[«El 29 de abril pasado, los rusos tomaron el Hospital Gregorio Marañón conmigo y mi madre dentro. Este es el relato de esos aciagos días. Sonrían», así presentó Marta Molina este texto en Twitter. Esta era su entradilla: «Este texto pudo no haber visto la luz. La desmemoria derivada de la edad, la quimioterapia y otros tantos fármacos consumidos en este proceso había empezado ya a esconder algunos de sus detalles más importantes. Llego tarde pero con el episodio todavía fresco»].
El 29 de abril pasado, los rusos tomaron el Hospital Gregorio Marañón conmigo y mi madre dentro. Yo había ingresado un día antes por un cuadro de insuficiencia respiratoria y fallo renal agudo –igual a muerte, muerte, aunque aquí estoy, viva, viva-, efectos con los que reaccionaba por segunda vez a un ensayo fundamentado en Nivolumab, fármaco al que en casa denominamos Vade retro, Satanás (el objetivo a estas alturas de nuestra carrera contra el cáncer es no ya curar sino estabilizar la enfermedad, aunque todos en mi entorno estamos pendientes de los milagros que se van rifando por el mundo). Cuatro días antes me había sometido a una cirugía para reparar mi colostomía que, con un prolapso de 25 centímetros, me impedía hacer lo que yo llamo vida normal (en el contexto de un estadio IVb, nada que ver con el imaginario colectivo) con aquel alien colgando de la barriga. Tajo y a la basura. ¿A dónde irán los trozos de colon a morir? Para ayudarme con el posoperatorio, mis padres pasaban esos días en Madrid. Y aquello fue lo que me salvó la vida. De haber estado sola, simplemente me hubieran descubierto inerte en el sofá donde habito uno o varios días después. Tras más de dos semanas con fiebres entre los 38 y 39,4 grados, aquel día mi temperatura bajó hasta los 34,5 grados. Con el tacto y la fisonomía de un cubito de hielo, mi cerebro se sumó presto a la cruzada y comenzó a desvariar al ritmo de un acelerador de partículas mentales.
Yo misma no recuerdo las incongruencias que salían de mi boca. Tampoco mis padres, muy afectados entonces y también ahora por aquello. De aquel preciso momento, solo guardo en la memoria cierta batalla dialéctica sobre la necesidad o no de pedir un taxi para dirigirnos a Urgencias. De camino al hospital ya en el coche, veía patos gigantes cruzando la carretera a lo loco. “¡Mira los patos! ¡Los patos!”, cuenta mi madre que decía con los ojos abiertos como platos para no perderme nada de mi nueva realidad. Para mi sorpresa pues me considero bastante menos perspicaz, me llevó poco tiempo comprender que estaba sufriendo alucinaciones. El marco del delirio se amplió ya en Urgencias con la entrada en escena de trapecistas, gigantes y cabezudos, malabaristas, ejércitos de personajes de ciencia ficción, cuerpos de baile propios de una distopía y mis gatos (Scott y Zelda), que habían adquirido los tamaños de un león y una pantera, flotando a pocos centímetros del techo de la sala que se iba llenando segundo a segundo de los personajes más bizarros y coloridos, fruto de mi muy estimulado cerebro, alentado quizá por las drogas (neurotoxicidad: morfina no digerida por el fallo renal) quizá por la enfermedad. Aquel tropel de ensueño, que parecía sacado de un circo en Star Wars, procedía de mi imaginación, obedecía por tanto a la más pura ficción ya que nunca jamás antes había conocido a tales individuos en mi mucho más monocromática cotidianeidad. Y eso que, ozú, me he cruzado con personajes y personajes. En mis cálculos estuve disfrutando de esa escena unos cuatro días. Al tercero ingresé en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) –por aquello de muerte, muerte, fallo renal e insuficiencia respiratoria– y simplemente estiré a voluntad aquella fantasía de la que estaban al corriente médicos y familiares. Uno de los oncólogos de guardia en aquel momento me reconoció dueña de “una alta creatividad”, y así lo reseñó en el informe de alta dieciocho días después. Mientras, mi padre preguntaba de tanto en tanto si seguía viendo “a esos señores” a lo que yo respondía ofreciéndole la ubicación concreta de algunos de ellos: “Encima de tu cabeza, al lado de la ventana…”.
Cuatro días según mi aturdida mente, 48 horas reales de las más creativas alucinaciones visuales. Al margen de los delirios, hablaba en italiano e inglés indistintamente con otros pacientes, entiendo que con numerosas dificultades de comunicación porque ellos superaban los ochenta años y yo carezco de fluidez en uno y otro idioma, pero de esto tampoco me acuerdo. Lo peor vendría después, todavía ingresada en la sala de Urgencias (visiten esta área del Gregorio Marañón, da miedo), cuando mis delirios, por sus características, se asemejaron tanto a la realidad que fui incapaz de distinguir sustantividad de fantasía. Entonces se me heló la sangre de verdad.
Supimos de la nueva situación por la alocución vespertina de uno de los celadores, quien se situó en el control de enfermería de Urgencias, el epicentro del área, algo así como el cerebro del pulpo, y alzando la voz nos informó de que el hospital había sido tomado “en pro del bien general”, finalidad de la misión que en ese preciso momento iniciaban él y sus compañeros a los que dirigió una firme mirada de camaradería que nos dejó a todos las cosas más que claras. A cambio de nuestra “valiosa colaboración”, prometió “buen rollo”, palabras que junto a los complementos con que adornaba su uniforme amarillo y blanco –braga en el cuello, pulseras de cuero y chapas varias– me llevaron prejuiciosamente a situarlo en algún barrio del sur de Madrid –yo también soy de un barrio del sur de Madrid–, donde la conciencia de clase y una destacada fe en el activismo social están más que legitimadas. Con todo y hasta entonces, lo que los secuestradores habían revelado sobre su posición los situaba geopolíticamente más cerca de Ucrania que de Rusia, más cerca aún cuando tiempo después conocí que Attac –el movimiento por la justicia social y, según la literalidad de sus siglas, Asociación por la Tributación de las Transacciones Financieras y la Acción Ciudadana– participaba en la ocupación. Watafak!
Los pacientes entramos en pánico. Compartía subsala de Urgencias –esta vez tuve suerte y no me tocó pasillo; por la masificación del servicio, el pasillo es utilizado como subsala– con un par de ancianas de las que supe muy poco, un hombre agonizante que debía sobrepasar los noventa años acompañado por su hijo menor de treinta y un tipo de clase media alta –agente inmobiliario de lujo, conocí después– insoportable al trato, tocado por un peluquín del que carecería en el mundo real sin alucinaciones y agraciado con una soberbia mayúscula con la que continuamente ponía en peligro al resto de enfermos. Un burgués engreído que me recordaba bastante, tanto por fisonomía como por carácter, a mi penúltimo ex. Todos nos hemos dejado acariciar alguna vez por las garras del mal. El nonagenario estaba rodeado de personas, unas siete u ocho, que sostenían velas en sus manos. Un ritual de acompañamiento en el tránsito final de la vida, deduje. El hombre recobró la conciencia en distintas ocasiones, pero dudo muchísimo que saliera de allí vivo. Mi pésame a sus familiares. Con una de las ancianas intenté comunicarme en italiano, reseña mi madre, y a la otra casi no le vi la cara.
Todos los personajes existieron, solo que mi muy maltratado cerebro les otorgaba, a su antojo, roles distintos en función del desarrollo de los acontecimientos que iba engarzando. Así, por ejemplo, muchas de las personas con las que primero compartí espera previa al triaje de Urgencias caminaban a paso ligero por los pasillos del Marañón, haciéndose ver muy atareadas. Si en la primera escena se llamaban Vanesa, Andrés, Nuria, Pedro, Concha, Paco o Maite, en la segunda respondían a nombres como Arinka, Nikolai, Irina, Karlen, Masha, Sergei u Olenka. Coexistieron, con personalidad desdoblada. En el transcurrir de las horas, celadores, auxiliares, enfermeros y médicos implicados en la toma del hospital cumplían rigurosamente sus funciones profesionales para después incorporarse a su papel como activistas. De tal modo que uno de ellos podía renovarte la bolsa de suero mientras te aleccionaba sobre las bondades de la causa –nunca definida aunque, entendí, relacionada con la guerra en Ucrania– porque le había pillado en mitad del cambio de turno.
Colaborar, yo quería colaborar. Qué otra cosa iba a pretender postrada como estaba en una cama de hospital y recién sometida a una diálisis de urgencia, encadenada a un palo de gotero y a una bolsa de orina a la que no caía una gota de pis dado el nefasto y mortífero estado de mis riñones. Así también me lo requirió mi madre, quien me rogó fuera “amable con estos señores que solo quieren lo mejor para nosotras”, literal, en mis alucinaciones, pero literal. No me esperaba otra cosa, yo también quería salvar el culo. Mientras, de mi padre lo desconocía todo. Temía por su seguridad, que también hubiera sido retenido por las fuerzas de ocupación de un movimiento surrealista sin sentido ni dirección. No volví a saber de él hasta que, por una conversación entre mi madre y la hija de la señora que ocupaba la cama vecina, conocí que había concedido una entrevista telefónica a cuenta del secuestro. “Sí, sí, mi marido también ha intervenido esta tarde en el programa de Francino, en la cadena SER”, le hizo saber con voz repipi.
A medida que los rusos, sus colaboradores españoles y los de Attac ocupaban más espacio, la troupe de saltimbanquis, malabaristas, personajes de ciencia ficción y animales sobredimensionados salía de escena. Hacía tiempo que mis gatos no planeaban ya bajo el techo de la sala cuando el celador quinqui vino a buscarme para “un TAC cerebral”. Más allá de las Urgencias, en los pasillos nadie hablaba español. Las Svetlanas, Tanyas, Polinas y Yelenas marchaban erguidas con la prestancia del que sabe que tiene la guerra ganada intercambiando palabras que por su melodía me sonaron a ruso. El del sur me dejó aparcada frente a una serie de puertas de las que entraban y salían mujeres de mayor talla que la española. Alguna de ellas me sonrió en una de las ocasiones en que dejé de hacerme la dormida como barrera de autoprotección. Me prometí dormir todo lo posible. Estaba muerta de miedo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que ingresé a uno de los gabinetes del pasillo, pero no fue mucho. Allí, una española y dos rusas me ayudaron a tumbarme sobre la mesa radiográfica para después sujetar mis muñecas a unas correas y embadurnarme la cabeza con un líquido viscoso y frío que parecía no tener color. La española me enfocó con su móvil queriéndome obligar a repetir: “Los españoles apoyamos el legítimo derecho de Rusia a recuperar su territorio vía militar. ¡Pedro Sánchez, dimisión; Vladimir Putin, asunción!”. Les afeé el engaño y, por supuesto, me negué. Como las piernas eran la única parte liberada de mi cuerpo, pataleé como una bestia salvaje en busca de libertad. Hastiadas de mi actitud, me dejaron ir y el vallecano de la braga en el cuello me devolvió a Urgencias. Por el camino, mi cabeza se ocupaba en revisar los envenenamientos de Navalny, Verzilov, Perepilichny, Kara-Mursa y Litvinenko y los asesinatos de Anna Politkóvskaya,Serguéi Yushenkov, Natalia Estemírova y Boris Nemtsov, entre otros cuyos nombres no recuerdo. Me hice caca en las bragas. No es literal porque desde que soy una paciente colostomizada resulta biológicamente imposible. El camillero debía estar informado de mi escasa cooperación porque durante el trayecto me dedicó lindos improperios: esquirola, fachurra, percebe, vendida, guarra… Aterrorizada, le rogué que parara la cama con la idea de huir aduciendo náuseas a lo que él respondió volcando la camilla del lado derecho: “Venga, vomita”. Con su gesto, comprendí que no tenía escapatoria.
Conforme el personal iba revelando su doble identidad, el trato se hacía más brusco y mayores eran las amenazas de pasarnos a cuchillo si no cooperábamos. No transcribiré aquí todas las hipotéticas conversaciones mantenidas con auxiliares y enfermeras en aquellos alucinantes días porque fueron tantas que me quedaría corta de papel. Ignoro el momento y el día en que todo se volvió tan adverso que casi se funde a negro bajo un rotundo telón de agresividad. Cuando el ambiente no podía tensarse más, entraron en acción los yihadistas. Los veía entrenar reflejados en los marcos metálicos de la ventana junto a mi cama. Fuera, el sol patinaba sobre el asfalto. Whatafak again! ¿No eran rusos? ¿Chechenos tal vez? Utilizaron los minúsculos jardines entorno al hospital a modo de campo de entrenamiento terrorista. Como el aluminio reverberaba su imagen, no conseguía calmar mi ansiedad hasta llegada la noche, cuando la oscuridad me impedía ver más allá de mi nariz. Yo, que seguía sin hacer pis y todavía conservaba en mi cuerpo una importante dosis de morfina sin filtrar, sudaba la gota gorda. Fue espantoso. Jamás antes estuve tan asustada. Mi primera vez como víctima de terrorismo.
Contra todo pronóstico dado mi deterioro neurológico y mis células en retirada en una de esas horas o de esos días aturdida frente al agresor, descubrí el trampantojo. Los yihadistas se movían hieráticos en solo dos direcciones: derecha e izquierda. Antes que soldados de Alá parecían maniquíes. Tras dedicar un tiempo intenso a la observación, me di cuenta de que todo aquello formaba parte de una compleja táctica de intimidación. Los yihadistas, al menos aquellos que se reflejaban en el aluminio de las ventanas, no existían. Los secuestradores nos habían hecho creer víctimas de un ataque terrorista replicando la imagen de pequeños soldaditos de plomo sobre los perfiles planos del acero de la ventana. Con mi madre más de aquel lado que de este y el resto de pacientes a importante distancia, guardé aquella información para mí. Mientras tanto y como la tensión iba in crescendo, los acompañantes del nonagenario recitaban algo así como una oración mientras el burgués repollo se parapetaba muerto del miedo detrás de su silencio, las señoras dormitaban ajenas al revuelo y mi madre y yo dudábamos si iniciar un proceso de separación biológica por nuestras diferencias ante aquella tensa situación. Nada me hacía sospechar de mi mente.
La mañana siguiente y mientras navegaba por la prensa digital pude leer el siguiente titular: “Attac y la dirección del Gregorio Marañón acuerdan no presentar cargos por la toma del hospital”. Un teletipo de EFE publicado por La Vanguardia. Me perdone aquel oncólogo, pero el concepto alta creatividad con el que definió mi estado resulta insuficiente para resumir el despliegue de imaginación demostrado en esos dos días, cuatro según mi calendario alucinógeno. Esa misma tarde mi padre sustituyó a mi madre como acompañante. Nunca le trasladé mi extrañeza por el cambio de actitud de los captores y su permisibilidad para que accediera al recinto, pero pasados unos días, ya en la UCI, y tras constatar que ambos, tanto él como mi madre, mantenían una actitud relajada al margen de secuestradores, envenenamientos, asesinatos, amenazas nucleares y guerras, los reuní en comité de crisis y confesé mis paranoias. Escucharon con atención, pero sin negar la realidad. Ni rusos, ni chechenos ni miembros de Attac. Esos días los únicos ocupantes del hospital fueron pacientes, sus amigos y familiares y los trabajadores del centro. Intenté recuperar la noticia de EFE-La Vanguardia, sin éxito. Había desaparecido, lo que me ofreció un último bofetón de realidad. Mi cabeza sin embargo conservaba importantes restos de aquel líquido, viscoso y frío que parecía no tener color, con el que una española y dos rusas pretendieron aplicar contraste para una prueba diagnóstica o envenenarme hasta la muerte, según la ingesta de morfina del que lo mire. Nadie en mi familia encuentra explicación.