En efecto, quienes amamos el cine asistimos impotentes a la desaparición de salas, al descenso de la afluencia de espectadores y al imparable crecimiento de las plataformas donde además de series uno debe ver una cinta de larga duración sabiendo que no será proyectada en la gran pantalla. La pandemia no ha hecho más que agudizar la crisis de las grandes salas. Vivimos en una sociedad atada a las nuevas tecnologías, a internet, a las redes sociales y en definitiva al aislamiento individual, como bien señala el filósofo existencialista surcoreano Byung-Chul Han, afincado en Alemania. Lean ensayos suyos como La sociedad del cansancio, La expulsión de lo distinto o el más reciente No-cosas. Pagaremos caro tanta estupidez, tanto egoísmo e insolidaridad con el otro o tanto goce de una supuesta comunicación a través de dispositivos como el móvil.
Soy de los alumnos tardíos en el consumo de series. Me quedaba desconcertado antes de que llegara a nuestras casas, y sin avisar, el maldito virus, cuando amigos, conocidos o simplemente colegas me preguntaban si había visto la nueva temporada de, por ejemplo, Juego de tronos o Los Soprano. Yo no sé ni de lo que hablaban aunque admito me irritaba tanta obsesión por consumir series en la pequeña pantalla. Yo eso hasta lo despreciaba. Donde esté una sala y una gran pantalla allí estaré yo como fiel espectador, me decía y aún me digo. La fidelidad no la he perdido, pero casi al final del confinamiento resolví afiliarme al club de las plataformas, me aboné a unas cuantas y confieso que me enganché viendo series como The Crown, House of Cards, The West Wing, The Wire, Breaking bad, Homeland, La casa de papel, El juego del calamar y tantas otras que escapan ahora a a mi memoria.
Me apasiona el cine casi tanto como la literatura. Tenía cientos de filmes en dvd o grabados en el televisor en los países donde viví, que luego los he regalado. Me enamoré y me desenamoré en el cine. Me emocioné, reí, lloré y reflexioné, y lo sigo haciéndolo, ahora con la puñetera mascarilla, en la oscuridad de una gran sala. Me emboban los trailers. Estaría tiempo viéndolos sin cansarme. Me tranquilizan los anuncios de próximos estrenos pues me digo a mí mismo que eso significa que la industria cinematográfica continúa viva pese a todo y que la imaginación y creatividad de directores, guionistas, actores y actrices no desaparece.
Es por eso que me molesta sobremanera tener que sentarme en el sofá de mi casa para ver películas que en teoría no han sido estrenadas en ninguna sala comercial. Al menos así ha sido en mi ciudad accidental, que, por cierto, se distingue por estar a la par en cultura con las grandes urbes españolas. Nada que envidiar.
En estos días de asueto navideño (en realidad, mi asueto desde hace unos años no tiene plazos) aproveché para ver una serie que ha tenido gran éxito en su país de origen, Succession (Sucesión), y que algunos críticos estadounidenses la han calificado como el Juego de tronos del siglo XXI. La historia de una familia desnaturalizada, dueña de un gran emporio mundial de medios de comunicación y entretenimiento. La familia de Logan Roy. Es un eufemismo calificarla de “familia” con lo que uno observa en la serie. ¿Hasta dónde llegan las bajezas humanas en la lucha por el poder en una compañía donde está en juego la sucesión del fundador? Él, Logan Roy, enfermo, va destruyendo con el desprecio a sus cuatro calamidades de hijos, jugando con sus inseguridades y sus odios recíprocos. No se salva ni uno. Me recordó en ciertos aspectos a un poderoso editor nacional ya fallecido. Y lo más patético es que cuando se han dicho las mayores barbaridades, se han insultado hasta límites extremos, él hace un cántico a la unidad familiar y la manada baja la cabeza y accede. Ante todo la familia. Vaya, como Vito Corleone en El Padrino. Cuenta con tres temporadas. Para mí tiene dos defectos. Uno, la largura, un vicio del que abundan otras series de gran éxito. Y el otro, un final demasiado rocambolesco y extremo, aunque quizás porque sus realizadores tienen previsto estirar el chicle y no terminar allí. Es un pobre final, que la serie no merece.
He visto también dos películas, también por desgracia en mi “televisor inteligente”. Desde luego, el aparatejo de marca surcoreana es más inteligente, más malvado y retorcido que su dueño, pues tiene tantos vericuetos u opciones que me aburren. A veces tengo ganas de agredirle y lanzarle el grueso volumen del último ensayo del economista francés Thomas Piketty, que aún no he leído. Así dejará de darme órdenes, pero, claro, con ese gesto perderé la posibilidad de seguir disfrutando de series. En fin, el empate infinito como describían el conflicto vasco los abertzale cuando ETA mataba.
Don´t look up, No mires arriba, es un filme del que todo el mundo habla y no se pone de acuerdo si es bueno o sencillamente una basura. A mí me ha gustado pero sin excesos, sin la euforia de otros muchos que lo consideran extraordinario. Creo que el American Film Institute lo considera como uno de los diez mejores del año que acaba de terminar y que los desprestigiados Globos de Oro, antesala de los Oscar, lo han distinguido como mejor película.
La discrepancia empieza cuando los críticos se dividen entre quienes piensan que es una comedia de humor con trasfondo político o sencillamente una fábula con poco humor. El argumento, a mi juicio, es bastante original y hasta realista en un mundo como el presente donde afrontamos la aparición de pandemias como la del covid-19 que nos han recordado la fragilidad humana pese a los avances tecnológicos o el problema del cambio climático, que desde hace tiempo dejó de ser una charla de cuatro locos ecologistas.
Pues eso, ahí que luchan un soberbio Leonardo Di Caprio y una también estupenda Jennifer Lawrence, dos astrónomos de la universidad de Michigan que han descubierto un cometa de una superficie de casi diez kilometros que se dirige a la Tierra y provocará su destrucción. En la película, que el mundo científico en general ha elogiado, queda claro en manos de quién estamos. Los políticos, los medios y hasta la propia opinión pública tildan a los dos como un par de locos. Luego se creen lo que anuncian y aún es peor pues el grado de manipulación del poder es ya mayúsculo.
Y dejo para el final la película que más me ha entusiasmado de esta breve oferta navideña: E stata la mano di Dio (Fue la mano de Dios, así titulada en España). La última obra genial y autobiográfica de ese napolitano romano llamado Paolo Sorrentino. A mi me gustaron Il Divo, La grande bellezza y algo menos The young Pope o La giovinezza. En estas dos me cansó tanto recurso a Fellini, que es irrepetible e inimitable. Se ve que Sorrentino lo lleva a sus cintas venga o no a cuento.
Fue la mano de Dios es una obra tierna, maravillosa, coral centrada en la adolescencia y juventud del propio director en su mundo de Nápoles y con la figura de Diego Armando Maradona, una de las obsesiones de Sorrentino, como referencia. Describe cómo el astro argentino revolucionó una ciudad caótica y empobrecida por la corrupción y el crimen organizado. Fabio Schisa, como así se llama el joven protagonista, termina marchándose de la ciudad del Vesuvio, huérfano de padres, dejando a un lado a su hermano mayor y a toda esa monstruosa familia fellinesca para viajar en tren a Roma y convertir en realidad su mayor deseo: ser director de cine. Y desde luego que Paolo Sorrentino lo consiguió.
Es una lástima que ninguna de estas dos películas que yo he visto en Netflix no sea posible disfrutarlas en una gran pantalla, en la oscuridad y la comodidad de una butaca de una amplia sala. Sin duda, los tiempos están cambiando y no sé si a mejor.