Ayer vi Saving 10.000, un documental sobre el suicidio en Japón. Su autor, Rene Duignan, un economista irlandés que trabajaba para la delegación de la Unión Europea en Tokyo, se decidió a realizarlo tras el suicidio de una vecina de su apartamento. La mujer le visitaba asiduamente para contarle sus penas, Duignan se cansó y no le abrió la puerta más. La culpa es un excelente motor de la acción. En el segundo capítulo, titulado Economy, se ve a Duignan impartiendo una conferencia: «Usted ha perdido su trabajo. Le afectó el recorte de los subsidios. Le faltan por pagar 20 años de hipoteca y la educación de sus hijos. ¿Qué hacer? La solución está al alcance. Es muy fácil. Además de saldar todas sus deudas, liquidará el pago de su hipoteca y sus hijos tendrán una buena educación. Recibirá unos 300.000 dólares por el módico precio de su vida. La gente firmaba una póliza y a continuación se tiraba al tren más cercano. Al darse cuenta, las aseguradoras establecieron un período de exención de un año. Que el suscriptor de la póliza espere un año a quitarse la vida o no cobra. No es mal trato, si estás desesperado. La tasa de suicidios se disparaba al decimotercer mes».
Hay varios mitos que salen malparados. Uno es la creencia, mero reflejo de la desolación en la que quedan las familias, de que los suicidas no reparan en las consecuencias de sus actos. En absoluto. ¡Y no sólo hasta el punto de firmar una póliza, sino hasta el de disfrazar su suicidio como un accidente! Otro es el de la improvisación. La creencia de que el suicidio suele sobrevenir en un momento de arrebato. Es difícil establecer reglas generales, pero me atrevería a decir que en la mayoría de casos no es así. Dado que en la muerte autoinfligida se alinean dos tipos de miedo, el de matar y el de morir, suicidarse es un acto mucho más difícil que el homicidio. Y una de las pruebas es que en Japón haya 300.000 intentos al años y sólo 30.000 suicidios, aproximadamente.
Es obvio que estoy pensando en la noticia en la que el Tribunal Supremo condenaba a una compañía aseguradora a indemnizar con 1.500.000 euros a la familia de un hombre que se suicidó al decimotercer mes. Tengo delante la sentencia. Aegón Seguros alega que el hombre había mentido sobre su nivel de endeudamiento y sobre sus antecedentes familiares de suicidio. Son cuestiones importantes, aunque supeditadas a los plazos previstos en la ley para la invalidación. Poseer una historia familiar de suicidio parece duplicar el riesgo de un individuo, bajo de por sí, incrementándolo o reduciéndolo en función del número de familiares suicidados. Y el estrés, generado por las deudas o por cualquier otra circunstancia, es un factor nada despreciable entre los que se dan muerte. Sin embargo, hay algo más llamativo. Esta frase de la sentencia: «No entiende el Tribunal de apelación, fuera del ámbito meramente especulativo, que el asegurado concertase el seguro un año antes con la finalidad de suicidarse». Los pruritos profesionales son muy loables, pero en este caso algo excesivos y alejados de la navaja de Occam. Si alguien contrata una póliza por la que su familia recibirá 1.500.000 de euros si se suicida al cabo de un año y al cumplirse el plazo se suicida dejando una nota de despedida en la que dice «para que mi familia salga adelante», hay poco espacio para que intervenga el azar. El suicidio de este hombre no se pudo evitar. Pero que no sepamos lo que tenía en la cabeza en el momento de suscribir la póliza no significa que no sepamos lo que hizo: firmar, pagar y esperar.
La preocupación por el futuro de sus familiares es una característica ampliamente compartida por los suicidas, sobre todo si se tienen hijos. Y que actúa a menudo como un eficaz disuasor. Creo que es un error de extrema gravedad que las compañías aseguradoras, aun parcialmente, lo resuelvan.