha ocurrido?
—Nada, que le hemos hecho una avería en las venas y ahora no hay forma de acabar con él.
—Vaya hombre, qué fastidio. ¿Y no le quedan venas disponibles?
—Ninguna. Le hemos estropeado la única que parece que funcionaba.
—¿Y fármacos?
—Los hemos gastado todos.
—Pues tendremos que matarlo otro día. Suspendan la ejecución. Pero, ¿de verdad que no se ha muerto?
—Que no, que no, que lo estamos oyendo.
—No, si yo lo preguntaba porque algunos, en lugar de reconocer que se han muerto, se hacen los valientes tratando de engañarnos. Pero ya le oigo, ya. Sí, parece que está vivo. Pues, nada, lo dicho. Suspendan la ejecución.
Y fue después de esta conversación telefónica cuando paramos la ejecución de Clayton Lockett, hasta ver la forma en que lo podíamos matar sin dolor, como dice nuestra Constitución. (O dicen que dice, porque a mí eso de que uno se muera sin soltar ni un ay me parece un poco raro). Pero hay que reconocer que aquello fue todo un detalle humanitario al que el condenado no correspondió de manera leal. Se le suspende la ejecución de puro buenos que somos, y va y se muere de manera ilegal, sin esperar a que fuera la Ley quien lo hiciera morir en cumplimiento de la sentencia. Quiero decir que, en claro desacato a las autoridades, a Clayton Lockett no se le ocurrió mejor cosa que morirse por su cuenta. Con el tiempo que gastó en no hacerlo cuando debía y va y se muere diez minutos después de suspenderse la inyección letal, buscándose la excusa de un infarto con el único objetivo de ridiculizar a los funcionarios del Estado de Oklahoma. Hay algunos que son incorregibles y no se sabe muy bien para qué vienen al mundo. Se mueren de la misma forma que han vivido: al margen de las normas establecidas.
Y ahora se nos plantea todo un debate nacional: y es el de saber cómo se ejecuta a la gente con humanidad y sin torturarlos. Nosotros ya lo intentamos por todos los medios, pero nos asaltan problemas sobre la marcha que hay que ir resolviendo como buenamente podemos. Están, por ejemplo, esos reos tan acostumbrados a hacer lo que les dé la gana, que cuando les llega su hora no se dejan y entonces nos las vemos y nos las deseamos para llevarlos a mandamiento. Y luego están las empresas farmacéuticas, que no quieren vendernos los fármacos que necesitamos para hacer correctamente nuestro trabajo. Nos dicen que, sintiéndolo mucho, que no. Que, si es para eso, que no, que luego la gente les mira mal, les pone mala cara y tienen problemas de mercado. ¿Y qué vamos a hacer con tanta gente que hay en las salas de espera para ir al otro barrio? Pues buscarnos la vida, que ya sé que en estas situaciones la expresión suena un poco a chiste macabro. Pero es que no hay otro remedio. No podemos paralizar el ritmo de las ejecuciones sin correr el riesgo de paralizar la vida del país. Porque resulta que cada dos por tres tenemos elecciones y últimamente se ha llegado a dar el caso, y no exagero, de que hay candidatos que se encuentran sin un solo ajusticiado que llevarse a las urnas. Así, como suena. Y eso, claro, enfada mucho a la gente, que, al menos aquí, en Estados Unidos, no suele distinguir entre las urnas de votos y las funerarias. De modo que, como hay mucha demanda electoral de ejecuciones, hemos tenido que probar con otros ingredientes que nos agenciamos de tapadillo para poner a punto los nuevos cócteles letales.
Pero aquí se nos presenta otro problema: y es a quién se los hacemos probar para tener la seguridad de que funcionan como es debido. Lo intentamos ya en su día con el alcaide de la prisión, pero se negó en redondo; y no por miedo, como quiso aclarar, sino porque, como muy dignamente nos dijo, alguien tiene que estar al mando en las situaciones difíciles, y no era cosa de incumplir sus obligaciones por no hallarse en pleno uso de sus facultades vitales. Y si no hay quien se ofrezca voluntario para probar los nuevos fármacos, ¿quién nos queda para hacerlo con plena garantía? Pues sus destinatarios, que al final, dejémonos de bobadas, son los más fiables. Llevamos, por eso, un tiempo que no acertamos. Como estamos aún en período de pruebas, los que van a morir a nuestras manos tardan un dolor (el suyo) en cumplir con la pena impuesta.
Lo cual nos conduce a la próxima ejecución: la de ese otro preso cuya vida hemos prolongado un par de semanas, hasta ver cómo podemos hacerle lo suyo con total limpieza. Como nos salió tan mal lo de Clayton Lockett, lo mandamos de nuevo a su celda, cuando ya lo teníamos preparado para darle el pasaporte. Y a su celda regresó con el corazón en la boca, porque ese hombre ha vuelto a nacer, aunque sea para poco tiempo. Pero no sé si lo agradece, porque le regalamos catorce días más, que ni se lo creía, y, en lugar de aprovecharlos, se pasa el día lloriqueando: Que me van a matar. Que me van a matar. Que quiero vivir. La cosa es quejarse. No te tortura nadie y vas y te torturas tú. Te regalan dos semanas de vida y quieres más, cuando estás viviendo de propina. La verdad es que no sabes cómo acertar. Ya lo he dicho antes: estos presos terminales tienen mucha paranoia encima. A ver si ahora, con los seis meses que han dado de moratoria en la aplicación de la pena de muerte, se nos tranquiliza un poco, porque ¡nos da unas noches! Y, de paso, que arreglen esto de una vez, porque menuda fama de chapuceros nos están poniendo. Y si al final tenemos que ocuparnos del que nos queda pendiente, mucho me temo que será él quien se vea obligado a experimentar si lo que le suministremos para que se vaya sin dolor le hace bien su efecto y no nos sufre. Que luego, si no, todas las culpas serán para nosotros, los funcionarios de prisiones.
Javier Arteta es periodista. En FronteraD ha publicado Españoles, Franco ha vuelto, Esto es lo que hay, Cautivo, desarmado y sin memoria, ¡Cuán gritan esos malditos… indignados! y Hermano Ángel