El 8 de marzo de 2014, en “La Sexta Noche”, Pablo decía: “Es la que encarna ser ‘esposa de’, ‘nombrada por’, sin preparación. ‘Relaxing cup of café con leche’ y, además, belicista. Una mujer cuya única fuerza proviene de ser esposa de su marido y amiga de los amigos de su marido . Y en un día como hoy, 8 de marzo, a mí me gustaría felicitar a las mujeres de mi país y agradecerles que no se parecen a Ana Botella”.
Pero esto no es lo relevante. Ni lo de Mariló, que al fin y al cabo fueron palabras en un chat privado. Ni lo de llamar sistemáticamente marquesa a Cayetana, un ad hominem para marcarla moralmente -como enemiga social, de clase- y así no tener que responder al argumento; o esputarle «cateto» a Espinosa de los Monteros, mientras le reprochaba no haber aprovechado mejor la pasta de su padre. Esos odios de clase revelados en los más mínimos guiños, como aquel reproche -«buen abrigo lleva usted, señora»- a una periodista que no le debía gustar demasiado. Más significativo es lo de afirmar, como hizo Montero cuando aquella moción de censura a Rajoy, que el el PP es un partido machista, corrupto y «bunkerizado», con los «genes del bunker». Y es que cuando Iglesias -o uno de los suyos- no ha acusado al PP de «normalizar» el fascismo, ha afirmado que no tienen «ningún problema en decir de sí mismos que son fascistas o les ha instado -como ha hecho el PSOE en múltiples ocasiones- a «romper sus lazos con el franquismo«. Ultraderechistas, franquistas y fascistas son calificativos que no venían de sus voceros, sino de los propios representantes políticos. Antes y después de tener escaño. Con y sin responsabilidades institucionales. Y siempre desde las más altas responsabilidades de sus cargos orgánicos en un partido nacional que representaba a millones de votantes. Y no operaban como respuesta a nada. Por eso, si hay que rebajar la carga dialéctica en el Congreso, que no miren únicamente hacia un lado ni se centren principalmente en cuestiones de sexo. Esto va mucho más allá y viene desde mucho más atrás.
De hecho, los ataques de Podemos no hacían más que retomar, con fuerza inusitada, el legado de improperios, una larga estela, que ya lanzaban antes PNV, CIU, IU o el PSOE, apuntalando un marco mental que ha señoreado prácticamente todo el periodo democrático, desde la Transición, rebajando a la derecha democrática a la altura del más hondo oprobio democrático. (Por cierto, esa misma derecha que con Aznar no tuvo reparos en firmar los pactos del Majestic con los que se dio la mayor cesión de competencias que, en boca del propio Pujol, habían conocido hasta entonces los nacionalistas catalanes). Así es como llegamos a tener que ‘cocinar’ encuestas: resulta que un votante de derechas, si acaso resistía la presión social y votaba en conciencia, mejor se callaba públicamente y no confesaba su voto ni sus ideas más que en entornos seguros. De esto sabe mucho nuestra arena política en comunidades como la catalana y la vasca. Si en algún sitio se ha impuesto -con el apoyo incansable de las instituciones autonómicas- la espiral del silencio, ha sido allí. Hay quien incluso ha considerado a Euskadi libre de fascismo dado el escaso voto que encuentran ahí PP y VOX. Ya que les beneficia, ni les inquietan ni se preguntan por la responsabilidad que el terrorismo, ese fascismo tan español, haya podido tener en ello. Y, en fin, desde este caldo llegamos a la síntesis de Pablo Iglesias: «Lo que se vota el 4M es entre fascismo y democracia».
Y aquí sí vamos entrando en la «violencia política» que denuncia Montero sin tener ni idea de lo que eso significa. O teniéndolo quizás demasiado claro, lo que sería sin duda peor, pues estaríamos ante una perversión consciente de los conceptos y, con ellos, de los marcos mentales, para poder desviar la atención no sólo de las críticas que se ciernen sobre ella por su impresentable gestión al cargo de su Ministerio -que alcanza el cenit con lo del «sí es sí» y sus consecuencias penitenciarias-, sino también de su genuina apuesta, la suya sí, por la violencia política. Porque dicha violencia, tras la de la guerra civil, ha sido, en estos 44 años de democracia, la del terrorismo de ETA y la rebelión catalana. Esos son los dos grandes delitos que han aspirado a conquistar el poder por medios violentos no legítimos. Y quienes las promovieron (los primeros hasta hace unos 10 años y 4 años los segundos) son hoy sus socios de Gobierno.
Menores dosis de violencia, pero sintomáticas, fueron las de su análisis de lo que ocurrió en Gamonal (sin cuyo «efecto», según Iglesias, «no existiríamos», dice refiriéndose a su partido), con la extática celebración de las patadas a los policías, o aquella campaña de «rodea el Congreso», en plena «estrategia del desbordamiento» («si ellos pretenden que nos atrincheremos en el Parlamento’, Podemos le responderá «desbordando las calles») orquestada por quienes tenían claro que «el cielo no se toma por consenso». En la convocatoria de aquel Rodea el Congreso se apelaba a “hacer frente al golpe de la Mafia con democracia”, tras afirmar que “el golpe del régimen se ha consumado” que “Rajoy será finalmente investido en octubre. Será un gobierno ilegítimo de un Régimen ilegítimo. Un jefe de Estado al que nadie ha votado y apenas nadie fue a recibir el día de su coronación –la mafia de Nóos– llama a consultas a un candidato al que tampoco nadie ha votado –la mafia de los ERE- para que se abstenga en la investidura de otro candidato que en dos elecciones no ha alcanzado votos ni acuerdos suficientes para formar gobierno –la mafia de la Gürtel”. No aceptaron como legítimo el resultado electoral. Casi nada.
Todo esto no es más que una extensión de su núcleo teórico, peor que schmittiano, sobre el valor de la violencia política. Un botón de muestra: En el Fort Apache de enero de 2013, donde Pablo Iglesias anima a no entender la política como “una desigual partida de ajedrez” con las piezas que a cada uno le han tocado, sino a “entenderla como boxeo”, asumiendo que “la paz no es más que el resultado de una guerra; así entendieron en ETA la política e hicieron una guerra que apenas ha terminado y que ha marcado con el dolor de unos y de otros la historia política reciente de España y del País Vasco”. Se pregunta si lo que perdió ETA en la guerra contra el Estado lo podrá ganar la izquierda abertzale en las instituciones, y se responde afirmando que “hay quienes pensamos que lo que se pierde en los campos de batalla, no se gana en los parlamentos; pero al pesimismo de la inteligencia, tras quedar K.O. en el ring, siempre se la ha opuesta el optimismo de la voluntad, ya que aún quedan piezas que mover en el tablero de ajedrez”.
Y es que el verdadero sinsentido es que Irene Montero (que, dicho sea de paso, sin ser nadie suplantó a Tania por puro nepotismo -ese interés, bien materialista, que supondría luego ayudar a quien la designó a hacer frente a una hipoteca-, el de un partido asambleario que nunca abandonó la lógica leninista del férreo liderazgo, el de quien a dedo designó a sus sucesoras orgánica e institucional) intente denunciar, precisamente ella y encima como portavoz de Podemos, «violencia política», justo después de desacreditar a los jueces, de llamarlos machistas y de acusarlos de prevaricar. ¡Toma violencia política!, la de una Ministra que se cisca en la separación de poderes. La de una Ministra (que, tampoco lo olvidemos, ha usado su cargo, con todos los excesos y precipitaciones posibles, para defender a gente como Juana y su abogada, mientras atacaba a padres desamparados frente a la locura de sus ex) haciendo ahora la del calamar cuando esos mismos jueces piden consensuadamente, de izquierda a derecha, su dimisión. Y más triste resulta que, con ello, arrastre a ERC o a Bildu a secundarle. El victimario haciéndose pasar por víctima. Todo un clásico.
Pero es que en este país ya hemos visto cómo se ensalzaba a gente peor que Otegi (ese «hombre de paz», concepto de Iglesias que no viene poco cargado de «violencia política»); me refiero a Josu Ternera, hombre más bien de sangre y terror, que llegó a formar parte de la comisión de derechos humanos.
Décadas de violencia verbal, retorciendo los conceptos políticos y pisoteando la dignidad democrática desde las instituciones, nos han curado de espanto y deberían servir para prevenir tan burdas estrategias como la que hoy estamos presenciando. Pero hay muy poco valor, a lo que se ve, para enfrentarse a quien ha aprendido desde la cuna la estrategia de envolverse en la bandera; en este caso, a diferencia de Pujol y el resto de los nacionalistas, en la bandera de la víctima del machismo. También estamos curados de espanto aquí de este tipo de cobardías: no hay autoproclamada víctima identitaria a la que osemos mandar a tomar viento en nombre de la democracia. Preferimos que esta ceda y lavarnos las manos, como el romano. Sin duda es menos gravoso eso que atreverse a responder. No vayan los medios a afearnos la actitud irreverente, pues una parte de la sociedad nunca podrá valerse de esa carta de triunfo que supone denunciar una campaña de ‘violencia política’. La que la sufre.