«Éramos un montón los del West Side: Danny Shapiro, Ben Hyman, Henry Taub, Eddie Bronstein, Ricky y yo. Solíamos ir con un balón de baloncesto a Riverside Park en busca de alguna pista vacía o, si no había ninguna libre, retábamos a alguien. Si ganabas, la pista era tuya hasta que perdías. Nunca se discutían las jugadas del otro equipo. Eran los adultos (árbitros, jueces de línea, cualquiera en una posición de autoridad) los que te obligaban a hacer trampas o a jugar sucio. En su ausencia, si una bola salía y tú decías que no había salido o si hacías una falta y lo negabas, podía estallar una pelea y adiós al partido. Había que ser justo. Todos sabíamos que el mundo sería mucho mejor sin los mayores».
Leo en el autobús. No hay más lamparitas encendidas. Por si acaso no alumbraran lo bastante, llevo la de minero en el bolsillo. Mi compañera de asiento tampoco lee. De vez en cuando consulta su móvil. Oigo las voces de los del asiento de atrás, pero no les presto atención. Vamos hacia la noche de manera inexorable. Y me gusta. Ver cómo las nubes oscuras, la mancha gris plata que suelen esparcir los pintores con talento, y las ramas desnudas de los árboles se van juntando. Me gustaría que el viaje se prolongara durante días y, al terminar de leer ¡Melisande! ¿Qué son los sueños?, empezar a escribir por fin mi propia novela.
«Ricky se presentó en la clase de química del señor Tyson con Crimen y castigo. No levantó la vista del libro cuando le preguntaron la fórmula del ácido carbónico. ‘Richard Silverman –dijo el señor Tyson– ¿Nos haría usted el enorme favor de guardar ese libro y prestar atención?’. ‘Lo siento –dijo Ricky sin dejar de leer–, pero aquí dice que si Dios no existe todo está permitido’. Lo echaron de clase y estuvieron a punto de expulsarlo del instituto».
Me pareció ver un pálido lamento rosáceo orlando una nube puesta ahí por los decoradores del domingo, 3 de marzo. Cerré los ojos como para dormir y cuando los volví a abrir, es decir, me fijé, había más nubes afectadas por la misma enfermedad, pero de manera tan leve que enseguida se perdió el efecto. Pasamos ante un poste de alta tensión que sostenía el cielo. La noche se aproximaba a grandes zancadas y el autobús, que mantenía una velocidad constante, iba hacia su encuentro con la inconsciencia que yo hace años he perdido.
Anoche no escribí la historia de la lubina pequeña que mi hermano masajeó después de quitarle con cuidado el anzuelo de la boca y devolvió al mar pese a las suaves protestas del hijo del Pesco, que le pedía por favor por favor que no lo hiciera, que de eso vivía, y de cómo mi hermano se echó a llorar cuando le contaron que el hijo del Pesco devolvía al mar al día siguiente todas las lubinas pequeñas que pescaba.
«Ese mismo día alguien lo recogió y lo llegó hasta Cheyenne. Fue una experiencia extraña. ‘El tipo era vendedor de zapatos. Tenía que estar en Cheyenne a la mañana siguiente. Por eso tenía que conducir toda la noche. Yo le dije que no tenía carnet y él dijo: «No te preocupes, ya conduzco yo. Solo necesito mantenerme despierto. No quiero tener que darte conversación, conque no me hables. Tú te encargas de la radio. Asegúrate de que nunca esté apagada. No me importa si suena Jesús-te-ama o música, pero sin la radio me duermo».
‘El coche tenía una radio de botones. Estoy en tierra de maizales. No hay muchas emisoras que funcionen de madrugada. El vendedor va a ochenta millas por hora y yo me veo apretando los botones como un loco porque temo que, si paro, nos mataremos. Encuentro música country de Omaha y luego interferencias, así que pongo un programa de entrevistas y después sale un predicador y Chuck Berry cantando Earth Angel, pero resulta que alguien está hablando de una venta de Pontiacs en Boulder y otra persona habla de tormentas en las Rocosas. Luego los pierdo y lo siguiente que oigo es «Esto es la WZBT de Spokane, Washington» y ya me dirás tú cómo demonios puede ser la radio de Spokane que está a miles de millas de distancia si no puedo pillar la de Omaha.
‘Somos el único coche circulando por la carretera. Todo el puto coche habla en sueños, él murió por tus pecados y serás mía y diez por ciento de descuento y temperaturas bajando, y resulta que no hay nadie escuchando más que este vendedor pirado que cierra un ojo y mantiene el otro abierto con un dedo y yo. Yo digo: «¿Por qué no para y duerme un poco?», y él responde: «Me prometiste no hablar» y, como no quiero que me deje tirado en mitad de un maizal, aprieto otro botón. Al final los dos debimos de quedarnos dormidos (…). Dimos dos vueltas y terminamos en la misma dirección en la que íbamos conduciendo. El muy hijoputa no paró ni siquiera entonces. Sólo dijo: «Hostia puta» y siguió conduciendo'».
Casi todo el autobús duerme. La noche ya está aquí. Hay otra luz en la zona delantera, como una baliza. Así, sin saber muy bien cómo, hemos llegado a marzo. La oscuridad es total. Sí, eso es, de antracita pura. La verdad se ha abierto paso en la novela. Y el autobús sigue abriéndose paso como un rompehielos.
Una imagen en la pantalla del autobús me da una idea para una película. Consiste en abrir puertas. Alguien llama a una puerta (siempre la misma persona, siempre a una puerta distinta). Se abre y comienza una historia. Al final, las puertas son todas de la misma casa y todas las historias están relacionadas. Así se ve en una maqueta. Pero no hay ni moraleja ni conclusión.
«Central Park estaba desierto. El único sonido audible era el rugir del tráfico en la distancia. A esas horas la gente estaba en su casa pero no se había ido a dormir y todas las ventanas de los grandes bloques de viviendas que daban al parque estaban iluminadas. Más allá de la rutilante fachada de la calle 59 se elevaban los rascacielos: el Sherry Netherland, el Empire State Building, el Chrysler. El cielo ya había ido adquiriendo ese resplandor violeta que era lo más cerca que estaba el cielo de Nueva York de la noche. Y el esquisto negro de la roca resplandecía con destellos plateados».
Esa es una observación que me había pasado inadvertida. Lo lejos que siempre está Nueva York de la verdadera noche, como si la temiera. Por eso gasta tanto dinero en ahuyentarla. Y por eso resultó tan pavorosa la noche del 11-S, la oscuridad y el silencio. Pero debería tener en cuenta el esquisto negro para el futuro. Por ejemplo, para la poesía.
(Todos los fragmentos en cursiva pertenecen a la novela ¡Melisande! ¿Qué son los sueños?, de Hillel Halkin, que acaba de publicar Libros del Asteroide en traducción de Vanesa Casanova)