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Mientras tantoQué sé yo si no sé nada

Qué sé yo si no sé nada


Cada día que pasa en este circo fúnebre, un día menos, me aseguran desde los púlpitos políticos, mediáticos y vecindarios, me toco la cabeza, cuando me duele, y retuerzo la frase socrática llevándola a mi estilo. «Sólo sé…». Afirmar eso sería aceptar que «yo sé», cuando en realidad ni siquiera tengo capacidad de ello. Más bien lo que pretendo con el «qué sé yo» es reiterar con exclamación la frustración, el hartazgo, la rabia. Perdón, pero no me sé expresar mejor. La vida no me llevó afortunadamente por el sendero de la política ni, por desgracia, tampoco de la santidad.

Temo estar adentrándome en un nirvana sin ser plenamente consciente. Quizás no tengo billete de retorno y entonces me asuste, ya tarde, por haber saltado a la canoa y comenzado a remar hacia mar adentro. Hacia esa «nueva normalidad» que sugiere mi gobernante. ¿Y si no hubiera nada detrás de ese cronograma, en sus palabras como me explicó el bueno del conserje del edificio donde resido, de cuatro etapas a completar en un plazo de seis a ocho semanas?  En mis pesadillas nocturnas me imagino como un aventurero que ha terminado la etapa tres y que en la meta, una voz neutra, me anuncia: «Felicidades. Ha terminado la gincana. Tiene derecho a una medalla y a volver a la casilla cero».

No, no, eso no puede ser, me digo cuando despierto sobresaltado creyendo que son los vecinos de abajo los que están urdiendo un plan diabólico para ocupar mi piso de alquiler y arrojarme al vacío. A mí, a mis libros y a mis neuras. Y así descansarían. Mi gobernante y su equipo de colaboradores me guían por el buen camino, hacia el rayo verde crepuscular, pienso y me tranquilizo. Pero confieso al poco que debo hacer un acto de fe como cuando de niño el padre jesuita Vicente Carreras trataba de explicarnos el misterio de la Santísima Trinidad. Menos mal que al poco llegaba la media hora de recreo, del panecillo y del partidillo de fútbol donde a mí me colocaban en mi pequeñez de volante a lo Jesús Navas.

De momento, me salva la escritura, el humor y los comentarios en su inglés a lo Bob Marley de mi psicoanalista jamaicano, Jacques-Marie McFarlane.  Han pasado muchos años desde que nos conocimos en los ochenta en una playa nudista de Montego Bay. Es obvio que nuestro físico ha cambiado, aunque la vida no nos ha deteriorado tanto como a otros. Somos un par de privilegiados. Jacques-Marie , mulato, peinaba entonces unas rastas cortas bien cuidadas. Ahora las ha agrupado en una cabellera canosa terminada en una coleta no muy larga. Es un tipo elegante, con trajes de lino caros hechos a medida y pajarita al cuello. Al menos, así me lo parece cuando recurrimos a la videoconferencia a través de Skype.

Me suelo flagelar estas jornadas de reclusión siguiendo en la tele las sesiones parlamentarias, cuando me aburro de leer y perder la concentración debida. Hay masoquismo, admito, y deformación profesional de mi pasado periodístico. Pero también mucha voluntad de observar los comportamientos de esos representantes del pueblo elegidos democráticamente por sufragio universal.

Debo manifestar que en general el espectáculo es bastante mediocre y poco edificante. Elegiría, por ejemplo, la sesión de hoy en el Congreso de los Diputados, para ser visionada on line en una clase de humanidades a alumnos de entre diez y 16 años. Les encargaría que redactaran un resumen de lo que hubieran visto y un comentario, acompañados de una lista de preguntas a los parlamentarios intervinientes para ser respondidas por videoconferencia con derecho de réplica y contrarréplica. ¿Sentirían la misma vergüenza que yo tuve esta mañana al escuchar de un lado y de otro majaderías sin fin? Seguramente, la vergüenza no es el primer requisito para ser un buen político. Ellos son gente bregada, con piel de elefante, que suben al ring a pegar puñetazos al contrario sin más interés que derribarlo. Bueno, de eso se trata, al fin y al cabo.

Hay un personaje por el que admito tener cierta debilidad. No por lo que afirma, que a veces son juicios vitriólicos de tertuliano o de asambleario universitario, cargados de retórica. Hablo de Vicedós. Es un político culto, inteligente y astuto, que improvisa y no lee un par de cuartillas como la mayoría. Tiene una estrategia, la de poner el sistema patas arriba, a diferencia de la de su jefe, mi gobernante, que cambia de traje y corbata sin dificultad, y cuyo único objetivo es mantenerse en el poder a costa de lo que sea, reduciendo o ampliando rimbombantes comités técnicos de acción hasta convertirlos en un camarote de los Hermanos Marx.

Mi debilidad por Vicedós es debida a mi afición por el cine y el teatro. Cuando lo veo o lo escucho pienso estar asistiendo a una representación teatral, siempre de una obra dramática, y teniéndole a él como protagonista principal. En realidad, mi maldad me lleva a pensar que lo que le agradaría es que no hubiese más actor que él encima de las tablas, que fuera un monólogo de muchas horas y con un público atento y callado.

Sé que voy a contracorriente si afirmo que otro personaje que me suscita curiosidad es el ministro de Sanidad. Seguramente no es muy competente en el asunto, de otra parte harto complicado de lidiar. Pero me despierta cierta ternura y hasta envidio su autocontrol cuando le caen chuzos desde todos los frentes. No se descompone. Es el nuevo Jesucristo versión socialista. Parece que además de ser filósofo de formación, le gusta la cocina sencilla sin sofisticaciones y la intimidad del hogar. Ese tic nervioso del ojo se le agudiza cada vez más. ¡Y a quién no! Llegó a Madrid con otro objetivo, la de acercar a los nacionalistas catalanes, pero se encontró con un tigre de Bengala incapaz de dominar. Vaya, como poner a un adolescente melómano a dirigir la Filarmónica de Berlín. Fue respetuoso conmigo cuando en mis sueños Vicedós lo trajo a mi piso de madrugada. No me tuteó, me confesó tener debilidad por Kant y se llevó un libro de Montaigne que a la madrugada siguiente me devolvió y agradeció. Esa es una práctica que no abunda, por eso no me gusta en mi egoísmo prestar libros.

Me viene ahora a mi atormentada cabeza una secuencia dramática de Network, esa peli fascinante de los setenta de Sidney Lumet, en la que el actor Peter Finch representa a un conductor acabado de un telediario, que renace por un rato de sus cenizas con sus arengas nocturnas: «Levántense, abran las ventanas y griten: ¡Estoy harto, ya no aguanto esta mierda!». Pues eso.

 

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