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Que pase el testigo

La semana pasada asistí a mi segundo juicio, que fue bastante mejor que el primero, pues en éste ya fui como testigo. Si sigo a este ritmo es probable que acaba entrando en la sala con toga. La vista estaba relacionada con la comunidad de propietarios y los pleitos vecinales, tal que Nuremnerg, y yo me vi allí metido porque ejercí un año de presidente. Fue comprar el piso, reunirnos en junta los cuatro vecinos y salir a la luz pública mis antecedentes como punto del orden del día en otro edificio para que la masa, férvida, me aupase al trono.

 

Yo llevo mal las ceremonias. Me impone el protocolo y aunque a veces finja indiferencia, me tortura ser el centro de atención. Así que una silla solitaria delante de la mesa del juez me alteró más que el mismísimo juez, al que le hice una especie de reverencia al llegar, ya que yo a esta gente la respeto mucho. Como le dijo Begbie a Renton en Trainspotting, «hay que tener mucho seso para ser un puto juez». No me echó de la sala de milagro. Por lo demás, mis últimos grandes actos sociales, pues no otra cosa es un juicio que una gran puesta de largo, habían acabado en desastre. Presentando este verano un libro en Sanxenxo dije que la foto de la portada era un homenaje “precioso” a las mujeres fallecidas que lo habían dado todo por el pueblo, y el autor me dio un codazo y me dijo que las tenía a las cinco delante, en primera fila, y al levantar la cabeza las vi allí con una rosa en la mano sin pestañear. No, no me gusta que la gente ande pendiente de mí. Si algún día me dan el sillón B de la Academia me pondría tan nervioso al llegar que me acabaría sentando en el de la V, que menudas portadas las del día siguiente.

 

Pasé el juicio fuera poniendo la oreja, pues al parecer a los testigos se les requiere luego y entran tipo Lluvia de estrellas. Escuché eso de “que pase el testigo” y cogí aire antes de que el alguacil abriese la puerta. Me pidió una señora el DNI, como en las puertas de las discotecas, y eso como lo sabía lo hice perfectamente. Luego me senté y el juez me preguntó si era yo, y le dije que ahí estábamos, y me dijo eso de si yo juraba decir la verdad y nada más que la verdad, que pensé yo que menudas confianzas se daba el hombre, y que dependía de la pregunta, pues tampoco le iba a contar yo allí mi vida a nadie, que para eso está la televisión. “Sí”, rugí. El juez pasó hojas y se mojó el dedo para hacerlo. Yo siempre he creído que la gente que hace tal cosa está un poco trastornada, pero preferí no decir nada. Y mientras pensaba en eso, que me estaba ocupando toda la cabeza, la abogada de la defensa me vino a preguntar que de dónde era y a dónde iba, como si de repente, en aquella sala de los juzgados de La Parda de Pontevedra, en un juicio de una comunidad de propietarios un jueves a la una menos diez de la tarde, yo le fuera a dar respuesta  a las preguntas que lleva haciéndose la Humanidad desde su origen.

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