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Mientras tantoQue nos perdonen nuestras deudas

Que nos perdonen nuestras deudas


 

Desde hace algún tiempo lo primero que hago, nada más despertarme, es encender el iPad y echar un vistazo a las noticias económicas con la vana esperanza de leer alguna mejoría en la llamada eurozona, pero las noticias que leo suelen ser casi siempre bastante peores que las del día anterior y solo algo mejores que las que me aguardan al día siguiente. No parece verse la luz al final del largo y oscuro túnel. La crisis financiera en Europa es una gangrena que va invadiendo todo el tejido político y social. El paro y la deuda pública siguen creciendo en casi todos los países. Grecia puede que sea un agujero negro, pero Irlanda, Portugal, Italia y España son, a lo que parece, agujeros sin fondo. De nada han valido los drásticos recortes y las muchas medidas de austeridad. El enfermo sigue con tiritona y fiebre de caballo. Esta mañana, sin ir más lejos, la prima de riesgo había llegado a los 500 puntos en España y en Italia, lo cual, según los expertos, habría representado, hasta hace muy poco, rescate inmediato por parte del Banco Central o inmediata suspensión de pagos. En todo caso, algunos analistas y los muchos agoreros ya advierten que el próximo país en caer será Francia, y luego Bélgica, Holanda, Luxemburgo, y así hasta la disolución del euro. La eurozona está resquebrajándose por momentos y, de seguir así, la quiebra será total en unos pocos meses.

 

¿Hay que deducir de todo ello que la Unión Europea tiene los días contados, que la sociedad del bienestar se acaba y que entramos en una nueva época presidida por la incertidumbre y la carestía? Pues habrá que esperar, pero yo, en mi supina ignorancia sobre asuntos económicos, me siento relativamente optimista. Los mercados, como bien se sabe, están sometidos a vaivenes cíclicos marcados por la mayor o menor confianza del público. A los periodos de vacas gordas les suceden indefectiblemente otros de vacas flacas. La economía es impredecible como la meteorología, pero cada otoño se cae la hoja y a la llegada de la primavera reverdecen los árboles.

 

Hay otra cosa que puede servirnos también de consuelo; y es que, si se va a ver, la estabilidad financiera en Europa nunca ha durado más de una década. Los países crecen y prosperan gracias a las grandes inversiones, las cuales generan casi inevitablemente endeudamiento interno y externo. No hay una sola potencia que no haya acumulado un gran déficit en su gestión económica, hasta verse forzada, en ocasiones, a declararse en bancarrota. No pensemos que la suspensión de pagos es solo cosa de países sureños, irresponsables y hedonistas. Por ejemplo, Francia se declaró en suspensión de pagos hasta en ocho ocasiones entre los siglos XVII y XIX. Endeudarse hasta las cejas parece ser el peaje necesario para crecer, aun a riesgo de incumplir con los pagos. Así lo muestra con multitud de datos y ejemplos un estudio reciente (Carmen Reinhart, This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly), en donde queda de manifiesto cómo a lo largo de los siglos muchos países incurrieron en el mismo error de creer que ellos vivían en una época diferente en la cual podían prestar o pedir prestado sin rendir cuentas a nadie. Esta falta de escrúpulos y de cálculo parece ser una constante en la historia económica y, paradójicamente, el mejor modo de generar riqueza y crecimiento económico, por inmoral que aquello pueda parecernos.

 

Claro que la moralidad y la riqueza nunca han conjugado demasiado bien.

 

 

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