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¡Qué persona, Carmen de Burgos, Colombine!

 

Se la considera la primera periodista a la que contrataron en plantilla en la redacción de un periódico español (en el Diario Universal madrileño, en 1903) y la primera también en España que envió crónicas como corresponsal de guerra (desde la africana de Melilla, en 1909). Pero es que además de periodista fue una activista fundamental en las luchas por el derecho al divorcio, el voto femenino, la educación de las niñas, la igualdad laboral y salarial entre trabajadores y trabajadoras, y conferenciante de masas en la Península, Europa y Sudamérica contra el maltrato machista o la pena de muerte, y maestra y pedagoga, y novelista y cuentista… ¡Qué persona, Carmen de Burgos, Colombine!

       En 1906, la entonces ya famosa columnista del Heraldo de Madrid está de viaje de formación y observación por Italia con su hija María (la única que sobrevivió a la infancia de los cuatro que tuvo) cuando una mañana de mayo, en una Roma extrañamente desierta en la que no hay tranvías porque ha triunfado la huelga general, la encontramos caminando en dirección al Vaticano, donde la esperan para participar junto a otros ilustres visitantes en una audiencia con el Papa Pío X. Nos lo cuenta ella en primera persona en la Carta VII de su Por Europa (Impresiones), el libro de viajes en forma de epistolario destinado a su amigo José Ferrándiz que publicará pocos meses después la Casa Editorial Maucci de Barcelona.

       El lector que empiece a leer su historia de ese encuentro con el Papa sin conocer a Carmen de Burgos quizás piense que, tratándose de una escritora venida de la muy conservadora y católica España de principios del siglo XX, el resto de la crónica será una previsible loa a Su Santidad, ante quien, embriagada por el poderío de la Santa Sede, caerá genuflexa para besarle el anillo. Sucederá todo lo contrario: la visitante actúa más bien como una infiltrada a la que aguijonean a la par su curiosidad de periodista y su indignación constante de ciudadana crítica, liberal, progresista, feminista, laica. Colombine no acude al Vaticano a escribir con entregada devoción o con respetuosa solemnidad metafísica, sino a meterle en los ojos del poder clerical unos dedos en forma de burla irreverente. Y desde primera fila.

       Escribir que los guardias suizos que vigilan la entrada al templo de San Pedro parecen unos arlequines ridículos y que el Papa es un “maniquí” con una “mano mantecosa de angelito cebado o de francesa rubia” sería por muchos tachado hoy en día de ataque gratuito de anticlericalismo, incluso de insulto punible contra la sensibilidad de los creyentes. Pero teniendo en cuenta, por ejemplo, que entonces, hace un siglo, mujeres y hombres no podían divorciarse ni siquiera por lo civil debido al dominio del dogma católico sobre la indisolubilidad del matrimonio, el retrato mordaz y a ratos cruel de la periodista-activista puede interpretarse más bien como una valiente y lógica rebelión individual contra un poder político-religioso que ha usado el mensaje solidario de Cristo como coartada para edificar un imperio no divino, sino, a ojos de la visitante, clasista, inmovilista y corruptamente humano.

       Su texto, aunque pueda molestar, nos recuerda que la irreverencia es a menudo el único disolvente a mano para defendernos pacíficamente del peso aplastante de los dogmas y sus encarnaciones. (Respeto e irreverencia son dos herramientas imprescindibles en el bagaje del periodista, para elevar al desposeído y al débil a la categoría de hombre y rebajar al endiosado o al sacralizado a su naturaleza humana: no son valores opuestos, sino complementarios).

       Atención a esos “groseros” servidores del Pontífice que, dice la autora, impiden acercarse a los pobres al sucesor de San Pedro, o al juego de contrastes, maniqueo si se quiere, pero rotundo y efectivo, entre el lujo exuberante y destellante de colores como en un cuadro de Tiziano que rodea al Papa y la desnudez del Jesús crucificado que pende en una pared, o entre su cuerpo demacrado y la mencionada “mano mantecosa” de su vicario en la Tierra.

       El relato de la audiencia papal llega a su clímax cuando Giuseppe Melchiorre (para la posteridad, San Pío X, 1835-1914, entronizado en 1903) se dirige entre el público a esa mujer a la que, según se ríe de sí misma, sólo le faltan “los claveles rojos para ir a la plaza de toros” y le pregunta de dónde viene y a qué se dedica. Ella responde que es periodista española, y cuando él inquiere que dónde escribe, completa con indisimulado orgullo: “En el Heraldo de Madrid y en toda la prensa liberal de España”. Y remata para los lectores, poniéndose con humor al mismo nivel que el Papa: “Su Santidad pareció mirarme con la misma lástima que yo había experimentado minutos antes. Sin duda somos dos espíritus que nunca se comprenderían”.

       Para conocerla y comprenderla un poco más recomendamos consultar su mejor biografía hasta la fecha, Carmen de Burgos ‘Colombine’ en la Edad de Plata de la literatura española, de Concepción Núñez Rey, editada en 2005 por la Fundación José Manuel Lara, que incluye un completo álbum de fotos, y Vida y obra de Carmen de Burgos Seguí, ‘Colombine’, de José Vallés Calatrava y Alicia Valverde Velasco, publicado en 2007 por la Fundación para el Desarrollo de los Pueblos de Andalucía, que ofrece una muy útil selección de su obra de ficción, periodística y militante. En la guerra (1920), sobre el conflicto que vivió en Melilla, es un ejemplo de cómo trasvasaba sus experiencias desde el periodismo a la novela.

 

 

       Nacida en 1867, Carmen de Burgos se separó de Arturo Álvarez Bustos y dejó Almería para hacer carrera como intelectual en Madrid y desde entonces compartió gran parte de su vida con el también escritor Ramón Gómez de la Serna. Murió en 1932, un año después de la instauración de la República y a tiempo de conocer el triunfo de algunas de las batallas que libró casi sin descanso durante décadas: el sufragio universal, el derecho al divorcio, la abolición de la pena capital (aunque sólo de 1932 a 1934)… La dictadura franquista confiscaría muchas de esas conquistas sociales poco después y durante cuarenta años, pero con el retorno de la democracia regresarían al pueblo, ojalá que para siempre. Derechos que no cayeron del cielo sino que brotaron del trabajo y la palabra de muchos, muchísimos hombres y mujeres como ella.

 

* Eduardo del Campo es periodista en el diario El Mundo, con base en Sevilla. Su último libro publicado es De Estambul a El Cairo (Almuzara, 2009).

Su anterior entrega dentro de la serie Maestros del periodismo: Sofía Casanova en la Revolución Rusa de 1917.

 


 

 

Por Europa (Impresiones)

 

CARMEN DE BURGOS, COLOMBINE

 

CARTA VII  [destinada a José Ferrándiz]

 

Pío X

 

¡El Vaticano y el Papa! He aquí lo que constituye Roma para mucha gente. Hay quien al hablar de la capital del Reino de Italia piensa que la sombra del pontificado crece y se extiende, a semejanza de la estatua del sueño de Nabucodonosor y cubre las siete colinas de la señora del mundo.

       Es preciso venir aquí para ver la parte insignificante que el Vaticano ocupa en la vida de Roma; ha quedado reducido a una antigüedad cris­tiana que se visita como se visitan el Foro y el Coliseo, por más que la ruina viva mantenga aún a su lado una corte de parásitos, y las nacio­nes envíen a su lado representaciones oficiales que para nada les sirven.

       La muerte del poder temporal fue la ruina del Papado, y hay en Roma un movimiento artístico, una sociedad, una política que interesa más a esta nación de espíritu libre y progresivo que contemplar ruinas y discu­tir viejas ideas.

       Omnipotente fue el poder de los fantasmas blancos, del que aún nos quedan reminiscencias. ¿Recuerda usted la leyenda de aquel príncipe, Roberto el Diablo, que desnudo y hambriento, con aros de hierro al cuello venía a implorar el perdón de sus culpas?

 

¿Quién no ha cantado de niño el romance?

 

“Hacia Roma caminan

dos peregrinos

que los dispense el Papa

porque son primos”.

 

       ¿Y quién no sabe el refrán de nuestro pueblo “En sabiendo leer y escribir, hasta Roma se puede ir”? Como si esta ciudad fuera el Non plus ultra de la tierra. 

Pero los tiempos en que los pontífices veían venir a sus plantas, enamorados, reyes y pecadores, han cesado ya. La voz de Savonarola despertó muchas conciencias; Lutero emancipó muchos espíritus; hoy sólo queda un fantasma del papado; con él se derrumba el poder temporal de la Iglesia, muerta en Inglaterra, Alemania, Francia y casi todo el mundo.

       debía verlo todo con la insaciable curiosidad del publicista, y des­pués de visitar escuelas y estudiar la vida moderna, he ido a soñar entre las ruinas y a curiosear al Vaticano.

       No me ha sido fácil ver al Pontífice; lo es más llegar hasta los reyes; el traer una pluma en la mano no es buena recomendación para gentes a quienes no conviene la publicidad de muchas cosas que están entre las sombras.

Para desgracia mía he sido citada a la audiencia de Su Santidad el día 11, día de huelga general en Italia, lo que me ha obligado a recorrer a pie toda Roma.

       Seguí la ribera del Tíber contemplando su lenta corriente de fango amasado entre el silencio triste de la población, en la que no circulaban hoy coches ni tranvías, bajo un cielo plomizo, una atmósfera pesante, que parece envolvernos como una gasa gris.

       La imaginación se disponía a los ensueños y al entrar en los bosques de columnas que abrazan la inmensa Plaza de San Pedro, el espíritu estremecido pensaba en las antiguas cortes de los Pontífices Reyes que pudieron desplegar sin hipocresía su soberbia, como Julio II y Alejandro Borgia, en vez de los ridículos suizos y guardias pontificios con sus tra­jes arlequinescos; creía ver las capas oscuras de los esbirros del Duque de Gandía, o escuchar el paso leve y el fru-fru de las sedas de los man­tos en que iban envueltas la divina Julia Farnesio o la impúdica Lucrecia, cuando se deslizaban fuera de la Cámara pontifical, donde gozaban sus amores con el doble atractivo del sacrilegio y el incesto.

       Subí a la Mayordomía. Ya he estado aquí varias veces. Los Cardenales al servicio de S.S. están bien alojados. Tienen una verdadera corte: cria­dos, secretarios, servidores… El dinero de San Pedro permite estos lujos; por todas partes hay guardias, centinelas y criados. Pasadas varias cáma­ras grandes, espaciosas, cubiertas de dorados tapices y pinturas, con este lujo que no pudieron sospechar siquiera los mártires de las Catacumbas, llegamos a la sala en que había de recibirnos el Papa.

       Con alfombra verde, tapicerías rojas, el techo cubierto de dorados; el testero principal lo ocupa el trono del Pontífice, sobre una gradería de terciopelo, y cubierto por espléndido dosel… frente a frente, sin escabel ni doseles, un pobre crucifijo extiende los brazos en la pared y con la cabeza tristemente inclinada, el aspecto de un hombre vencido, parece decir con desaliento: “Esta es mi obra”.

 

 

       Se han agotado todos los colores vivos en los vestidos de los servido­res del Papa: verde, amarillo, azul, encarnado… De este último matiz va vestido a Io Luis XV un criado que recorre la fila de los que esperan y despide groseramente a todos los hombres y señoras que no van en traje de etiqueta. El padre común de los fieles no ve más que a los hijos bien vestidos; a los que llegan gozosos a sus pies, los desnudos, los tristes, los hambrientos… esos no tienen entrada cerca de él.

       Pronto, no queda más que un cordón de gente sombría en torno de la sala, hábitos de cura, trajes negros de hombres, vestidos de seda negros, con mantilla y sin guantes las señoras. Veo que muchas damas se fijan en mi mantilla; hay dos formas de poner estos velos: una las pliega en ondulaciones místicas en torno del rostro; otra las levanta en provo­cativas ondas de encaje. Yo he recordado que soy española, y sólo me faltan los claveles rojos para ir a la Plaza de Toros.

       Su Santidad hace esperar media hora. Al cabo de este tiempo el cria­do rojo da orden de esperar de pie, y a los pocos minutos entran los guar­dias nobles, los Cardenales y el Pontífice.

       Todos los que esperan caen de rodillas. ¡La glorificación de un hom­bre! Aprovecho los momentos para contemplar la figura del Pontífice, ves­tido de lana blanca, con faja y cuello de moaré; no tiene la dulce idea­lidad de esos monjes que Zurbarán rodeó de blancos linos; es de estatu­ra regular, rechoncho y un poco encorvado. La cabeza, rodeada de cabe­llos de plata, presta un reflejo suave a la cara de facciones menudas, des­dibujadas, débiles, que indican más inconsciente bondad que inteligen­cia. Los que le rodean y mantienen esta institución lo tienen como secuestrado para que no hable y comprometa los intereses de la Iglesia, contestando que sí a todo lo que le dicen.

       Este pobre señor nació para cura de pueblo; se conoce que se ahoga en esta atmósfera del Vaticano. Cuando fue elegido lloró amargamente; tan lejos estaba de su ánimo ser Pontífice, que poseía su billete de vuel­ta.

       Las primeras veces que se presentó en público, rehusó la silla gesta­toria; el pobre señor se mareaba y no quería dar a los fieles el espectá­culo de ver vomitar a su vicario. Fue preciso irlo acostumbrando a dar pequeños paseos por las habitaciones.

       Y aquí está, manejado como un maniquí, sufriendo la nostalgia de su hermosa Venecia, separado de su familia, y sus hermanas, que viven modestamente con su sencillez primitiva, en una pequeña casita de la Ciudad Leonina, como se llaman todos estos barrios donde se agita el mundo de las hormigas negras y rojas.

       Se ve en su aspecto que está aburrido y resignado; no creo que vivi­rá mucho para regocijo de ambiciosos; se nota en sus facciones la hue­lla de la enfermedad al corazón que padece.

       Pío X habló en italiano primero y en latín después, concediendo con hermosa prodigalidad bendiciones, indulgencias, gracias a los prelados y sacerdotes, paz a los fieles, etc., etc., etc. Repartió una gran parte del tesoro espiritual de la Iglesia, del que por lo visto es más espléndido que del material. Su voz es bronca, con algo del acento del canto llano; y no pareció despertar gran entusiasmo entre los oyentes. Bien es verdad que una gran parte eran protestantes turistas, con cuya curiosidad se alimen­ta la concurrencia del Vaticano.

       Después, el Papa empezó a recorrer las filas, parándose a conversar algunos momentos y repitiendo con frecuencia: “Sí, sí, va bene, va bene”. Al llegar a mi hija pareció experimentar un momento de ternura, y puso la mano sobre su cabeza. Yo sentí piedad. ¡Pobre hombre! Para él no hay goces legítimos de paternidad; es un preso en jaula de oro, un fantasma blanco que sirve de bandera de iniquidad…

       Me fijé en su mano; había oído decir que más de una aristócrata

       devota resbala los labios del anillo de San Pedro para rozar su piel satinada.

       ¡En verdad que tiene que ser suave! Es una mano regordeta, sanguínea, algo sensual; no es la mano adorante de líneas puras que indica espiritualidad y sufrimiento; no es la mano que esculpió el divino Miguel Ángel en el Cardenal Carraffo; es una mano mantecosa de angelito cebado o de francesa rubia.

       El Papa me demandó mi país y profesión.

       —Periodista española —contesté.

       —¿Qué escribe? —preguntó con curiosidad.

       La mentira me repugna aun dentro de aquellos muros poco habitua­dos a que resuene en su recinto la verdad.

       —En el Heraldo de Madrid y en toda la prensa liberal de España —dije.

       Su Santidad pareció mirarme con la misma lástima que yo había experimentado minutos antes. Sin duda somos dos espíritus que nunca se comprenderían.

       —Mi bendición sea contigo, con toda tu familia, y con los amigos que te sean queridos —dijo alejándose.

       ¡Oh! Esta última parte lleva la bendición del Papa a los más avanzados españoles. Entre los amigos que yo quiero, quedan benditos además de muchos compañeros del Heraldo, Domingo Blanco, García Aguado, usted, Baldomero Argente y Blasco Ibáñez.

       He pensado que alguno tal vez rechace su parte en esta bendición, pero no hay motivo para ello. No debemos nosotros ser intransigentes.

       El gran Carducci en su poesía al amor, sintiendo encenderse su espí­ritu en el afecto santo a la humanidad, derriba los muros del Vaticano, liberta al prisionero hermano nuestro y dice a Pío IX la siguiente hermosa estrofa:

 

“Aprite il Vaticano; io piglio á braccio

Quel di sé stesso antico prigionier:

Vieni, alla libertá brindisi io faccio;

Cittadino Mastai, bevi un bicchier!”

 

       ¡Oh qué hermoso el día en que dentro de esas salas resuenen nues­tros brindis por la fraternidad humana!

 

Roma, 20 de Mayo [de 1906]

 


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