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Novela por entregasQué sienten los que reciben no regalos

Qué sienten los que reciben no regalos

 

 

Pienso en los regalos de la infancia: un cuadro de Xul Solar, desodorantes, una billetera de cuero de cabra, un zapato marrón, etcétera. Pienso en los de la adolescencia: un muñeco de los Power Rangers, versiones ilustradas de algún libro de Julio Verne, mi primer cuatriciclo, crayones y libritos para colorear, etcétera. Pienso en los de la juventud y la adultez: enumerarlos me cuesta más. A medida que pasaba el tiempo, los regalos comenzaron a escasear, y la cantidad de gente que me saludaba por mi cumpleaños o, desde los 23, por el día del enfermero, también. Pero todo ocurría sin que yo me diera cuenta, hasta que hubo una fecha que lo cambió todo.

 

Hacía mucho frío en Buenos Aires y estaba por llover. Era mi cumpleaños número 36 y había organizado una cena humilde: carne al horno con papas y un buen vino tinto. Los comensales eran ocho amigos, personas que se habían puesto en mi camino en diferentes momentos.

 

—Hola, Pablito. ¿Cómo estás pasando tu cumpleaños? —me dijo Marcela al llegar.

 

¿Acaso la gente no sabe otra cosa más original para decir?

 

—Muy bien. Qué bueno que lo preguntes —respondí.

 

—Te mandé el regalo por Facebook. ¿Lo viste?

 

Me lo preguntó mientras cerraba la puerta con rapidez para evitar que entrara más frío, ya que el aire acondicionado no andaba demasiado bien.

 

—¿Qué dijiste? No entendí.

 

—Que te mandé un link por Facebook.

 

Miré sus manos y estaban vacías. Evidentemente no me había traído unos zapatos ni una bufanda tejida por ella, como acostumbraba “sorprenderme” los otros años. Me mordía los dientes y también algunos pensamientos. Miré sus bolsillos y tampoco parecía traer nada escondido bajo esa ropa tan ajustada.

 

—¿Un link de qué? —insistí.

 

—Es el mejor regalo que vas a recibir esta noche —se promocionó.

 

Dudaba que lo fuera, pero fingí una sonrisa y le agradecí el gesto de haberse preocupado por mis sentimientos y por mí.

 

Durante un rato estuvimos conversando y tomando café, hasta que llegó Mauricio, mi mejor amigo, que tampoco me trajo uno de esos cuadros que pintaba para vender —en realidad me regalaba los que ya no sabía cómo vender. Sus clientes, lo reconozco, tenían buen gusto.

 

—¡Querido, feliz cumpleaños!

 

Le agradecí mentalmente que no me preguntara cómo estaba pasando la jornada.

 

—Mauricio. Qué bueno verte. Pasá, pasá que hace frío.

 

—De todas formas iba a pasar —sonrió—. ¿A que no sabés el regalo que te traje?

 

—A que no.

 

—Adiviná.

 

—No, no sé.

 

—Dale, pensá algo.

 

Empezaba a ponerme de mal humor:

 

—No sé, una bufanda, una billetera, qué se yo.

 

—No. Te doy otra oportunidad.

 

—Una bolsita con semillas de mostaza radioactiva.

 

—No, eso tampoco —dijo, riéndose—. Tiene que ver con la música.

 

—Basta. No sé. Decime qué es y punto.

 

—¿Tenés internet acá, no?

 

—Sí. Funciona un poco lento pero igual anda.

 

—Es un video que hice para vos. Cuando lleguen todos lo vemos.

 

No recuerdo qué le respondí. Intenté poner cara de estar ilusionado y fuimos al comedor. Más tarde llegaron los últimos, Flavio y Graciela, los recién casados. Cecilia y Martín llamaron para saludar y avisar que por la tormenta no se animaban a atravesar la avenida 9 de Julio, mientras que Esteban me mandó un mensaje de texto con un saludo animado y me dijo que lamentaba no poder estar, porque su mamá se había internado de urgencia, y Tania nunca apareció.

 

—¿Viste nuestro regalo? —me preguntaron Flavio y Graciela, una vez adentro.

 

—No, no lo veo —respondí mirando dónde lo tenían. ¿Estaría afuera?

 

Se rieron unos segundos y después ella tuvo un leve ataque de tos. Esta vez sí me reí, pero de ella.

 

—Te mandamos un e-mail —dijo Flavio.

 

—“Tienes un e-mail” —bromeó ella y volvió a toser varias veces.

 

Ahora ya no me reí. Cada vez me inquietaba más la idea de pensar que no había recibido —ni recibiría— ningún obsequio tangible por mi cumpleaños: ningún regalo “presente”, en definitiva. Después de cenar, abrí los “no regalos” que me habían traído y dije gracias porque el protocolo para este tipo de ocasiones así lo indicaba. Más tarde los despedí. Cuando se fueron, me di cuenta de que algo había cambiado radicalmente en mi vida. No sé si alguna vez les pasó algo similar.

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