El requeté yacía exánime, los brazos extendidos y una de sus manos aferrada al viejo Mauser. Frente a su figura, estaba la leyenda: “Ante Dios nunca será un héroe anónimo”. Era, la de este muerto, una pose altamente estilizada. Guardaba en dibujo un parecido estético notable con la mítica fotografía del miliciano muerto, de Robet Capa. Si éste último conservaba en el momento del impacto mortal que le inmovilizó en imagen la gorrilla del ejército republicano, el carlista entregaba su espíritu con la boina roja ladeada por la sien herida. Por su coloreado, la postal contrastaba con el paisaje en blanco y negro de las fotografías familiares entre las que se hallaba depositada. En ellas se alternaban escenas de la vida corriente con otras en las que podía verse el campo de batalla o se adivinaba de algún modo el trasfondo de la Guerra Civil.
La guerra invadía nuestro presente hasta extremos obsesivos. Impregnaba la realidad, la penetraba igual que el polvo se deposita sobre los objetos haciendo cuerpo con ellos. Y era difícil que no fuera así. La memoria la guardaba aún demasiado fresca al aparecer nosotros en el teatro de la vida. Más fresco aún quedaba el recuerdo del racionamiento que vino después y con cuyo recuerdo nos obsequiaban nuestros padres cada vez que nos poníamos melindrosos. Por lo demás, se trataba de una experiencia lo suficientemente intensa como para no comunicarla. Todo lo cual explica el hecho de que empezáramos a adquirir las primeras nociones de lo que ocurrió no mucho antes de que naciéramos cuando nuestro ánimo era más impresionable y tierno.
El primer relato que tengo archivado, de perfiles bastante confusos, pude haberlo escuchado a los seis o siete años, en un paseo nocturno por la Vuelta del Castillo, en Pamplona. En compañía de Aurelio y Miguel Ángel, yo oía sobrecogido lo que nos contaba papá: que estaba en la trinchera aguantando como podía la ofensiva de los rojos. Él y sus compañeros, todos requetés, llevaban las de perder. Con la cara pegada a la tierra, les era imposible moverse, porque el enemigo los achicharraba y los que se defendían se encontraban en la más espantosa de las tinieblas, porque era noche cerrada. Por suerte, habían salido con bien del trance, como lo demostraba el hecho de que papá pudiera contar su experiencia a sus hijos. Afortunadamente, habían ganado los del bando de mi padre, que era maestro nacional, sabía un montón de cosas y no pudo haber luchado sino con aquéllos que tenían la razón: con los buenos. Los otros, los rojos, eran enemigos de España y de la religión y hacían la vida imposible a todo el mundo.
Prueba de que atacaban la religión era una versión popular del Himno de la República, que mi padre nos cantó un día, aprovechando que andaba con el ánimo festivo y tenía ganas de incordiar un poco. Empezaba así:
“Si supieran los curas y frailes
la paliza que van a llevar,
subirían al coro cantando
libertad, libertad, libertad”.
—Cantádsela a vuestra madre, a ver qué os dice –añadió.
Y se la cantamos, pero a mi madre no le gustó. Y no podía gustarle, porque mamá había sido una ferviente activista antirrepublicana que, en vísperas de las elecciones de 1936, las que dieron el triunfo al Frente Popular, hacía en su pueblo campaña a domicilio a favor de las derechas, manejando un argumento tan contundente como el de que se hallaba en juego la salvación del alma, que, para un católico, se veía seriamente comprometida si votaba a las izquierdas. Y antes llegó a pasar un mes en prisión en la cárcel de Pamplona, acompañada por varias amigas tan entusiastas como ella, por interrumpir un mitin socialista que se celebraba en Sangüesa y que no fue el único que se boicoteó en ese período, porque existía una larga tradición al respecto, en una época en que era costumbre ponerse a tocar las campanas de Santa María cuando las izquierdas celebraban sus encuentros en un frontón cercano a la iglesia.
Pero a mi madre y acompañantes les cogieron por desplegar un exceso de celo. Con el previo y explícito consentimiento de un cura del lugar, penetraron fogosamente en el local donde se celebraba el mitin y se dedicaron a dar gritos intermitentes para reventar el acto. Y lo hicieron con tal pasión que acabaron cayendo en manos de la autoridad. Se les impuso una multa por alborotar, pero, en su efervescencia juvenil, se negaron a pagarla y prefirieron acabar entre rejas, contribuyendo así a galvanizar aún más los ánimos de los sectores derechistas de la localidad, no sólo abundantes, sino también mayoritarios.
Estaba claro, entonces, que mamá no iba a soportar que se gastaran bromas sobre cosas que para ella eran sagradas y nos rogó encarecidamente que no volviéramos a cantar aquello, porque era una blasfemia horrible. Aunque, en ocasión posterior, y recordando acontecimientos de esa época revuelta, mamá tampoco se privó de ofrecernos complacida otra versión del Himno de Riego, dedicada en tono muy poco amable al primer presidente de la República, porque decía:
“Niceto, vete, vete.
Niceto, vete ya,
que, si no te retiras,
te vamos a matar”.
Utilizar idéntica música para mensajes tan contrapuestos era una prueba elocuente de que hubo una época turbulenta en que no había otra forma de entenderse que no fuera a tiros. ¿Por culpa de quiénes? Obviamente, por la de quienes iban sembrando las calles de muertos, ya que en aquellos tiempos, nos decían, no se podía pasear tranquilo y vivir en paz. Por todas las esquinas salían pistoleros que tenían intimidadas a las gentes de bien y de orden. Atacaban y mataban a curas y monjas. Retiraban los crucifijos de las escuelas. No dejaban ir a misa. Quemaban iglesias y conventos. Cometían toda clase de excesos. Practicaban el amor libre. Violaban a las chicas. Gritaban Viva Rusia. No respetaban la propiedad de nadie. Sus modales eran soeces y tabernarios. Querían destruir al Ejército para que a España la pudiera invadir cualquiera. Se les llamaba chusma y hordas asiáticas. Recibían denominaciones contundentes: comunistas, socialistas, anarquistas, masones, separatistas…
Cómo sería la cosa que, por lo que papá contaba, y sabía de lo que estaba hablando, los mismos que trajeron la República –gente como Ortega y Gasset, Marañón y otros– tuvieron que decir, al darse cuenta de la que se había armado, aquello de No es esto, no es esto, cuando ya no había remedio; y hasta Unamuno denunció la anarquía que se apoderaba de las calles, cuando escribía sobre las tiorras que pedían a gritos en manifestación el amor libre y el amancebamiento.
No hubo, pues, más remedio que levantarse en armas para restaurar el orden y alcanzar la paz. Porque esa gente se pasó tanto, que hasta llegaron a ir a casa de un señor muy valiente que denunciaba sus fechorías, un diputado que se llamaba José Calvo Sotelo, lo sacaron a la calle y allí le pegaron cuatro tiros y lo dejaron tendido como a un perro. Y los buenos españoles se alzaron. Se alzó la España sana contra la desviada. Y la España sana estaba compuesta de requetés y falangistas, que lucharon con el Ejército que encabezó Franco para salvar al país del comunismo. Ésa fue a grandes rasgos la epopeya que nos permitió vivir en un perpetuo amanecer y una regeneración alegre que, si estábamos vigilantes, nadie nos podría ya arrebatar, porque España había ganado.
Era la paz el mayor activo de los vencedores. Lo que justificaba una contienda fratricida que no fue sino el punto final de un régimen ateo que encendía odios, conflictos y luchas de clases; una república ilegítima (se insistía mucho en su carencia de legitimidad), que había causado la división entre los españoles. Era esa paz la que conformaba el bando de la victoria y unía a sus integrantes por encima de sus diferencias, más o menos soterradas, pero perceptibles.
Porque existían diferencias y había sus más y sus menos. De otro modo, tía Petra no le habría dado una torta a Aurelio retirándole del balcón la mañana aquella en que a mi hermano se le ocurrió saludar con el brazo en alto a unos chicos del Frente de Juventudes que desfilaban en formación por la calle Mayor de Sangüesa; ni mi padre hablaría con amargura de sucesos como el ataque de falangistas, con bombas de mano, a una concentración de requetés en Begoña; ni habría tanta discusión sobre agravios comparativos.
La opinión pública que yo palpaba, la de mi colegio, estaba polarizada entre los partidarios de los requetés y los de los falangistas. Yo trasladaba a mi entorno escolar lo que había oído en casa y sostenía que los requetés habían sido mucho más valientes en la guerra. Otros mantenían lo contrario y es justo reconocer que esos otros contaban con mayor apoyo oficial, porque los hermanos maristas se inclinaban por Falange y los libros de texto estaban llenos de yugos y flechas; y, aunque también se reconocía el arrojo de los requetés, éstos quedaban en posición claramente subsidiaria y predominaban los textos y discursos de José Antonio, con pensamientos tan profundos como ése de que España es una unidad de destino en lo universal; o ése otro, y cito de memoria, de que ser español es lo único serio que se puede ser en este mundo.
Nos lo remachó un profesor de Formación del Espíritu Nacional, cuando nos planteó un ejercicio en el que debíamos señalar en qué país nos habría gustado nacer, de no haberlo hecho en España. Unos contestaron que en Francia, por tales motivos; otros, que en Inglaterra, por tales otros; unos terceros, que en Alemania o en Estados Unidos o en Italia, por la razón que fuera. Pues, no, explicó al fin cuando tuvo las respuestas sobre la mesa. Siendo españoles, no podíamos, dada la seriedad de nuestra esencia, pensar en ser de otro país ni aun en el supuesto de no ser españoles y vernos en la urgente necesidad de ser algo. En qué sistema lógico encajaba ese pensamiento, es difícil precisarlo, porque, al parecer, aquella argumentación tan española tenía, como el corazón, razones que la razón no podía entender.
No era sólo, por supuesto, una argumentación exclusivamente española; porque, todo hay que decirlo, no éramos en España excesivamente originales y, como en otras cosas, nos limitábamos a copiar malamente lo que venía de fuera. Basta recordar lo que cuenta Victor Klemperer en sus diarios acerca de una pregunta-trampa que se formulaba a los escolares alemanes en tiempos de Hitler: “¿Qué vendría en Alemania después del Tercer Reich?”. Por lógica elemental, tendría que ser el Cuarto. Pero ahí es donde tenía que poner los puntos sobre las íes el pedagogo nazi, para aclarar que no podría haber nada tras el Tercer Reich, porque estaba destinado a ser eterno. Afirmación que, dicho sea de paso (y salvando las distancias que haya que salvar) retomaría décadas después el lehendakari Ibarretxe, cuando aseguraba que, pasara lo que pasara con los grandes países europeos a la vuelta de dos mil años, el pueblo vasco seguiría manteniéndose como pueblo con vocación de seguir siéndolo.
Pero, volviendo a los pleitos entre los vencedores de la Guerra Civil, mi padre establecía diferencias entre José Antonio y los falangistas. Admiraba el arrojo y el verbo del primero, pero detestaba los comportamientos de los segundos, cuyo valor dejaba a su juicio mucho que desear; y, desde luego, no se hallaba en correspondencia con la chulería que gastaban en los desfiles oficiales. Según papá, la guerra no se ganó precisamente por la aportación de los falangistas, que echaban a correr despavoridos en cuanto oían el ruido de las balas, sino por la bravura de los boinas rojas de Navarra. Además, añadía, muchos de los que llevaban la camisa azul, en lugar de ir a luchar, se quedaban en la retaguardia matando a la gente. Y todo para que, al final, fueran éstos últimos los que se aprovecharan y coparan los mejores cargos. Cuando predominaba esta vertiente crítica, podía quedar la duda sobre quién había ganado la guerra. O, al menos, quién la había ganado del todo.
Porque estaba claro quiénes habían sido los vencidos. Unos se dejaron los sesos por las tapias de los cementerios, al paso de las fuerzas liberadoras de cada bando. Otros murieron con el honor que se atribuye a quienes pierden la vida en el campo de batalla. A los terceros no les funcionó el Detente, bala que en la retaguardia bordaban madres, novias y esposas de combatientes del requeté, mi madre entre ellas. Y hubo quienes, sin comerlo ni beberlo, por una denuncia infame, se encontraron con el anuncio de su última hora cuando estaban a punto de iniciar la cena, en compañía de su esposa y de sus hijos y con la sopa humeando en la mesa. Se les cortaba el apetito para siempre cuando hombres con correajes, armados hasta los dientes, irrumpían en la tranquilidad de los domicilios, infectándolos de miradas impacientes que anunciaban una muerte inmediata contra la que no cabían apelaciones.
A todos ellos se les abrió la tierra inesperadamente, bastante antes de que su tiempo natural se extinguiera, aunque luego honraran a los del bando que llamaban nacional y a los del otro los olvidaran y escarnecieran. Pero todos perdieron bruscamente la voz. Y los que sobrevivieron a purgas y fusilamientos posteriores prefirieron guardarla para ocasión más propicia y dedicarse a sus asuntos procurando hacer el menor ruido posible. Tan poco se les notaba, que llegarían a no existir.
Digo, pues, que estaba claro quiénes habían perdido la guerra, pero no quiénes la habían ganado. Bajo la palabrería oficial, requetés y falangistas refunfuñaban por lo que entendían había sido una estafa a los propios ideales. A los carlistas no les agradaba esa repentina floración de camisas azules y recordaban que los falangistas eran cuatro gatos antes de la sublevación militar. Veían claros síntomas de oportunismo en aquellos conversos de última hora y repasaban los enriquecimientos súbitos y las fortunas emergentes, gracias al estraperlo y a los negocios oscuros nacidos al calor de su uniforme.
Los falangistas, por su parte, veían desvirtuarse una pretendida revolución nacional-sindicalista, disuelta en un tradicionalismo monárquico que no era el suyo, porque se consideraban más laicos y bastante menos meapilas que los de la boina roja. Y de aquellas ensoñaciones iniciales, de aquella nueva sangre cuajada de luceros con que los falangistas regenerarían España, habían quedado los himnos y algunas frases retóricas, aunque también ciertas conquistas sociales que les enorgullecían, pero al precio de buen número de ilusiones perdidas. Si bien, todo hay que decirlo, esas desilusiones quedaban bastante amortiguadas al paso alegre de la paz. Más alegre aún para los que, gracias a la victoria, pasaron a engrosar las filas de los estómagos agradecidos.
Esa pregunta, quién había ganado la guerra, tenía, pues, un doble sentido. Por un lado, se trataba de aclarar quién había hecho más por ganarla. Por el otro, estaba la cuestión de saber el peso político que había obtenido cada cual en función de sus esfuerzos. Y todo esto, no sólo para airear agravios. También, por un elemental sentido de la justicia histórica, algo que para mi padre era muy importante o, por precisar mejor, lo más importante.
Para mi padre, lo del 18 de julio había sido de una entidad tal que trascendía todos los oportunismos y miserias que pudieran mancillarlo. Fue, a su juicio, una rebelión necesaria, porque estaban en juego valores esenciales. No era cosa, pues, de pensar en beneficios personales. Y a los requetés navarros les había correspondido el alto honor de haber sido la vanguardia del alzamiento liberador. Es más, sostenía papá que, sin los voluntarios del requeté con que el general Mola pudo contar desde el primer momento, la sublevación contra la República no habría triunfado. Ni se habrían obtenido triunfos decisivos en el avance de los nacionales ni en la consolidación de la moral en las trincheras.
Tales apreciaciones, al margen de su mayor o menor objetividad, respondían al estado de ánimo, la efervescencia y el providencialismo de los alzados en armas. Un espíritu que dejó en Navarra, en amplios sectores de la población y por un largo espacio de tiempo, una huella perdurable, una mística, algo parecido a un microclima especial, una conciencia, básicamente nacionalista, de que la guerra había sido algo muy nuestro, ya que se había ganado básicamente por el esfuerzo que nosotros, los navarros, desplegamos.
De ese clima emocional, de ese fervor electrizante que sacudió a una gran parte de Navarra, tuvimos cumplida noticia por nuestros mayores desde edades muy tempranas. Subsistía en ellos cuando lo contaban el sobrecogimiento ante lo extraordinario. El mismo que se refleja en Historia de la Cruzada Española (monumental obra por fascículos dirigida por Joaquín Arrarás Iribarren y que fue lanzada a comienzos de los cuarenta por Ediciones Españolas) cuando se refiere a la sublevación de Navarra, que se pinta con los trazos más poéticos. Dignos de resaltar, por su lirismo, son estos prolegómenos piadosos del 18 de julio en la capital del Viejo Reino:
“Tal afluencia de fieles a las misas de primera hora jamás se conoció en Pamplona. Sobre todo, es impresionante el número de comuniones. A la Sagrada mesa se acerca el gentío por grupos familiares, con los abuelos encanecidos y temblorosos al frente, después los hijos y cerrando el cortejo, los nietos, con la boina roja de los requetés prendida de la tirilla de la hombrera de la camisa caqui, que ya cruza un correaje militar. Tres generaciones que representan tres momentos de la lucha carlista se confunden para recibir el Pan de los Ángeles y preparar así sus almas ante las horas de crisis que se esperan”.
Hechos, pues, los preparativos especiales oportunos, “en todos los pueblos de la provincia se da a la misma hora el mismo conmovedor espectáculo, porque se ha predicado la cruzada como en los tiempos de San Bernardo y se asiste a iguales escenas de fervor y sacrificio que en los siglos remotos del milenio”, por lo que “resbala en el aire un acorde de trovas heroicas y caballerescas”.
El cronista se detiene más adelante, con nombres y apellidos, en familias que se vacían para ir a la guerra, sintiendo la llamada de un deber ancestral. Y añade:
“Las boinas se ponen en marcha para no volver ya nunca a los armarios. Perderán el color con el sol y la lluvia. Seguirán avanzando sobre las frentes valerosas que se encuadran; se pudrirán bajo la tierra del cementerio como sudario del cráneo mondo de los héroes; desfilarán triunfantes en las ciudades conquistadas; brincarán en el aire en el júbilo de las fiestas… Es ése el porvenir glorioso que se abre a la boina roja de Navarra. Hacia él van esta mañana de julio de 1936 todos los caminos y atajos que llevan a Pamplona”.
Y concluía el cronista: “Navarra proyecta hacia el centro de España esta corriente efusiva, generosa, cordial, su propia vida, para sanar y redimir a la patria enferma y agonizante”.
Leyendo este relato demencial, se puede tener la tentación de pensar que, o bien es la prosa de un iluminado o se trata de la pluma mercenaria que exagera los ditirambos por encargo y al servicio del poder constituido. Y es todo eso, claro, pero también algo más. Es también el relato objetivo de una exaltación compartida por muchos, de forma que la crónica de los hechos puede fundirse con la literatura sin mengua de una cierta objetividad.
De hecho, antes de leer, como hago ahora, esta relación de acontecimientos, yo la había oído muchos años antes en el seno de mi familia. Y sabía, por tanto, que los buenos españoles esperaban el alzamiento militar con la expectación de quien aguarda el alba tras una larga noche de pesadillas. Y sabía también eso de que las familias se desprendían hasta de generaciones enteras para ir a la guerra. Incluso había gente que se alistaba en compañía de sus nietos; dato este que provocaba mi admiración, aunque también un cierto amago de sentido crítico, porque me preguntaba a veces qué diablos podía hacer, aparte de molestar, un abuelo de más de sesenta años metido en semejante berenjenal.
Mi padre era uno de esos muchos que se creyeron ese regeneracionismo a balazos que se expandía en aquellas fechas como un virus contagioso. Creía sinceramente que, después de la contienda que haría sanar a España, los combatientes de uno y otro bando saltarían de las trincheras soltando las armas y caminando al encuentro para darse un abrazo de reconciliación. Durante muchos años pensé que aquella ingenua esperanza, formulada con semejante plasticidad, era una de tantas expresiones del temperamento poético de mi padre. Hasta que leí Paz en la guerra, de Miguel de Unamuno, y me encontré con esta descripción del estado de ánimo de quienes preparaban la sublevación, en vísperas de la Segunda Guerra Carlista:
“Hablábase en el casino de la próxima sublevación, asegurando que estaban preparando todo, sin que faltara más que la señal. Valía más la guerra franca que la paz disfrazada. Contábanse mil atropellos en carlistas, y preferían todos morir de un balazo a sufrir los plumazos de los cagatintas. Era asqueroso aquel hormigueo de rencorcillos desgalichados, y mucho más noble agarrarse de una vez, zurrarse de lo lindo la badana, romperse la crisma si venía a mano, y luego, acardenalados de los golpes y resoplando de fatiga, abrazarse vencedor y vencido y mezclar en el abrazo sudor con sudor y aliento con aliento”.
Así pues, y como dato para la reflexión acerca de la vigencia de las dinámicas del pasado en el presente, mi padre, en 1936 compartía y respiraba a pleno pulmón aquellos sentimientos místicos que, ¡setenta años antes!, eran propios del movimiento carlista en el último tercio del siglo XIX. Y eso fue lo que, a la edad de 26 años, le impulsó a ir al frente de voluntario en defensa de unos valores y sentimientos que se resumían con el grito de Viva Cristo Rey. Uno de los que se dejaron seducir por las trovas heroicas y caballerescas del momento, como ésta, rebosante de providencialismo, que rescato de sus papeles:
“Boina blanca margarita
y la Cruz del Requeté
han de devolver a España
de Jesucristo la fe”.
La cantaba Félix Aranguren, apodado El Cacho y Manzano, compañero de trinchera, para quien pelear y cantar jotas formaban parte del mismo cometido, como lo recordaba papá en una nota necrológica en su memoria, que lleva fecha del 15 de octubre de 1955 y que me imagino que se habría publicado en El Pensamiento Navarro. Se lee en ella:
“Que el enemigo asaltaba nuestras trincheras, una jota de ‘El Cacho’ centuplicaba nuestra resistencia; que, por el contrario, habíamos de tomar una posición enemiga, ‘El Cacho impulsaba con más brío nuestro empuje; que moría un compañero, una jota era su más sentido responso. Y en los momentos de fatiga o decaimiento, las jotas de Manzano, también así se le llamaba, tensaban nuestros ánimos”.
En esa nota, precisamente, se da cuenta de que la compañía del tercio de requetés Doña María de las Nieves, a la que papá pertenecía, entraba en Huesca para reforzar la guarnición rebelde, débil y amenazada, tras haber tomado Zaragoza. Relata el hecho con elegancia, pasión y sobriedad. Con estas palabras:
“Declinaba la tarde y, a los acordes marciales del Himno de los Voluntarios, desfilaban los requetés de Sangüesa entre el entusiasmo patente de algunos, la indiferencia de muchos y la contrariedad de no pocos. Algunos disparos, hechos con premeditación y alevosía cabileñas, no consiguieron deshacer el orden de nuestras filas ni apagar el eco de nuestros gritos de victoria. Llegamos frente a la escalinata del suntuoso Casino Oscense. Estaba la terraza repleta de público que nos recibió con una pasividad glacial. Les habían sorprendido los acontecimientos y, por lo visto, todavía no habían tenido tiempo de reaccionar convenientemente. Es entonces cuando el requeté de Sangüesa, Félix Aranguren, ‘El Cacho’, lanzó al aire su pregón desde la escalinata del Casino, que había de ser nuestro cuartel. Lo lanzó en forma de jota, su especialidad, y caló más hondo en aquellos nobles pechos aragoneses que el mejor discurso. Recuerdo la terminación, que restalló en el ambiente como un latigazo:
Que a un requeté no le importa
que le tiren cara a cara”.
Estas líneas dejan traslucir la concepción caballeresca que mi padre tenía de la guerra. Y aclaran, igualmente, que papá anduvo por el frente de Aragón, aunque recorrió también otros lugares de España, porque, haciendo memoria de lo que nos contaba, estuvo, igualmente, por zonas de Extremadura y de Castilla. Y por Cataluña, donde, en alguna concentración, escuchó una arenga poético-patriótica de José María Pemán que le dejó conmocionado. Se movió, pues, por la variada geografía del conflicto bélico, seguramente en episodios cruciales de la contienda, porque se conoce que el tercio al que pertenecía daba mucho juego.
Desde el punto de vista de los combatientes, la guerra del 36 tenía sus facetas divertidas, anticipadoras de las posteriores parodias telefónicas de Gila; como aquélla en que el humorista pregunta por el enemigo y negocia horarios y condiciones de ataques y treguas. A juzgar por los relatos de mi padre, la relajación de la disciplina no fue algo exclusivo de las fuerzas republicanas. De hecho, no era infrecuente que entre los nacionales, al menos entre los que iban con papá, se produjeran abandonos del puesto –a veces tras una lucha prolongada por asegurarse la posición–, porque sus defensores preferían correrse una juerga nocturna por los pueblos de alrededor. Y había quien se saltaba las guardias con el argumento de que la madre del infractor se las había prohibido. Y papá consiguió un permiso que se le negaba por el expeditivo procedimiento de romperse las gafas golpeándolas contra una piedra. Y también tuvo una pelotera por cuestión de principios con algún oficial y, cuando éste le amenazó con fusilarle, se quitó la boina en un arranque y se la arrojó a los pies. Y no se callaron, los que iban con mi padre, cuando otro oficial les quiso imponer algún castigo, a su entender injusto, porque les acusaban de haber dejado la posición hecha una pena con sus cagadas, pero los acusados se defendieron bravamente diciendo que eso había sido obra de los falangistas, que habían pasado antes por allí, como lo demostraba el hecho de que se trataba de mierdas antiguas y ya florecidas del tiempo que llevaban.
Y yo bebía aquellos relatos y me implicaba emocionalmente en un anecdotario hecho de elementos trágicos y divertidos, de heroicidades y cobardías, de caballerosidad y de infamia, de rasgos de humanidad inolvidables y de máxima degradación moral, de muertos en la madrugada y de intensos deseos de vivir. Lo que la vida tiene de espontáneo y de agresivo, sus componentes de grandeza y miseria, se daban cita en esas historias que nos hacían reír, nos enternecían o nos abrumaban.
Porque no se ocultaba que lo del 36 había sido terrible. Que no os toque otra guerra era la cantinela que invariablemente se repetía después de que se mencionara una secuencia de tragedias. En esa guerra, nos decían, llegaron a pelear hermano contra hermano y la crueldad no conoció límites. Y hasta los buenos se pasaban de vez en cuando y cometían locuras. Y lo de menos era lo que ocurría en el frente, donde aún se observaba una cierta deportividad. Lo peor era cuando los combatientes volvían de permiso y se encontraban con auténticas escabechinas; y se enteraban de que Fulano y Mengano, a quienes conocían de toda la vida y que consideraban bellísimas personas, habían sido fusilados, acusados de ser rojos.
Uno de esos supuestos rojos era mi tío Hilario, hermano de papá y considerado la oveja negra de la familia. Su delito era de opinión. Leía libros prohibidos por la Iglesia, profesaba ideas heterodoxas y se las contaba a quien quisiera oírle, por lo que acabó metiéndose en problemas con las nuevas autoridades. Por suerte, papá había llegado muy oportunamente a casa en algún permiso y fue informado por su madre, mi abuela Felipa, de que su hermano estaba en apuros. Mi padre se movilizó y, gracias a sus gestiones, tío Hilario pudo salir bien librado del trance.
Otros no tuvieron la misma suerte y acabaron como acabaron. Pagaron con su vida viejas e ingenuas transgresiones, que fueron archivadas en su momento por ojos emboscados que apuntaban ya como revólveres. A aquel pobre diablo le oyeron gritar Viva la República en la barra del bar, y se lo anotaron. Tuvieron también en cuenta al que decía: “A los curas los haymos de joder”. A un tercero se le ocurrió ponerle a su hijo el nombre de Lucifer, en la época de mayor pasión anticlerical… Fueron todos ellos inscritos en la lista negra que se estaba confeccionando para los días de la venganza. O, más exactamente, para sus noches.
Y a veces salían a relucir casos que, por su patetismo, se te quedaban tatuados en el alma. Como si hubieras sido tú el testigo presencial. Como si hubieras sido tú, y no tu madre, quien se asomó al balcón de la casa de Sangüesa aquella noche para ver a un grupo de hombres armados que arrastraban a un conocido en situación de máxima indefensión, con los pantalones caídos y llorando de terror. Lo llevaban por la calle que llamaban de los Guardias, porque en ella había un cuartelillo de la Guardia Civil. Fue mamá quien lo vio, no yo. Y fue también mamá quien se dirigió al Círculo Carlista para pedir explicaciones (porque el hombre, aparte de tener ideas republicanas, se había mantenido al margen de alborotos) y quien recibió garantías de que a aquel desgraciado no iba a ocurrirle nada. Y fue ella quien se enteró a la mañana siguiente de que aquel hombre había aparecido tendido por ahí con el tiro de gracia en la cabeza.
Tales atrocidades se contaban con sordina, a cuentagotas, quizá cuando algunos recuerdos supuraban demasiado. Eran la parte negra de un alzamiento que se consideraba legítimo y que había congregado a la juventud más noble y entusiasta, en defensa de unos ideales. Esa gente luchaba de frente contra el enemigo, sin rencor en el corazón. Y a este respecto se mencionaba con frecuencia el caso de un mártir de la Cruzada que solía gritar a sus compañeros: “Disparad, pero disparad sin odio”.
Y no se hablaba de oídas, porque no era estrictamente necesario recurrir a ejemplos más o menos exóticos. En nuestra propia familia se habían dado casos de arrojo limpio y desinteresado. De hecho, un hermano de papá murió en combate; y en la familia de mi madre habíamos tenido a José María Erdozáin, requeté de Sangüesa que entró en batalla el mismísimo 18 de julio, defendiendo a tiros el Círculo Carlista del asalto de izquierdistas de la localidad. Incorporado al frente desde el primer instante, José María Erdozáin recibió un balazo mortal en Sigüenza, todavía en los primeros meses de la guerra, y expiró acompañado por su familia y en brazos de su madre, a quien dijo algo así como “Hasta el cielo”, tras haber recordado alegremente, como venía diciendo meses atrás, que él había ofrecido su vida a Dios y que no tenía nada que oponer, sino todo lo contrario, a que le llamara a su lado. Estaba tan tranquilo, que, dos horas antes de morir, dijo a sus padres. “Tengamos una charla amena, que yo esta noche para las nueve os dejaré”. Y el colofón sublime de esta historia de entereza cristiana lo puso la novia del héroe, al negarse a dar un beso al agonizante, como le pedía la madre de éste. Y justificó su negativa diciendo: “No, ya se lo daré en el cielo”.
Esos muchachos ejemplares no eran los que hacían las sacas y otras marranadas propias de sinvergüenzas que nunca faltan, ni siquiera en las causas más nobles. Eran, según nuestros padres, la excepción que confirmaba la regla, porque también había republicanos muy dignos de respeto, pese a ser republicanos, teniendo en cuenta que la norma entre ellos era el desmán. Pocas dudas cabían al respecto, si uno se dedicaba a hojear, simplemente hojear, la Historia de la cruzada Española a que antes aludía, y que constituía la bibliografía esencial sobre la guerra que teníamos en casa.
Sin capacidad aún para grandes lecturas, solía yo entretenerme repasando, con el ánimo sobrecogido, las abundantes imágenes que ilustraban la obra. Imágenes que dejaban constancia del compendio de horrores sistemáticos perpetrados por las izquierdas. Allí donde posara la vista, veía yo escenas de violencia inaudita: imágenes sagradas mutiladas por la acción de las turbas, muchedumbres alocadas imponiendo su ley por las calles, extensiones de cadáveres tras el asalto al Cuartel de la Montaña, de Madrid, iglesias y monumentos incendiados, momias de monjas desenterradas y expuestas a la curiosidad y escarnio públicos…
No eran, sin embargo, las fotografías (exceptuando quizá las de las monjas desenterradas) las que más espanto causaban. Mucho más siniestros aún eran los dibujos, en su mayoría de Carlos Sáenz de Tejada, que daba a cada escena un eficaz aspecto luciferino, muy adecuado para suscitar el rechazo y el miedo hacia el bando republicano.
Leía, por ejemplo, al pie del grabado: “Se ve desfilar en camionetas adornadas con emblemas soviéticos a grupos de hombres y mozalbetes que vienen de hacer la instrucción”, y al mismo tiempo presenciaba una verdadera escena de aquelarre hecha de tipos que se despatarraban sobre el capó y por los rincones más inverosímiles de la camioneta.
Leía también: “Campesinos hambrientos, fanáticos e ignorantes como ‘mujiks’ arrebatados por una pasión de furia diabólica y sanguinaria”, y los dibujos se encargaban de trazar ese tipo de mendigos a los que cualquier hombre de bien no daría limosna, por temor a que se la gastaran en armas.
O bien: “Grupos de milicianos sucios, polvorientos, cubiertos muchos sólo con taparrabos, y todos con pañuelos rojos alrededor del cuello”, y era tal la expresión de cinismo, chulería y obscenidad, que el estremecimiento surgía espontáneo.
Y desalmados con expresión demoníaca abriendo sepulturas en las iglesias para desvalijar a los muertos; y matanzas horribles de oficiales por parte de marinerías indisciplinadas (“Corría la sangre a la vista de aquella gavilla de indeseables que se estremecían agitados de una lujuria satánica”); y aquel grabado, Éxodo, de Sebastián García Vázquez, que representa a milicianos obligando a los campesinos a marcharse de su pueblo y, para colmo, uno de los soldados rojos trata de propasarse con una muchacha virtuosa, al parecer viuda, porque va vestida de negro, que se resiste a ser forzada con la rodilla en tierra; y rostros patibularios, tipos desaseados y en camiseta, mujeres gordas y en actitudes procaces…
En fin, tal era el cuadro de aquella pesadilla de crímenes contra la cual se había reaccionado. Y se había reaccionado en pose marcial, serena, viril, educada y, sobre todo (y, una vez más, los grabados correspondientes a los nacionales), bien vestida. De modo que la diferencia esencial entre lo que unos y otros hacían consistía en que unos mataban y asesinaban, porque lo hacían en total desaseo y con el cigarrillo en los labios, y los otros se limitaban a pacificar, porque actuaban con perfecta calma, con la calma del que tiene la razón.
En el fondo, y ahora lo entiendo al repasar esos viejos cuadernos empolvados, lo que más impactaba, lo que más se pegaba al subconsciente y, por eso mismo, lo que más nos aterrorizaba como niños de derechas y de orden en que nos convertía el hecho de pertenecer al bando de los vencedores, era la pobreza de vestuario de quienes luchaban defendiendo la República. Algo bastante explicable en una época en que la cantidad y calidad de las ropas determinaban con nitidez la frontera entre las clases sociales y el grado de respetabilidad de la gente. De ahí que los ilustradores de la causa nacional se esmeraran en extremar la miseria en los atuendos de aquellos pobres resueltos a luchar por lo que les pertenecía. La tierra, por ejemplo. Y conseguían con ello que asociáramos inconscientemente pobreza y desaliño con maldad.
Una visión tan irracional y de semejante simplismo no resistiría los primeros embates del espíritu crítico que nos fue llegando con los años; y con la nueva mentalidad que el correr del tiempo iba imponiendo, muy particularmente en los ambientes universitarios. Todo lo cual determinó que nuestra forma de ver la guerra civil cambiara paulatinamente, hasta experimentar al fin un vuelco, en mi caso radical.
Y no sería justo dejar de hacer constar que en ese cambio influyeron también, además de las circunstancias ya mencionadas, las conversaciones familiares, en las que fluían la libertad de expresión y las fluctuaciones de pensamiento de mi padre, que mantenía una pugna permanente entre su corazón y su cabeza; entre la lealtad a viejas convicciones que habían marcado un intenso período de su vida y la que debía a otros razonamientos que fue asimilando con posterioridad: las razones de la otra parte que papá valoraba cuando las descubría en determinadas conversaciones o gracias a alguna lectura clandestina, como la de No me avergoncé del Evangelio, del padre Marino Ayerra, testimonio lacerante, y que a mi padre conmovió profundamente, de la represión llevada a cabo por los nacionales en el bastión izquierdista de Alsasua y, más generalmente, en la Navarra leal a la República. Algo seguramente se le rompería por dentro cuando leía, por ejemplo, que “… podía verse todos los días por la mañana, en Pamplona, a multitud de personas piadosas que, antes o después de comulgar, acudían a la ‘Vuelta del Castillo’ a presenciar las ejecuciones de los rojos, que para consuelo de los unos y ejemplaridad de los otros, hacíanse en los primeros tiempos públicamente, allí, contra los muros de los fosos medievales de la histórica ciudad de Pamplona”.
Pero, antes de que empezáramos a pensar por nuestra cuenta y revisáramos a fondo lo que fue aquella tragedia colectiva, había ocurrido algo importante. Se había llevado a cabo entre nuestros padres y nosotros una verdadera transfusión de memoria histórica. Al convertirnos en los depositarios privilegiados del recuerdo de unos hechos que otros vivieron, llegamos a experimentar como propias experiencias vitales que nos fueron ajenas. De algún modo nos convirtieron, a los que fuimos cosecha generacional de la victoria, en los otros niños de la guerra, inevitablemente ligados a un hecho histórico pensado para nosotros, que en modo alguno podíamos traicionar, llevados de la ingratitud o envenenados por doctrinas disolventes.
A juzgar por mis propias reacciones actuales ante la guerra, yo creo que persistió en mi ánimo lo más esencial de aquella siembra; porque, si acabé mirando lo del 36 con perspectiva ideológica diametralmente opuesta a la que se me inculcó, también es verdad que lo hice con el mismo o superior apasionamiento con que me fue transmitido. Y con la misma convicción (sentimental e intuitiva, más que razonada) de que nuestro presente, y más aún nuestro futuro, se hallaban, aunque por motivos distintos de los esgrimidos en su día, muy en función de ese pasado.
Y es con la pasión y el aliento humano heredados como presencio las mejores películas sobre la Guerra Civil Española, que me dejan la sensación de estar viendo cosas de mis tiempos. Sensación que me invadió, por ejemplo, al ver Tierra y libertad, de Ken Loach, cuando el protagonista, brigadista internacional, explica por carta a su novia de Inglaterra que todos en el frente andaban comidos por los piojos. Entonces se me vino espontáneamente a la memoria lo que, sobre esto mismo, contaba papá: cómo los que volvían del campo de batalla y pasaban algunos días de descanso en Pamplona comparaban, hurgándose las ropas, el tamaño de sus parásitos y hasta organizaban para diversión pública carreras de piojos en la Plaza del Castillo. Eso decía él, aunque ahora me entra la duda sobre la clase de bichos que podían entrar en la competición, porque, dado el tamaño de los piojos, mucho tenían que haber engordado los que asaltaban a los combatientes para que pudieran ser apreciados a simple vista.
Esa misma pasión, de transmisión familiar, es la que me provoca emociones incontrolables (que no me asaltan cuando veo escenas de la Transición, que son las de mi época), al contemplar imágenes de algún viejo documental sobre esos tiempos heroicos y veo a Pasionaria arengando a su gente, mientras suena el Himno de Riego como música de fondo. La que me hace ver con ternura el espectáculo filmado de esas masas de obreros levantiscos pidiendo armas y organizándose en milicias, al calor de grandes utopías que entonces brillaban con fuerza. Los veo resueltos, en mangas de camisa, poniendo el corazón por bayoneta, y no puedo evitar que se me forme un nudo en la garganta por efecto de sentimientos encontrados. Porque son la expresión, en mi reproducida, de esa misma lucha de mi padre entre el corazón y la cabeza. Algo que me parece observar cuando añoro, desde mis actuales posiciones de izquierda, aquel derroche de resistencia popular al fascismo, aun reconociendo su encanallamiento frecuente y su crueldad, además de la carencia de racionalidad política que en muchas ocasiones lo inspiró. Lo cual me hace pensar que tal vez esta nostalgia esconde en muy buena medida el espíritu que se desprendía de las narraciones paternas.
Un espíritu del que los dos bandos con toda seguridad participaron. De hecho, cuando contemplo esas escenas tumultuosas de aquellos años épicos, me asalta la voz de Ana Belén cantando España, camisa blanca de mi esperanza; y me pregunto si lo que ocurrió no fue precisamente producto de un exceso de esperanza; si no fue la desmesura de las esperanzas de unos y otros lo que les llevó a destruirse mutuamente con el encarnizamiento con que lo hicieron; si, en definitiva, un ansia de pureza total no unía a los que se consideraban enemigos irreconciliables, al menos a los que de verdad creían en su causa, bastante más de lo que ellos pudieron llegar a sospechar.
Javier Arteta es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros, ¿Una libertad como Dios manda? Yihadismo, ETA, miedo y otras hierbas a rebufo de ‘Charlie Hebdo’, Con Podemos, ¿en España empieza a amanecer? y Con los pies en el sueño. Fragmentos de un diario (2006-2014)