Qué será ahora de aquella mujer que se pasó el fin de semana pasado entero en una de esas bibliotecas que hasta el día 7 de febrero han estado abriendo 24 horas por los exámenes. Una mujer que no le quitaba ojo a una revista. No le vi pasar página. Horas y horas ensimismada ante las mismas páginas de una sola revista. Salvo los ratitos en que se iba, supongo, a dar una vuelta. O excepto esos otros momentos en los que llegaba a quedarse dormida. Seguramente estaba rendida de tanto sueño acumulado, de todas las horas no dormidas en las calles de Madrid.
Fabulo. Creo que es una mujer sin techo. Llevaba capas y capas de ropa encima. Y eso que en la biblioteca hacía un calor de mil demonios. Alguna de esas ropas se llegó a quitar. Pero al igual que sueño, también acumulaba mucho frío. Las personas sin techo no duermen. Las mujeres, todavía menos. Los peligros que las amenazan son innumerables. Y el frío de la madrugada se mete hasta los huesos, se ata a ellos y tarda días en desanudarse.
Una biblioteca pública es un lugar seguro. Te sientas. Estás en silencio. No estás sola, pero nadie te molesta. Sales a dar un paseo, dejas tus cosas en el sitio y te las respetan. Los bultos de esa señora, en su ausencia, estuvieron a buen recaudo. La biblioteca es un paraíso comparado con la ley que impera en la calle. En general. Pero sobre todo para los más vulnerables. «Vulnerables», el nuevo eufemismo para no decir «pobres».
Aunque a esa mujer también le interrumpieron el sueño en ese que debería ser un remanso de paz. Roncaba. Roncaba en realidad muy bajito. Pero molestaba a un alguien que la chistó para despertarla y que luego no tuvo vergüenza de atender una llamada telefónica en voz alta. También le quitaron la revista, su “excusa” para estar en la biblioteca: las revistas en fin de semana están para verlas colocadas en las estanterías, no para leerse, le dijo una guardia-jurado, pese a que las de turnos previos habían hecho una más que razonable vista gorda. Frente a la piedad hay una enfermedad que se llama aporofobia.
La mujer, entonces, para no sentirse fuera de lugar, pidió una hoja de papel a alguien que tenía cerca. Boli al parecer ya tenía. Qué escribiría. Igual se quedó mirando al papel, con el boli en la mano y con el típico terror a la hoja en blanco. Desde mi sitio no la veía bien.
Qué será de esa mujer que seguramente no estuvo en esa biblioteca ese único fin de semana en que yo la exprimí para mal-preparar un examen sobre la historia de la antropología. Los pueblos marginados de España, la invención de «el otro», del «salvaje» entre nosotros. Eso me cayó.
Es probable que esa biblioteca pública madrileña fuera su refugio durante el mes en que estuvo abierta 24 horas. Dónde se refugiará ahora. De qué manera será capaz de cargar con todos sus bultos. Dónde encontrará el silencio y la seguridad que supone estar en un lugar público con gente.
La seguridad de los lugares públicos con gente es algo que posiblemente comprendemos las mujeres mejor: entendemos la labor de control social que unas personas ejercen sobre otras. Nuestras cosas están a salvo porque nadie se las llevará por miedo o vergüenza a que los demás los vean. Y, sobre todo: nadie nos hará nada porque los demás los verían y, en un momento dado, confiamos en que saldrían en nuestra defensa.
Pero las calles por la noche están oscuras, se quedan vacías y las personas que viven a la intemperie se quedan expuestas a cualquier mal que les pueda venir y se sienten muy vulnerables. Las mujeres, insisto, más. (Aquí el empleo de la palabra «vulnerable» es más correcto por su mayor literalidad).
Aunque hay quien es capaz de hacer de la calle su casa, su hogar. Y de la zona en la que vive, su barrio, su lugar de trabajo y donde además es capaz de hacer amigos y conocidos.
Un hombre vive en la calle justo debajo de mi casa. Construye todas las noches su dormitorio en un mini-parque con columpios. Durante el día, monta un pequeño tenderete con libros de segunda mano que tiene guardados en un lugar secreto y que pone a la venta. También echa una mano con recados en los bares de alrededor. Saluda y echa el rato hablando con muchas personas. Vive en la calle, pero no está desintegrado. Es en cierto modo admirable cómo con tantos años en situación de calle no haya roto lazos, sino que los ha construido, los ha ampliado. Ese señor es uno más en el barrio. En navidad, adornó el árbol que más cerca le pilla de su banco favorito. Nunca he hablado con él. Pero lo conozco, igual que me conoce a mí, como a tantos a los que se conoce de vista. Existimos el uno para el otro.
En contraste con la señora de la biblioteca y con mi vecino, una tercera situación. El domingo por la noche acabé de estudiar, dejé a la mujer en su sitio, seguramente dormitando, salí a la calle y me topé con otra persona sin techo en unas muy diferentes circunstancias: era el vivo retrato del deterioro, de la destrucción que la calle puede propinar a cualquiera. Esas personas que la sociedad abandona, que abandonamos las políticas públicas y todos, se llegan también a abandonar a sí mismas, se pierden la autoestima y también cualquier tipo de respeto. Dejan de existir para los «integrados» y nosotros dejamos de ser para ellos.
Escribo estas líneas y se me vienen a la cabeza muchas otras personas que veo habitualmente viviendo en la calle. Como esos otros dos jóvenes al lado de la Iglesia de San Miguel. O el que pide un poco más allá, en silla de ruedas, cerca de la Plaza de Puerta Cerrada.
Y me acuerdo especialmente de todas esas personas que conocí hace seis o siete años en una Campaña contra el Frío. Algunas, colgadas de la droga desde los años ochenta; otras, a las que la enfermedad mental les había expulsado de la vida normalizada; un numeroso grupo, formado por quienes habían pasado por una cárcel que castiga y estigmatiza, pero no rehabilita; además de las personas a las que un revés, como el que nos puede ocurrir a cualquiera, lleva a perderlo todo menos un cuerpo que les molesta porque puede tener hambre y puede tener frío y no se tienen los medios para remediar las más básicas necesidades humanas.
Qué será de todos ellos y ellas.