Lo que ha cambiado y no ha cambiado en Honduras con el COVID 19.
Mi día comienza con una caminata matutina en el parque de la colonia en la que vivo. Pero a veces también recorro más de cinco kilómetros por mi querida Tegucigalpa, donde además de meditar y dar gracias a Dios mi corazón se consterna al ver la cantidad de pequeños negocios que yo visitaba para degustar una taza de café y que ahora están cerrados. Miro con mucha tristeza la situación paupérrima de familias enteras pidiendo en la calle. Rostros desencajados de personas que deambulan con sus mascarillas sucias cubriendo sólo su barbilla.
Siento un fuego grande arder en mi pecho. Siento enojo por los que nos gobiernan y por los que nos han gobernado, y me pregunto: ¿Por qué los hondureños hemos llegado a tal grado de conformismo y desidia? ¿Acaso es este el destino que nos merecemos?
Llego a un pequeño establecimiento a tomar café y la noticia amarga del día es que han asesinado a otro conductor del transporte público. Su ruta pasa por mi casa. Yo, que soy una pasajera frecuente, pienso si me habré subido en su bus alguna vez. Como el trabajo escasea, para muchos no hay otra opción que manejar, dedicarse a esa peligrosa ocupación. Pienso en qué será ahora de sus hijos y de toda su familia. Todo queda congelado en un imaginario de crueldad y desamparo. Noticias que dan cuenta de crímenes, de abusos, que no van más allá, que no explican por qué ocurre lo qué ocurre, cuál es el contexto, por qué no salimos del marasmo. Quién manda de verdad, por qué no se corrigen las injusticias, por qué la desigualdad aumenta cada año en vez de disminuir, quiénes son los dueños de la riqueza, con qué derecho se apropian de lo que es de todos, cómo es posible que no se guíen por el bien común. Quién ampara a los desamparados. Preguntas que caen en saco roto, que nadie responde.
La vida nos ha cambiado totalmente. El maldito virus ha hecho que casi todo lo que no iba bien empeore, y los que más sufrían sufren ahora un poco más: el sistema educativo, la economía, la vida social, religiosa, el trabajo, las organizaciones, todo o casi todo.
Pero lo que NO ha cambiado es la estructura criminal del país, los muertos siempre están al día, la corrupción ha florecido a costas de la tragedia, de salud malbaratada y del agravamiento de los fenómenos naturales: cuando llueve torrencialmente, cuando llegan los huracanes, cada vez más frecuentes y feroces, las casas más precarias son las que se lleva el viento, las que arrastran las aguas. Y los que se quedan a la intemperie son los que tienen menos recursos, para quienes Honduras es lo más parecido a una madrastra sin corazón. El inoperante aparato estatal queda en estos casos en evidencia, desnudo. No hace nada y, lo que es peor, no deja hacer nada. Y cuando nada cambia todo empeora. Cientos de burócratas ganan un buen sueldo a cambio de no hacer nada, como si se dedicaran a tapar con la indiferencia las grietas de un sistema que se desploma. ¿Dónde está la imaginación, dónde la creatividad, dónde la indignación moral que viene de contemplar cada día los estragos de la injusticia? En cada barrio y colonia hay niños y niñas sin educación; grupos ansiosos por hacer que no encuentra el apoyo necesario. Hay tanto qué hacer. Es como si Honduras fuera un país que se deshace, un país por refundar, un país al que convocar para que se ponga manos a la obra. Pero cómo hacerlo si desde el poder no predican con el ejemplo, no practican la austeridad, la transparencia, la honestidad, la crítica constructiva, la ecuanimidad, la justicia social…
En Honduras tampoco han mermado las violaciones de los derechos humanos. Seguimos careciendo de un Estado de Derecho digno de tal nombre. Porque se sigue asesinando a quienes se desviven por los demás, por proteger el medio ambiente, la patria de todos, los ríos, los campos, las selvas, los mares, el suelo nutricio de los hondureños, nuestra porción del mundo, un legado que debemos cuidar y preservar para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Se criminaliza a los que velan por el bien de todos, a los que se enfrentan a los abusadores, a los que no tienen escrúpulos, a los que explotan sin medida y sin pensar en el porvenir de las tierras y los seres, a los que esquilman el agua y el aire, a los que piensan que todos estamos en el mismo barco.
Hace más de un año se celebró una manifestación en las inmediaciones de la embajada de Estados Unidos. Un joven fue acusado de quemar una llanta ante el batallón de guardias de seguridad y marines que tienen tomada toda la cuadra para proteger la sacrosanta legación del país más poderoso del mundo, esa embajada que florece y paga su funcionamiento a costa de hondureños, que ilusoriamente nos las vemos y nos la deseamos para conseguir una visa y donde sistemáticamente somos tratados por los cónsules como sospechosos, como criminales. Porque ser hondureño con demasiada frecuencia equivale a ser pobre. Y ser pobre equivale a ser sospechoso. Como si el Dios de los anglos desconfiara de quien no es bendecido por el dólar.
Todos sabemos que aquella acusación no fue más que un montaje más en el teatro de los oprimidos. Rommel Herrera Portillo, de 25 años, profesor de educación primaria y estudiante de dos carreras universitarias, un joven lleno de ilusiones y con mucho potencial, cayó en desgracia. El gobierno actual quería dar un escarmiento, lanzar un doble mensaje: de intimidación para el pueblo hondureño y de apoyo total hacia su amo y señor estadounidense, representado por la embajada en Tegucigalpa.
Nuestro compañero fue encarcelado en La Tolva, una prisión de máxima seguridad donde recluyen a los criminales más peligrosos. Rommel mostró problemas depresivos y trastornos psiquiátricos a causa de las severas condiciones de encarcelamiento y las torturas que sufrió en ese centro penitenciario. Rommel enfermó gravemente y mucho nos tememos que no pueda superar superara el daño que le han infligido, o sufra consecuencias irreversibles.
Su abuelo fue Baldemar Portillo, una verdadera leyenda en la educación artística, un ejemplo para todos, y su madre, Mari Cruz Portillo, una maestra conocida por su entereza y su capacidad para lucha por mejorar las condiciones de los hondureños más desfavorecidos, por cambiar desde la base el estado de las cosas, desde la educación.
En diciembre se celebró el juicio. Rommel Herrera Portillo fue declarado inocente en uno de los cargos y culpable en lo que se refiere a la acusación de incendio agravado en grado de complicidad. El próximo 15 de enero se dictará la sentencia definitiva y se determinará si ha de cumplir cárcel y por cuánto tiempo.
Mientras un acto tan arbitrario sigue adelante, la flamante justicia hondureña desmeritó los casos de corrupción de políticos y amigos de políticos que despilfarraron millones de dólares destinados a la salud y desarrollo del pueblo hondureño.
Tengo una consigna que trato de seguir siempre: “que todo el mundo sepa de las injusticias que se cometen en Honduras”. Un país donde se encarcela en prisiones de máxima seguridad, tortura y arruina la vida a un joven hondureño cuya única falta fue protestar ante la corrupción y la difícil situación de la salud y educación de nuestro país. Al mismo tiempo, los verdaderos criminales, ladrones, corruptos cuyas acciones causan sufrimiento, enfermedad y muerte a miles de compatriotas necesitados se declaran inocentes o son internados en prisiones que en realidad se parecen mucho a establecimientos de lujo, donde da la sensación de que se encuentran de vacaciones en un hotel.
Que todo el mundo sepa de “las grandes injusticias del sistema de justicia de Honduras”.