¡Qué viva la música!, Ray Barretto
Madurez del hombre: quiere decir que ha recuperado la seriedad que tuvo cuando niño en sus juegos.
Friedrich Nietzsche
No pierdas la inocencia pues jamás la podrás recuperar.
Erich Maria Remarque
¿Lo que más admiro en un escritor? Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezca que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario.
Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la guayaba que prueba todos los días.
Que se acerque a las cosas por apetito y se aleje por repugnancia.
José Lezama Lima
Andrés Caicedo por A. C.: un hombre bueno no escribe novelas…
Comenzaré por el fin: viernes 4 de marzo de 1977. Edificio Corkidi No 2, Cali. Cualquier cantidad de seconales. En esa fecha decidí quitarme la vida porque siempre sostuve: Vivir después de los 25 años es deshonesto: es un repetirse porque se ha superado la capacidad de asombro. Sí, discutible; pero, así concebía la vida. Aún se escuchan voces de quienes piensan que el suicidio obedeció a una actitud generacional; algunos creen que fue un suicidio didáctico, una enseñanza; otros, que fue un ejemplo para los de mi clase, la burguesía (¡que tanto se vio afectada con mi novela!), e incluso para mis amigos. Nada de eso. Cada cual entra en la muerte de una forma propia y particular: la que más se le parezca. Y yo escogí el suicidio. Bastaba un empujón externo o un resbalón interno para precipitarme al vacío: y esto fue lo que ocurrió. Hecho que no contradice en nada mi tenaz e irrefrenable apego a la vida durante los escasos –cronológicamente hablando– 25 años que viví. Suficientes para dejar obra y morir tranquilo, para demostrar que la madurez –esa palabra que tanto odié– no siempre va pareja con los años. La narrativa colombiana “está integrada por ancianos que apenas si rozan los 30”, decía Cobo Borda en un artículo que hacia el final expresaba: “Así el niño castrado que aspira a volver al útero materno se convierte en el hábil narrador que ‘organiza datos para elaborar un sufrimiento’”. Todo ser humano, reconózcalo o no, anhela retornar a la madre. Tema sobre el que hay bastantes ejemplos en la literatura: basta revisar algunas obras de Hesse o Lovecraft, como Demian o Las aventuras oníricas de Randolph Carter, esas que algunos llaman literatura para adolescentes o para clases burguesas; o algunas de Camus, como El extranjero, La caída, La peste, con las que no se atreven a meter quienes decían algo por ahí.
Volviendo sobre el suicidio vale anotar que nunca vi en él un estigma para mi familia, ni un escape vergonzante o una salida ilegal –y no pido perdón a la Iglesia– sino que siempre consideré más válido abandonar el mundo por mi propia mano, lo que para mí era destino y muy pocos entendieron así: al fin y al cabo, el suicidio, sin perdón de la Iglesia, es el único acto verdaderamente libre en nuestras vidas… (aunque de esto ya no estoy tan seguro; como diría el poeta Pablo Armando: “Nadie elige su muerte, ni siquiera el suicida”). Uno de mis últimos textos lo expresa: “Sonreí al pensar en sus palabras que nombraban por ‘angustia’ algo que para mí era destino”. Antes del 4 de marzo, ya había cometido dos intentos de suicidio, uno de los cuales me significó 39 días de reclusión en la clínica Santo Tomás de Bogotá, por sobredosis de valium. Después, le comenté a Óscar Campo que el último sería con seconal. Cuando cumplí 24 años llegó mi hermana Pilar a la casa –Alfonso Echeverri estaba ahí– con un bono de regalo para comprar un disco: “Feliz cumpleaños, mijito”; le respondí: “El último de mi vida, Pilarcita”, a lo que ella agregó: “Dejá de hablar pendejadas”; yo concluí: “¡Uf, te lo garantizo!”… Como ven, fue un suicidio con garantías.
Tres años atrás, viajé a Estados Unidos con tres guiones –un western y otros dos basados en cuentos de horror– dos de ellos para vendérselos a Roger Corman, el maestro de la serie B, quien había hecho en cine El cuervo, La caída de la casa Usher, La máscara de la muerte roja, Cuentos de terror (Tales of Terror, traducido como Destino fatal), El palacio de los espíritus y El pozo y el péndulo, todos relatos de Poe, maestro del horror y lo sobrenatural en la literatura. El viaje fue inútil. No conocí a Corman. Después volví a Nueva York, entre el 26 de septiembre y el 20 de octubre de 1974 –allí celebré mis 23 años– y en compañía de Luis Ospina asistí durante casi un mes a seis funciones diarias de cine. En esa ocasión fue cuando definitivamente se forjó mi trivia cinematográfica. Así, de la experiencia negativa con Corman y de la positiva con el Festival de Nueva York surgió Pronto: fragmentos de unas tales Memorias de una Cinesífilis, encontrados dentro de una botella en las riberas del Canal de Panamá. Relato publicado en Obra en Marcha No 2, 1976, que haría parte de una novela que se quedó en proyecto: lo que en él digo sobre Corman pertenece a la ficción (acude ahora en tropel a la mente cuando les escribí a mis padres desde los United States y cometí un lapsus: en lugar de “mi visa expira”, escribí “mi vida…”, y aunque me apresuré a corregir, ya para qué, como dice el temita; y aunque pensé que eso tenía para mí algo más de reflexión que de profecía, cada día me convenzo de lo contrario: las palabras toman cuerpo, son, pese a la resistencia pasiva o decidida, acción).
Regresé con la idea de vivir solo en un apartamento, preferiblemente ubicado en San Antonio, el único lugar donde se podía respirar aire puro en Cali (aunque también en Silvia o en Pance, pero ese es otro asunto; además, como siempre dije, a mi papá le costaba mucho permanecer como dueño de un predio y por eso tuve que terminar canjeando mi íntima vocación campestre y de aire puro por mi pacto maldito con el humo de la bareta y con la densidad de la droga, con la que no obstante jamás me entendí del todo; pero, lo más grave, es que mi papá le haya trabajado tanto a los ricos recibiendo a cambio sólo explotación y vendido su fuerza de trabajo hasta el agotamiento en medio de un absoluto conformismo; ah, otra cosa que no le perdono al viejo, por haber fomentado en mí la preocupación, es que me haya dicho alguna vez: “Yo moriré de cáncer en la garganta”). De ese periodo hago un flash back para recordar mis andanzas con Guillermo Lemos, Bernardo el Sastre y Clarisolcita, quien se llamaba Clara pero por culpa del Loco Paz se quedó así, mi heroína de la perdición, con quien me conocí cuando entre 1968 y 71 dirigí el segundo grupo del Teatro Experimental de Univalle; ella, con apenas ocho años, asistió al estreno de Mar, una de las obras que monté. Pocos años antes, hacia 1962, ya me había impuesto un inexorable plan de lectura. Llevaba una bitácora con todos los libros que había leído y de cada uno tenía un comentario escrito y guardado (después haría lo mismo con el cine, cada película llevaba su correspondiente comentario: es sólo una cuestión no tanto de actitud como de obsesión y esta no es más que un sucedáneo de la libertad, es decir, el sacrificio hecho en nombre del amor). A los 13 años escribí el cuento El silencio. Tiempo después llegaron las piezas teatrales Las buenas conciencias, El fin de las vacaciones y Los imbéciles también son testigos; la novela La estatua del soldadito de plomo; y el ensayo Los héroes al principio. Obras, todas, prácticamente desconocidas, aun en Cali…
En 1969, estudiaba en el San Luis Gonzaga y efectuaba mis primeros pasos en el teatro realizando bocetos, borradores, manuscritos y montajes, entre los que destacan: La cantante calva –que no pudo ser presentada el Día de la Madre porque era una obra obscena– y Las sillas, ambas de Ionesco, junto a Brecht, el dramaturgo que más admiré; además, La noche de los asesinos, de José Triana. En el Teatro Experimental de Cali (TEC), bajo la dirección de Enrique Buenaventura, hice mi único trabajo como actor en la obra Seis horas en la vida de Frank Kulak. A partir de esa experiencia me incliné por la dirección teatral, campo en el que Enrique notaba mayor talento y riqueza imaginativa. En cambio, Delio Merino Escobar, director del grupo de planta de Univalle, siempre me valoró más como crítico que como actor o director, básicamente por un artículo mío sobre el montaje que de Madre Coraje, de Brecht, hizo La Candelaria, de Bogotá, bajo la dirección de Santiago García. La reseña le sorprendió, según dijo, por la radiografía que hice de Brecht, por el paralelo hecho con la obra de Gorki (La madre) y por la ausencia de apreciaciones personales, lo que proyectaba una “profunda madurez [dele con la palabreja] crítica”.
El mismo año 69, con Berenice, ganaría el concurso de cuento Univalle y el segundo premio del Concurso Internacional de la revista Imagen, de Caracas, con Los dientes de Caperucita; y, en 1972, el de la Universidad Externado de Colombia, en Bogotá, con El tiempo de la ciénaga que, apartando la modestia, considero mi obra maestra. Estando en el San Luis Gonzaga escribí las piezas dramáticas La piel del otro héroe y Recibiendo al nuevo alumno: aquella, ganadora del Primer Festival de Teatro Estudiantil, en 1966. Aquel año 69 también formé parte del grupo Los Dialogantes que, entre otras cosas, nunca supe por qué se llamaba así. Antes, había estudiado en el Pío XII, Nuestra Señora del Pilar, San Juan Berchmans, entre otros, y terminé el bachillerato, con mucho trabajo, en el Camacho Perea (las evocaciones religiosas que aparecen en ¡Que viva la música! provienen del citado lastre pedagógico). Un día le dije al profesor de matemáticas: “Mire, yo no tengo ni siquiera idea de sumar y no me interesa aprender, entonces si usted me va a poner un examen yo le voy a copiar; a mí sólo me interesa el diploma de bachiller y eso porque hay que sacarlo”. El profesor me dio unos cuestionarios que llevé a la casa: “Pilar, resolvéme estos formularios como para sacar tres”; los resolvió y así fue como saqué el cartón de bachiller. El que ahora reposa en uno de mis baúles, predestinado a uno de mis futuros vampiros, de esos chupa-sangres que no faltan.
Enseguida, mi mamá comenzó a presionarme para que entrara a la universidad. Para no tener problemas, porque nunca los quise tener, con ella, claro, me presenté a Humanidades en Univalle. Saqué uno de los puntajes más altos, le llevé la tarjeta a mamá: “Ya pasé por la universidad, tomá la tarjeta, pero a mí no me interesa estudiar allí”. Esa fue, a grandes rasgos, mi carrera de estudiante. Sin embargo, siempre fui autodidacta. Y mi verdadera formación artística arrancó de los seis años cuando empecé a dibujar historietas, trabajo que aprendí de José Félix Escobar. Me dediqué con ansiedad casi febril a la literatura, al cine, al teatro, a la fotografía… hasta a la publicidad. Entonces, comencé a escribir cuentos, crónicas sobre cine, críticas teatrales, guiones cinematográficos, novelas y a escuchar música: primero el rock de los Rolling Stones; después, lo que genéricamente se conoce como salsa (que en realidad fue el nombre que tomó de un son habanero de Ignacio Piñeiro, Échale salsita, son que venía precedido por el montuno y más atrás por el changüí, que no es sinónimo de son, como dicen algunos, sino su precursor al lado del danzonete, de la danza criolla, del danzón y de la rumba, entre otros ritmos): Ricardo Ray & Bobby Cruz (la mejor orquesta del mundo), Willie Colón, Johnny Pacheco, Ray Barreto, Héctor Lavoe, la Tico (y luego la Fania) All Stars, Pete Conde Rodríguez, Bobby Valentín, el Gran Combo y Andy Montañez, Larry Harlow e Ismael Miranda, Charlie y Eddie Palmieri, Roberto Roena y su Apollo Sound, Willie Rosario y Frankie Nieves, Celia Cruz, Cortijo e Ismael Rivera, Tito Puente, Mongo Santamaría, Frankie Dante, Adalberto Santiago, la Orquesta Broadway, la Típica Novel y la Charanga América, entre los nombres más connotados.
Desde muy pequeño me interesé por la lectura de los peruanos Vargas Llosa y Bryce Echenique; los mexicanos José Agustín y Carlos Fuentes; los gringos Poe, Lovecraft, Flannery O’Connor; los ingleses Lowry, Connolly, James (éste, de origen gringo), Milton, Dickens y Burgess; los españoles Cela y Baroja; y los argentinos Borges y Cortázar. Pese al deslumbramiento que pueda suscitar la sola mención de tan prestigiosos escritores –y aquí debo apresurarme a desvirtuar fantasmas en torno a un cabal conocimiento suyo, por parte mía: mis lagunas son tan grandes como las de la época en que bebía Póker con frenesí–, las claves para descifrar buena parte de mi literatura es posible hallarlas en los representantes de la Beat Generation, el primer rompimiento generacional del siglo XX, la mal llamada Generación Vencida si se observa la definición de John Clellon Holmes: “La palabra Beat puede decirse que tiene un nombre: quien ha sobrevivido a una guerra, sabe que ser beat no significa tanto estar muerto de cansancio como tener los nervios a flor de piel”. E hipersensibilidad no es sinónimo de resignación, sensible no significa vencido; además, la resignación es ya de por sí mal de nuestro pueblo, no sólo personal, y siempre lleva a lo peor. Por eso hay que combatirla por todos los medios que sean necesarios, como diría Malcolm X, refiriéndose a asuntos menos triviales que los míos, por ejemplo, la supervivencia de los demás afroamericanos y entre ellos la de los Panteras Negras.
De la Beat Generation hacían parte Jack Kerouac con su clásico On the Road; Allen Ginsberg, quizás su más grande poeta, con Howl; William Burroughs, autor de Naked Lunch, uno de mis libros preferidos; Gregory Corso, el inspirado poeta de Gasolina, y Lawrence Ferlinghetti, el recordado creador deFotografías del mundo que se ha ido, su primer libro de poemas y del famoso Coney Island de la mente. Con ellos entendí que la verdadera influencia de un escritor sobre otro se manifiesta en el subconsciente: esa impresión de voces grabadas transcritas al papel que producen algunos de mis cuentos, evidencian huellas de la literatura instantánea –creada por Kerouac–, porque en ellos las asociaciones fluyen libremente conformando de manera caótica la esencia del discurso narrativo. Hecho del que nunca fui consciente hasta ahora. Bueno, sobra decir que no siempre se es consciente de las cosas que se escriben pues ya se sabe que el arte es más un affaire de emoción que de coherencia, aunque otra cosa pudieran pensar los académicos, los mismos que nunca han querido aceptar que el noventa por ciento del arte es producto de la calle antes que del aula, del autodidacta antes que del profesional.
Sin embargo, entre quienes se han preocupado por estudiar mi obra nunca se menciona a Hermann Hesse, Ernesto Sabato, Juan Rulfo ni Henry Miller, artistas decisivos, más que en la literaria, en mi formación humana y ante quienes siempre fui permeable. De Hesse heredé, por ejemplo, el rechazo al sistema educativo que sacrifica la fantasía e imaginación propias del niño, en aras de una formación rígida (por no decir carcelaria), para conseguir personas obedientes, y unilaterales, olvidando que ese niño es fuente de creatividad antes que depósito de la misma; de Sabato aprendí que cuando haya una disputa entre la razón y el instinto, se le debe dar la razón al instinto, como quiera que no sólo la Razón produce monstruos sino que la Razón de Estado sólo ha servido para que este monopolice la injusticia; de Rulfo, como en así de cuentos suyos y en algunos míos se puede comprobar, la reiteración permanente, para tapar los huecos de… la memoria; y de Miller, también por ejemplo, su extravagante sentido de misión que hace doblemente visible y palpable su presencia, lo mismo que la de sus personajes que, como los míos, aparecen y desaparecen en algunos de sus exorcismos, para reaparecer en otro de ellos, lo que la crítica moderna llamó intertextualidad: algo que siempre ha existido. ¿Quién que viva en pos del conocimiento, tras el alma y su desnudez (la del alma), podría ignorar Demian, Bajo las ruedas, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Pedro Páramo, El llano en llamas, Trópico de cáncer o Trópico de capricornio? ¿Quién que se pregunte qué es el hombre, podría ignorar esas crónicas plenas de vida, sensualidad, conocimiento del hombre y la mujer, sexo, anarquía y muerte? Nadie.
Vino después mi experiencia en publicidad (cuando trabajé con Carlos A. Jaramillo, director de Aquelarre, revista que publicó El tiempo de la ciénaga), campo en el que creé toda la campaña del nuevo periódico El Pueblo. Sobre ese mundo del glamour y la alienación hay un ejemplo que desbarata el mito creado en torno a todo autor con una altura mayor de la normal… y que evoluciona precozmente: “He oído que pronuncian el nombre de Andrés. ¿Será que se esmeran para traerme trabajo? ¿Responderé bien si me traen un trabajo? ‘Aquí tiene usted un jabón Varela, sáquele una máxima que lo haga popular’, ja-ja, no me dirían eso, esa frase es como de película argentina sobre la publicidad, esas que yo pongo tanto de ejemplo son conocer a fondo. En realidad no conozco a fondo nada, ni el inglés, ni Poe, ni Hitchcock, ni las artes de la escritura”. Ejemplo para recordar que detrás del genio se esconde el hombre. O, mejor, está. Cualquier persona podía verme comiendo helados en el Dari-Frost o en la Ventolini, al comienzo, bebiendo cerveza en el café Los Turcos o en la fuente de soda Mónaco, después, repitiendo slogans de poderosas empresas que, con nombre propio, aparecen por ahí en mis obras. Lemas que olvidaba en Macondo, la primera discoteca, y en Amémonos… al Sur, cuando acababa el goce: nadie, eso sí, me vio ingerir los seconales con los que este se acabó…
Como ya dije, nunca quise tener problemas con mamá… con papá sí: digo, sí los tuve, pero menores. En el plano personal, la tartamudez, que no me dejó ser actor; estos dientes, que no me dejaban respirar; el asma, que tampoco…; esos nervios… que me impedían armar un bareto; la tristeza… daba risa (siempre sufrí de ella, claro, de tristeza, esa especie de freno que uno tiene, producto de la cultura católica recibida: quizás por eso, el perico también me deprimía y también por eso siempre pensé que tenía la sombra del mal en la cara y el desencanto y la malicia en cada ojo, todo esto a su vez a causa de la culpa); el deseo de matar… Cómo no creer en Dios (que aquí no es más que el título de una canción cursi, de esas que tanto invoco siempre que Patricita me hace falta, cómo podría ocultarlo); el temor a enloquecer, pienso luego… ¿qué?; el miedo a la crítica; la angustia y el delirio de persecución… que genera la crítica; la certeza de ser importante… fueron elementos que reforzaron la decisión de quitarme la vida el viernes ya citado, instantes después de decirle a alguien se me estalla la cabeza, en Calicalabozo, aquella ciudad sólo para adolescentes, donde había nacido el 29 de septiembre de 1951 (la primera vez que intenté suicidarme fue en medio de una rumba, cortándome las venas después de ingerir veinticinco blues, como le decíamos al valium de diez miligramos; la segunda está rodeada de nubes más allá de mi memoria, aunque parece que me tomé ciento veinticinco pepas, tras discutir mucho con Patricita: todo ello causado por ese irrefrenable deseo de autodestrucción, que siempre confundí con la lascivia, cuando no es otra cosa que la mayor forma de comodidad, obscena y perversa hasta la médula). Algo sí debo aclarar, así no sea una justificación: a los que aún puedan creer que soy marica, sólo les digo lo que alguna vez le expresé al amor de mi vida: “Patricita, yo no soy homosexual”. Pueden preguntarle a la loca del HAT o a Devil Beccasino, que ellos sí saben de chismes… En el plano psicológico, mis conflictos fueron básicamente con Edipo (siempre sufrí en soledad por la ausencia de mi madre y no dejaba de pensar que una visita suya bastaría para sanarme y al mismo tiempo me preguntaba si sería capaz de cruzar con Nellie dos palabras de interés, si estaría tranquilo al sentir sus músculos rozándome los míos, si algún día podría abstraerme al influjo del lechero, ese árbol cuyo olor penetrante me trae su recuerdo, si habría algún día decisión para escribir los libros famosos que ella y otros más esperan de mí): ¡éste, Edipo, reitero, y el cucarrón metido dentro del pecho!… El que me dejó clavado mi Patricita, el mismo por el que tengo el corazón en pedacitos… como lo dice el siguiente texto inédito hasta hoy: Sobrecupo. Hace tiempo decidí no volver a entregar mi corazón a nadie. Así que lo envolví en papel de aluminio, para que no se dañara u oxidara y lo guardé en mi caja torácica, que es donde siempre había estado. En mayo pasado, siempre en mayo, por qué será, ¿por la virgen o por la madre?, aunque hice lo posible por impedirlo, una vez más me lo dejé robar sin poner ninguna condición. De nuevo me volvían a engañar: contra la rebeldía del corazón no hay vigía que pueda… No obstante, me dijeron que lo cuidarían toda la vida y yo, atiguibas, creí, creyendo de antemano que no debería creer más. Se lo comieron entero, para vomitármelo poco después, hecho una porquería. Tras la recuperación, decidí hacer realidad un viejo sueño: cortar el corazón en pedacitos y servirlo así en bandeja a quien se fuera apareciendo, que el mío es (¿o era?) demasiado corazón para entregarlo de una vez… no vaya y sea que después se atraganten. No me he arrepentido de esa decisión. A algunas mujeres, por esas paradojas según las cuales sólo acierta en amor quien se equivoca, les parece, sin embargo, que en cada pedacito sigo dando mucho, y si a alguien le parece poco le digo que tenga paciencia, que ya le tocará otra ración en el próximo reparto. Pero, eso sí, cuando advierto que quien lo pide no lo quiere para disfrutarlo sino para escupirlo, a cambio doy un trocito de hígado, que tiene el mismo color y sabe igual pero deja luego el sabor amargo de la hiel, es decir, idéntico al de la mierda. Este último año he repartido tantas porciones de mi rojo manjar que en vez de soledad tengo sobrecupo en mi fraccionado corazón. Como diría Sabato: así se da la felicidad, en pedazos, por momentos…) ¡ah! y, por supuesto, lo que alguna vez dije: el horror del hombre comienza cuando intuye las consecuencias desventajosas que puede traer su necesidad de cultura y cuando busca refugio imposible en una inocencia perdida. Todas esas son causas suficientes para que cualquiera tenga un resbalón interno en la vida; para comprobar que Un hombre bueno es difícil de encontrar tanto como uno perfecto y para que el lector esté seguro de que, en caso de hallar uno u otro, ninguno de los dos escribe novelas (he crecido tan duro y tan malo, con tantas cucarachas en la cabeza y con tal conciencia del fracaso que por eso mismo, después de terminar ¡Que viva la música!, ya tenía claro que no escribiría más novelas, entre otras cosas para qué o para quién con ese desprecio de la gente por lo que uno escribe, y que tampoco le daría a mi madre más descendencia, o sea, nietos a los que ella pudiera acariciar y cuidar y a la vez estropear, habiendo tanta gente en el mundo como hay, y yo ya seguro de querer dejarlo todo, incluida mi Patricita del alma, mi Patricialinda, mi placer y mi tormento, la única para quien quería que siguiera habitándome el vigor y la tiesura de ese pedazo de músculo flácido, pero que cuando ya uno está desencantado del mundo no espera que se le yerga ni con cemento ni con el futuro viagra, además porque él mismo ya no quiere darse gusto de vida sino que va al encuentro de la muerte con su casco uniocular, sin más ánimo que dar un grito sordo por el fracaso, no un viva hipócrita por la fama o la gloria o la supuesta felicidad).
Y, no obstante, para echar por tierra el pesimismo ajeno y para darme ánimos mientras viva, debo decir, ahora que la originalidad está prohibida, que nunca dejé de creer que era bueno lo que escribía y lo que aún escribo y que aunque las sombras del mal quieran golpearme los cachetes y los seis dedos de la frente, seguiré creyendo hasta el final que la escritura es mi mejor y única droga, a través de la cual alcanzaré la paz del espíritu, no la del inexorable sepulcro, y en el curso del tiempo no habrá motivo alguno para reflexiones amargas, no lo habrá… mi palabra, como dijo el poeta, no se perderá. En cuestiones de literatura, siempre habrá quién sepa dónde ponen las garzas… o los garzones, en esta selva peliaguda que nos tocó habitar.
La música, el pelo, la noche, Cali, la calle, el bareto y los otros personajes…
La música es el principal protagonista de la novela –el tema musical que dio origen a su título es prueba de ello–, compañera inseparable de la Mona, dotada de vida y movimiento tanto como aquella, motivo y sinónimo de vida, expresión de comunión humana, afirmación de un recorrido novelado, medio de comunicación en tanto factor de resistencia; el pelo, símbolo de vanidad, superioridad, clasismo, pero también de frivolidad e ignorancia; Cali, otro símbolo: justificación de la existencia de Andrés Caicedo, ciudad Sucursal del Cielo descrita con precisión cartográfica, el mito que inventó Ricardo Ray; la noche, antítesis de las convenciones respecto a claridad (día) y oscuridad (noche): en la novela la noche es el día y el sol el enemigo, la noche genera fanatismo; la calle, espacio geográfico determinado con tal exactitud que el lector que conozca Cali se ubica allí de inmediato (y el que no, también); y el Bareto, ese personaje con muchos nombres que el lector siempre identifica: Bacilo, Boleto, Barillo, Buenaventuro, Barbaco, Baro, Chicharro, Burbujo, Bocano, Babuino, Bisajoso, Bandero, Balino, Gotrica, Barquisimeto y Barbudo.
Siendo tan extensa la lista de los otros personajes, aquí sólo se han considerado los de mayor incidencia sobre la novela, destacando las características con las que Caicedo los presenta: un rasgo de su carácter basta para definir su personalidad o su actitud ante la vida; si aún se sostiene que la cara es el espejo del alma, aquél muestra el alma de los personajes sin presentar su cara. Así, la Mona es la protagonista, el alma que origina la rumba, “la que perfeccionaría el sistema”, compañera inseparable de la música: primero rock, luego salsa, la que al principio no sabía nada de música y después comprendió todo, la Reina del Guaguancó, la segunda que todo probó, la imitada, clasista, racista, autosuficiente, resoluta, la que no dice no a nada, la que anuncia cuándo abandonará a sus amantes… quien en la cola será Siempreviva o María del Carmen Huerta (A. C.). Armando el Grillo y Antonio Manríquez, los marxistas: éste, desaparecerá en cualquier momento; aquél, reaparecerá al final. Ricardito Sevilla, el Miserable, el de la voz desamparada, el que saca de quicio a todas las mujeres… menos a la Mona, el que se acuerda de todo, el pobre, sempiterno inconforme, el autosuficiente, el de ánimo individual, el supersticioso… el traductor de canciones para la Mona. Mariángela, la primera siempre, la que más sabía de “músicos y canciones en inglés”, la admirada pero temida, la que tartamudeaba en los momentos críticos (igual que Andrés), la que se mató porque le faltaba el sexto… ¿sentido o de bachillerato?, quien se suicidó (como Andrés) lanzándose desde el piso 13 del edificio de Telecom. Bull y Tico, los inseparables: Bull, de quien la Mona estuvo muy cerca en el veraneo del 66, el que se ligó con Tico y nunca volvió a andar con peladas… Tico sí. Patricia la linda, la malvada con los hombres. El Flaco Flores, parricida, matricida y nanicida, el que ahora vive en Dallas, Texas, “rodeado de gatos, biscuits y country music todo el día”. El menor de los Castro, quien no aguantó las humillaciones de un policía y se disparó en la frente. Los Higgins, cuatro ingleses enigmáticos, asmáticos: uno, “murió de locura, de hambre (no sentía hambre) y de insomnio (no sentía sueño)”; los otros tres, se volvieron peliadores al parecer. Pedro Miguel Fernández, el envenenador. Leopoldo Brook, el gringo pelirrojo, el mejor alimentado, guitarrista intérprete de la Mona y su primer amante. Robertico Ross, 13 años, “el chutero más joven de Colombia”, el que “resumía los vórtices de la época”, quien al llegar a Colombia se hizo muy popular porque hablaba de ácidos… luego rechazado porque los vendía, el que decía: “Nunca me hecho reconvenciones de lo que hubiera podido ser de no haber sido lo que resulté. Ya que muy poca gente es la que me aguanta, ¿qué sería de mí si no me aguantara yo mismo?”… La mamá de Mariángela, la que se tomó una sobredosis de Valium 10 y no despertó nunca. Los volibolistas: Manuelito Rodríguez, el que olía a tinta, el que la fabricaba y tenía una empaquetadora clandestina; Marcos Pérez, parecido a Ignacio López Tarso –el actor mexicano–, el que tenía cara de permanente tragedia escondida; y José Hidalgo, el que hablaba poco. Rubén Paces, el administrador de la discoteca Ritmos Trasatlánticos, “como un montonononón de paz”… él que era pura violencia… “para la música, se sobreentiende”, “el del temperamento difícil como un cambio de melodía de Ricardo Ray”, el segundo amante de la Mona, el que se mató “después de coger la mala costumbre de estarse dando de cabeza contra las paredes”. Don Rufián: el único a quien no le gustaba la música pero vivía de ella, un viejo cojo y malgeniado. El Flaco Tuercas, moreno, bien plantado, pelo cuidadito, pañuelo con loción y vestido blanco. Bárbaro, el de la violencia criminal, larguirucho, pelo indio y mentón prominente, algo belfo, de muchos tonos chillones en el vestir y grandes pasos, el Jesucristo que vivía rodeado per secula seculorum de un Barquisimeto, el tercero y último amante de la Mona, el que no pudo encontrar otra actitud ante la vida que la furia y por ella murió. Dino, el primer gringo que atracan Bárbaro y la Mona, el que no creía que alguien se atreviera a mirarlo feo con toda esa paz y amor que llevaba adentro. “Una parejita de gringos”: él, “gordito, bien peludo y mejor vestido”, quien muere asesinado por Bárbaro; ella, la Puertorriqueña María Iata Bayó, quien hablaba español perfecto, la que vivía en Miami, donde está ese mar chicloso… ¡la mierda color shampoo! Héctor Piedrahita Lovecraft, al que cuatro alarmantes años después de 1969 no se le conoció otra actividad que la de torear carros… “un jovencito de 12 años perdiendo la razón en el empeño de probar la verdad de base de los escritos lovecraftianos”… “ese jovencito de tremenda precocidad intelectual que hacia 1969 pudo dedicarse parejo [cual alter ego de Caicedo] al teatro, las artes plásticas, la narrativa, los famosos artículos denigratorios del cinematógrafo, a lo que correspondió en forma tan limpia su conducta personal, como conductor directo (y con una asiduidad pasmosa) de la cinesífilis, tal como él llamaba a la enfermedad de Castilla”.
Finalmente, Siempreviva o María del Carmen Huerta (A. C.: que no es Antes de Cristo), es decir, la Mona de toda la novela; Rosario Wurlitzer, quien elaboró la discografía que aquélla menciona, la que ha escuchado casi todo el material “a través de puertas abiertas, radios o en los buses”…; y por supuesto el lector… Lo autobiográfico de la novela está ahí, en todos esos personajes descritos mediante detalles: todos ellos le deben algo a Caicedo y éste a ellos, pero no tanto como los lectores a Caicedo y a sus personajes…
Un concierto de salsa de Richie Ray & Bobby Cruz
De 95 canciones citadas en la discografía final de la novela, entre ellas seis “caballerías sin interés alguno”, 39 pertenecen a Ricardo Ray & Bobby Cruz y de ellas la tercera parte fue tomada para ilustrar algunos conceptos que en este trabajo se emitirán: la música como expresión de unidad latinoamericana, afirmación de un recorrido novelado, motivo y sinónimo de vida, medio de comunicación, etcétera. Tales conceptos corresponden a una interpretación de lo expresado al interior de la novela y por las canciones escogidas. Además, con base en Sonido bestial, uno de sus temas más atrevidos, con el que alcanzaron sonoridades insólitas dentro del guaguancó (ritmo que junto al boogaloo hacia 1964 barrió con el cha cha chá y con la pachanga, que venían precedidos de otros no menos populares, tango, mambo y bolero), se dirá por qué posiblemente Caicedo escogió a la orquesta salsera como referente musical en el discurso narrativo, dejando Sonido bestial para el cierre de esta sección del ensayo. Los demás temas de salsa, que no es un ritmo ni una conjunción de ritmos sino la manera como la gente asume determinado tipo de música, darán razón del título: ¡Que viva la música!: un concierto de salsa de Ricardo Ray & Bobby Cruz.
Aunque la mitad inicial de la obra está determinada por el rock, la primera canción citada, Babalú, Ray & Cruz, pertenece a la salsa, expresión musical que en la parte restante la protagonista asumirá en forma total cuando ya tenga una conciencia política estructurada, producto de su confrontación entre rock y salsa. Cuando incursiona en el rock siente de pronto que la música se multiplica, en una especie de alegoría bíblica y comienza a manifestar sus postulados: “La música es la solución a lo que yo no enfrento”, entre otras cosas la lectura y el cine. Este comentario resta toda validez cultural a otros medios: “El libro miente, el cine agota, quémenlos ambos, no dejen sino música”, dirá al final. Al llegar a la tercera parte de la novela, ocasionalmente escucha 12 horas de música y en breve lapso 24, gracias a la cocaína que impide dormir. La música se transforma, para ella, en el más eficaz vehículo cultural, no sólo en motivo sino en sinónimo de vida: “Acumulé una cultura impresionante”, dice para intentar conmover. Poco más adelante aprende a repetir letras, hecho que hasta ese momento se constituía en desafío y ofensa a la vez.
De repente, su vida cambia radicalmente de dirección cuando descubre que no es de la casa de Leopoldo Brook sino del Sur –con mayúscula– “de donde venía la música”. El Sur no es el punto cardinal sino la clase social de la que proviene una música de “Cobres altos, cuerdas, cuero y ese piano” que marcaba su búsqueda y la hacía sonreír –el de Ricardo Ray, como se comprobará–. Llega a la puerta, abre, oye la letra. De esta forma, ella pasa del anonimato de quien simplemente oye música, incluso con letras que no entiende, a protagonista y sinónimo de música, reflejo de una actitud generacional. Surge entonces Cabo E, canción de Ray & Cruz. Dice la protagonista: “Vaya uno a saber cómo y quién le va signando el recorrido por este mundo, por este Cali bello en el que yo soy la Reina del Guaguancó”, letra correspondiente al tema que aparece como epígrafe de la novela: Qué rico pero qué bajo, Changó, canción popular que, como se notará, al final será utilizada, al revés (qué bajo pero qué rico), para responder a los marxistas cuando la Mona suponga lo que ellos pensarán al verla convertida en objeto (ya no sujeto) degradado: “Observen lo bajo que puede llegar la burguesía”, en una rotunda afirmación crítica sobre la lucha de clases. Y ella responde de igual forma pero, eso sí, cuidándose de no citar a Changó pues quedaría mal parada, su fortaleza apocalíptica se debilitaría y su amonestación ulterior perdería sentido, lo mismo que su desclasamiento, el que prefiere al arribismo. Changó es uno de los 22 Orishas u Orichás de la mitología cubana, “uno de los dioses mayores de la brujería afrocubana, representado indistintamente en los altares por la imagen de Santa Bárbara, por un ídolo vestido de encarnado o por un hacha de hierro” (Alejo Carpentier); “Dios del Trueno y que se anuncia por el fuego libertario” (Alfonso Nieto); “Dios de la libertad y de la guerra liberadora de todas las formas de sujeción; Dios de la música, danza y amores masculinos” (Teodoro Díaz Fabelo).
Cabo E, Ray & Cruz
Aunque se hace una ligera alusión al Guaguancó triste, tema de Ray & Cruz, la segunda canción claramente citada es Amparo Arrebato, dedicada por aquéllos, en una de sus tantas visitas a Colombia, a la atleta Amparo Caicedo, quien fuera declarada en Panamá La mejor bailarina de salsa del mundo, cuyo texto alude a la marginalidad de la mujer, a su afán de independencia y a los logros alcanzados: La letra decía: “Tiene fama de Colombia a Panamá. Ella enreda a los hombres y los sabe controlar”.
Amparo Arrebato, Ray & Cruz
Viene enseguida Tin Marín, Ray & Cruz, canción utilizada como parte del discurso literario, en un acto de autocompasión por parte de la protagonista cuando se dirige a su primera rumba en el Sur: se autonombra “la peregrina”. Cambia de paso la novela y adquiere un ritmo constante de salsa que se prolongará hasta cuando se escucha Lluvia con nieve, tema de Mon Rivera, una vez pasan las escenas de violencia más crudas del texto. Luego de citar una canción de Cortijo y su Combo: “En la punta del pie, Teresa, en la punta del pie”, la protagonista advierte sobre el “sonido paisa”, al que se criticará hasta la saciedad cuando sea el propio pueblo de Cali el que lo rechace por constituir el extremo del mal gusto musical, como si Caicedo supiera ya lo que se vendría luego. En esta parte, hay un aluvión de salsa: Bembé en casa de Pinki y A jugar Bembé, Lo altare la araché y Sonido Bestial, temas que se repiten, todos de Ray & Cruz; Te conozco Bacalao, de Willie Colón con la Fania, canción que la protagonista utiliza de puente con su nueva gente, la del Sur. Reaparece Amparo Arrebato: “Sambumbia”; una vez más Sonido Bestial y, en esa escalada de temas y recurrencias, aparece un tema que ha contribuido a caracterizar a Ray & Cruz como los innovadores de la salsa en la década de 1970: El Diferente: “no te rajes que el Tito está de moda y a todo se le acomoda”. Tito, obvio, es Puente el Rey del Timbal.
El Diferente, Ray & Cruz
Retornan Sonido Bestial y El Diferente, en breve texto; ambos temas sirven para sobreponer la música en la literatura, sin que resulten afectadas una ni otra y sin que el lector deba ser un conocedor de los ritmos afro antillanos, de sus canciones o letras, como erróneamente se ha propalado. Tema recurrente y fundamental ya no del discurso literario sino de la rumba será Sonido Bestial, citado antes muchas veces; a continuación, el diálogo permanente protagonista-lector cobra vigencia cuando se menciona otra canción de Ray & Cruz, El Guarataro: “Ya sonreirá, lector que haya estado en estas salsas”. Con esta melodía el aprendizaje de la protagonista toca fin. Pero, el tener una conciencia política estructurada, no es para contárselo a cualquiera, es decir, a quien no tenga un grado de conciencia similar; entonces, llama a Armando el Grillo, uno de los marxistas, a quien hace su revelación capital: “Acabo de descubrirle la salsa a la astilla. Hay que sabotear el rock para seguir vivos”. Y se aleja definitivamente del Norte y, claro, del rock.
Volviendo atrás, se puede observar la clara postura política de la protagonista que derivará en el grado de conciencia ya citado: antes apenas podía repetir algunas letras de canciones, pero para poder entenderlas necesitaba de las traducciones de Ricardito el Miserable; ahora, la comprensión casi absoluta del texto de las canciones de salsa, en español, le permite hallar una identidad propia o al menos más próxima que la de la cultura anglosajona de la que proviene el rock: “Me inflé de vida, se me inflaron los ojos de recordar cuánto había comprendido las letras en español, la cultura de mi tierra”. Pero, la insatisfacción, la voracidad, llega a abarcar su más grande pasión, la música: “Dada la ocupación discómana, rumbera, salsómana de mi enamorado [R. Paces], yo no podía pedir más, pensará el lector. De principio, así es. Pero ninguna salsa le llega a usted entera, al final azota el llanto, quiebra el miedo, afloran las tristezas inexplicables”.
Parte de la letra de El Abakuá, composición de Ray & Cruz, es citada por la narradora para protestar contra el reaccionario sonido paisa, en la fiesta de su prima Amanda Pinzón, describiendo hábilmente lo que sucede con lo que canta. Cuando la mandan sacar de allí, parte sin violencia diciendo: “A mí los santos me libran de todas las cosas”. Canción que reaparece cuando Rubén se imaginó la orquesta y vio a Bobby Cruz que hacía como que iba a sacar el pañuelo y “snif, chuá, saludando a todo aquel que es abacuá”. Su letra es citada varias veces dándole ritmo a lo narrado y sus partes identificables corresponden a un discurso muy concreto, como el de las demás canciones de Ray & Cruz en las que se evoca a los dioses o santos de la mitología afro cubana (el Abakuá es una secta o sociedad cubana conformada por los negros carabalí, provenientes del viejo Calabar en África, en parte sudaneses y en parte semi bantú).
El Abakuá, Ray & Cruz
Viene después Babalú, la canción que más le había gustado a Rubén Paces, la primera que aparece en la novela: “Babalú conmigo anda”, leit-motiv del tema que evoca al “dios médico afrocubano, figurado en los altares por la imagen de San Lázaro”, de acuerdo con Carpentier en Ecue-Yamba-O, citado en esta novela como Babayú-ayé, que, según Alfonso Nieto, procede del “chapuana o dador de enfermedades y lepra”, dentro de la mitología cubana. Para la protagonista es un santo protector.
Babalú, Ray & Cruz
Una canción puede ser un buen pretexto para elaborar un mensaje político, como el de Rubén Paces, quien cada diciembre hacía imprimir afiches en donde no sólo se reclamaba la presencia de Ricardo Ray:
El pueblo de Cali rechaza
A Los Graduados, Los Hispanos y demás cultores del “Sonido
Paisa” hecho a la medida de la burguesía, de su vulgaridad.
Porque no se trata de “Sufrir me tocó a mí en esta vida”,
sino de “Agúzate que te están velando”.
¡Viva el sentimiento afro-cubano!
¡Viva Puerto Rico libre!
Ricardo Ray no hace falta
(Como se puede notar, Caicedo emplea la misma sutileza con la que los gringos dominan, entre otros países, a Puerto Rico). Agúzate es una composición que muestra el virtuosismo pianístico de Richie Ray y cuyo desenlace está dado por un duelo con los timbales y sonido final de trompetas. Utilizada como motivo de rumba (“¡agita Collazo!”) y esencia narrativa, indistintamente.
Agúzate, Ray & Cruz
Según se anotaba, sin que sea imprescindible saber de música para disfrutar y comprender la novela y sin que el autor haga alarde de erudición, la narradora se refería un poco antes a las siete potencias. Aquellas son las siete deidades principales de los 22 Orishás que componen el panteón Yoruba o Yorubá y que son conocidas en Cuba –entre paréntesis se cita el nombre que reciben en la cristiandad–: Eleggua o Elegguá, dios que se invoca en “El Abakuá” (San Antonio, en el sincretismo); Ocún (San Pedro); Orulá (San Francisco); Changó o Shangó (Santa Bárbara); Ochún, patrona de Cuba (La Caridad del Cobre); Yemayá (la Virgen María o Virgen de Regla); Obatalá (Virgen de la Merced) o “divinidad andrógina de la brujería afrocubana, representada frecuentemente en los altares por el Crucifijo” (Alejo Carpentier).
Tras una breve referencia bíblica y de otra a la época navideña (aguinaldos), la narradora anota algo esencial dentro y fuera de la novela, aludiendo a la comunión humana que proporciona la música (salsa), dejando filtrar a su vez el sentido que para la generación de su tiempo tenía la rumba, expresado con un ritmo musical evidente: “Hubo alguno que lo pisó, pero casi todos se abrían, así de alto y firme y claro era su propósito, y fue haciéndose a mayor velocidad, ganando cercanía, Moisés partiendo en dos las aguas, borrosos trazos de caras sedientas de aguardiente de la caña dulce, del beso robado por culpa de la descarga, alcahuetiado y luego concedido con dulzura doble, porque con esta música es que la gente se para, zambumbia, espíritus agitados de todas las razas, la china, la india, la castellana, la gloriosa negramenta” (…) (Caicedo no se alcanzó a enterar, menos mal, que con esa música es que hoy mucha gente se sienta a ver al que se para).
La música es, además, origen de mitos. A través de una fecha (26 de diciembre de 1969), una canción lo evoca y es de su autor que surge la justificación de Cali: “Ricardo Ray inventó el mito”… Caicedo sí supo lo que significó la serie de conciertos caleños de “la mejor orquesta del mundo” y por qué a la capital del Valle se le llamó, por razones poco nobles y harto comerciales, “la Sucursal del Cielo”… Ahora vengo yo.
Ahora vengo yo, Ray & Cruz
Nada de lo anunciado queda sin respuesta… en la novela, desde luego: Bárbaro, aquél que estuvo presente la noche en la que los de la barra de El Águila le mataron a su “pobre peludo” (154), es con quien la protagonista se enrolaría “tiempo después, en la cola”… ella y el Bárbaro, cuando el bus llega a Xamundí (sic) en los momentos previos a la más cruda violencia, siguen instintivamente a los negros para quedar al alcance de su música; la Mona menciona de nuevo Bomba Camará, canción ya citada cuando conoce a los volibolistas y comprende todo, en especial el gran movimiento de la Salsa: “A mí nadie me diga que estuve aquí primero o que yo tengo dinero o soy más blanco que tú”.
Bomba Camará, Ray & Cruz
Cuando desea tener relaciones sexuales con los tres volibolistas es que, por primera vez, la Mona reflexiona sobre su pasado y sobre su vida. Ahí ya se le anuncia al lector que la protagonista está en el umbral de la prostitución (desde el punto de vista de la narración misma y no desde una perspectiva exógena y maniqueísta). Después de consumar el acto, como ella dice, se lamenta citando partes de una canción que mantiene estrecha relación con Caicedo: Guaguancó Triste, compuesta por Rubén Blades especialmente para Ray & Cruz, que la protagonista cita en un crescendo: “Adentro nace un sol…/ adentro nace un sol y yo no encuentro a mi amor”, repitiendo esta expresión ya hacia el final de la novela cuando evidentemente se comprueba que ella nunca encontró su amor; tampoco Caicedo, canción que habla de llanto y soledad, penas y esperanza, y también de amor, felicidad y paz. Bobby Cruz la canta a Borinquen y a las mañas (con el piano, claro) de Richie Ray.
Guaguancó Triste, Ray & Cruz
Como con sus otros dos amantes, Leopoldo Brook y Bárbaro, la relación de la Mona con Rubén Paces se establece a través de la música, pero solamente con éste baila –en perfecta armonía– que la hace pensar: “Exactitud de final feliz y sensual. Voy a decir la verdad: quedé rendida. Y eso que sólo cinco minuticos dura la canción”. Exactamente. Canción que en todos los casos le da sabor a lo narrado y que al final la Mona seguirá evocando para clamar por un Puerto Rico libre: Richie’s Jala Jala.
Richie’s Jala Jala, Ray & Cruz
Siendo una tarea bastante difícil, Caicedo transcribe casi por completo la letra de Lo altare la araché, Ray & Cruz, cometiendo leves errores. La canción es útil para destacar la importancia que cobra el día frente a la noche y el temor a la llegada de esta, pues impide las acciones juveniles de Bárbaro y la Mona. Además, por sí sola transmite alegría a todos los negros que sonríen como si les llegara un mensaje de rebelión y tragedia. Los negros se quedan con la rebeldía y a ellos les toca la tragedia, en especial a la Mona.
Lo Altare La Arcaché, Ray & Cruz
Cuando bajan de la Novena Colina, después del asesinato del gringo, a manos de Bárbaro y de la confusa muerte de éste, la Mona y María Iata Bayó se dirigen a Cali y escuchan a tres campamenteros cantando Lluvia con nieve, tema de Mon Rivera. Previamente, la Mona le cuenta al lector los efectos que produce la silosibina del hongo en el estómago, cómo afecta al cerebro y va produciendo resignación ante todo, “ya de por sí mal de nuestro pueblo”. Cabe preguntarse aquí: ¿dónde está la apología de la droga de la que ha hablado un crítico gomelo? ¿En el estribillo de la canción?…
Lluvia con nieve, Mon Rivera
La canción le hizo desear un rincón y una buena música a la Mona, mientras regresaba con María Bayó a Cali. En la sexta con calle 15 le consiguió un taxi y la despidió. Al otro día Bayó llegó a Estados Unidos, su país de adopción, donde “debía estar: ¡uno por qué cargar con los problemas de ellos!, dice la Mona, quien tras esto retorna a sus andanzas. Como producto de la violencia física puramente dicha de Bárbaro, aparece la violencia sexual de aquélla. En Picapiedra se le muere un cliente y después de una corta visita a sus padres decide no moverse más pues le ha cogido miedo “a eso de estar buscando nuevos rumbos, cuando ritmo sólo hay uno. Y es con Richie namá”. Pregunta secamente: “¿Cómo se mete de puta una exalumna del Liceo Benalcázar?”. Nadie contesta. Y viene el final: su extensa amonestación al lector, libre de prejuicios morales y maniqueos. Comienza con un párrafo autobiográfico donde Caicedo reitera su decisión prefijada: “Entonces bienvenida sea la dulce muerte fijada de antemano. Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos. Sólo tú comprendes que enredaste los años por malgastar y los años de la reflexión en una sola torcida actividad intensa. Viviste al mismo tiempo el avance y la reversa”. Frente a esto, todo lo demás puede parecer retórica…
“Ahhh, ya el lector sabe que merezco mínimo un coscorrón si dejo que caiga la tristeza”: ¡Que venga, pues, el Sonido Bestial! ¿Por qué Ray & Cruz y no otra orquesta? Primero, porque ninguna otra se inspiró como la de ellos en la música comúnmente llamada clásica –clásico es todo aquello que cada vez que suene parezca nuevo, lo que nunca pasa de moda, lo infinito en significaciones, lo perpetuamente contemporáneo–, creando piezas como Sonido Bestial, Juan Sebastián Fuga y Suite Noro Morales; segundo, ¿se acuerdan de la serie de conciertos caleños y del mito que Ricardo Ray inventó en diciembre del 69? Bueno: La salsa, más que expresión de palabras, es explosión de sonidos y ante todo sinónimo de baile: Ray & Cruz sabían esto muy bien. Y lo plasmaron en una obra maestra del Guaguancó: Sonido Bestial, hecha con base en la forma más primitiva del son, el montuno, e inspirado en el Estudio Opus 10 No 12 Revolucionario, de Chopin. Tema que constituye la máxima expresión de la creatividad y el talento de Richie Ray, quien fuera pianista de la Filarmónica de Boston, y la exaltación de una de las mejores voces de la historia de la Salsa: la de Bobby Cruz. Además, deja escuchar una incomparable descarga de conga, bongó y timbales, integrando la percusión tradicional afrocubana con partes de rock y jazz y mostrando las insólitas sonoridades por ellos alcanzadas. ¿Algo más?… pensaría Caicedo para reforzar una idea permanente suya: “Cada gusto es una aberración”.
Sonido Bestial, Ray & Cruz
Morir de desencanto o contra las paredes…
Todo se encadena si a uno se le da realmente la gana.
Lo único falso en esto es el análisis.
Talita en Rayuela
La dedicatoria inicial que decía: “Para que Clarisol aprenda”, fue cambiada poco antes de morir Andrés Caicedo por la actual: “Este libro ya no es para Clarisolcita pues cuando creció llegó a parecerse tanto a mi heroína que lo desmereció por completo”… Anti-dedicatoria que de entrada anuncia el carácter de crónica que envuelve a la novela; es, para no molestar a nadie, una versión criolla de novela real, género cuya instalación en la historia se atribuye al ya difunto Truman Capote con A sangre fría: aun así, la novela Operación masacre (1957), de Rodolfo Walsh, fue la que dio comienzo a lo que hoy se llama periodismo narrativo o novela testimonio, aunque se reconozca como pionero a aquél por su obra escrita nueve años más tarde que la de Walsh. No obstante, hay que decir que ya mucho antes, en la tercera década del siglo XX, otro argentino, Roberto Arlt, al escribir Aguafuertes porteñas y luego Los siete locos y Los lanzallamas, se había hecho precursor de lo que también se conoce como novela real o de no-ficción. Clarisolcita es un personaje real, al que corresponde la mayoría de las características y vivencias que presenta la protagonista de la sinfonía caicediana.
Los sucesos descritos por la narradora-protagonista-participante carecen de ese toque pedagógico en que incurren otros narradores jóvenes actuales. Así, en ¡Que viva la música!, no se hace erudición sobre ningún tema, aspecto que contribuye a fortalecer la estructura novelística, ya de por sí sólida. Caicedo fue consciente de que para hacer una crónica de su generación tenía que abandonar la mala retórica, la literatura literaria, es decir, el excesivo trabajo del lenguaje, que vuelve a una obra casi perfecta, semánticamente hablando, pero la empobrece desde el punto de vista humano, de la vivencia, de lo lúdico, en suma, de la vida. El autor llama a las personas, situaciones o cosas, por su nombre, conserva el equilibrio entre objetividad (la realidad que está fuera del sujeto) y subjetividad (la que está dentro del sujeto), logrando así una realidad más integral, sin emplear para ello palabras rebuscadas sino procedentes del lenguaje cotidiano, de la jerga, enriqueciendo el contexto de lo que dijo e impidiendo hacer exégesis sobre lo que se cree que dijo.
¡Que viva la música! no es una novela intelectual, pero tampoco anti intelectual, hay que decirlo desde ahora. Aunque casi toda creación artística parte del intelecto, paradójicamente Caicedo elaboró su discurso desde la sensibilidad y su novela es una auténtica creación artística que se sustenta sola: los estudios considerados para este análisis son pruebas quizás controvertibles pero innegables: su obra no nació de la teoría sino de la experiencia, su única novela completa publicada está preñada de vivencias antes que de intelectualismos, lo que no necesariamente la hace anti intelectual; por eso, sus personajes son vitales, así lleven consigo lastres de tristeza, soledad, insatisfacción amorosa y muerte, así lleven el estigma de unos destinitos fatales. En todo caso, nunca sus personajes podrán ser tildados de ficticios (no desde el punto de vista de la creación sino de la irrealidad): al contrario, aquellos se han evadido de la novela y hoy es posible encontrárselos tanto en Cali como en cualquier otro lugar del país. Colombia está plagada de seres como Clarisolcita, Rubén Paces, Bárbaro(s), etcétera; la prostitución juvenil avanza a pasos gigantes, acompañada de droga, alcohol y violencia, problemas que sólo despiertan indiferencia pues se cree que son causa y no consecuencia de la falta de oportunidades, empleo, igualdad social. Problemas que Caicedo expuso a través de una adolescente, sin prejuicios maniqueístas ni valoraciones morales y mediante protestas que llevan como marca la sutileza: entonces, un menor de edad se dispara “en la frente de vergüenza ante las humillaciones de un policía”.
Aquí, es posible que otros escritores hubiesen escogido distinto camino: el del joven que mata al policía y sienta un precedente; o, el del policía que liquida al joven y acaba con los precedentes. Sutileza que se reforzará luego: “Era el Norte en donde los hermanitos de 12 crecían con los vicios solitarios que los de 18 recién habían adquirido y ya fomentaban”… Con esto Caicedo denuncia la decadencia de lo que él llamaba “tercera generación”, es decir, “niñitos de 13 años” que a esa edad ya estaban tocando fondo. Jóvenes como Mariángela, el otro yo femenino de la protagonista, a quien la atormentaba pensar que a los 17 había vivido más que su mamá a los 50: “Desproporción simple de comprender, teniendo en cuenta cómo van los tiempos”. Explicación que proviene del propio autor.
Ahora bien, el hecho de escoger a una mujer para narrar el desclasamiento, la degeneración de una joven de su época, no puede verse como algo curioso, gratuito, casual o irrelevante: en una sociedad machista y que entonces así se creía, no resultaría nada novedoso asistir a la descomposición de un muchachito; al contrario, la degradación de una mujer conlleva elementos más sugestivos: marihuana y drogas, escándalo, violaciones, incluso múltiples; todo ello adobado con una connotación de clase: la burguesa, hecho que propicia escándalos de proporciones mayores en círculos sociales similares. Porque, normalmente, ¿qué reacción entre la gente puede suscitar la violación a una mujer de un estrato bajo, el atraco a un miembro del lumpen o la caída de un obrero desde un andamio? Además, el que sea una mujer posibilita una visión revolucionaria de la novela y de la vida.
Sin embargo, contra los rumores que circulan, ¡Que viva la música! no es una diatriba contra la burguesía sino una mirada inteligente, lúcida, llena de sátira, humor e ironía, en torno a “lo bajo que puede llegar la burguesía”: otra cosa es que sea una obra que no pertenece al ámbito de la cultura oficial; mirada llena también de pesimismo, tristeza y dolor. Claro que la propia burguesía, esa clase llena de burócratas, a la cual le llega el viento impregnado de azúcar, es la que se siente aludida con la novela y por ello no la lee: ¡Que viva la música! no es una obra para burócratas ni burgueses decadentes porque por una parte ellos no leen, mucho menos a Caicedo; por otra parte, no escuchan música y si acaso es puro “sonido paisa”, hecho a la medida “de su vulgaridad”, como dice el autor.
Es importante subrayar que Caicedo no escapa a la contradicción ni a la ambigüedad, características inherentes a todo artista. Entonces, la narradora, que al inicio manifiesta su inconformidad ante las nostalgias reaccionarias: pretender no seguir creciendo, eso es la nostalgia, dice, al final expresará uno de los motivos fundamentales de la novela (para entonces se vuelve un alter ego de Caicedo o éste, otro de aquélla, como antes de Ricardito el Miserable): su afán desmesurado por conservar la inocencia, o sea, seguir siendo niño. Lo expresa en varios párrafos que guardan sorprendente paralelismo con uno que su maestro Miller plasmó en Trópico de Capricornio: “Quiero volverme cada vez más infantil y superar la infancia en la dirección contraria. Quiero desarrollarme en el sentido exactamente contrario al normal, pasar a un dominio superinfantil, del ser que será demente y caótico, pero no al modo del mundo que me rodea”… Caicedo dice: “Que no accedas a los tejemanejes de la celebridad. Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño, aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes”.
Caicedo se confunde a veces con la protagonista: varias características de ella, como la superioridad, la vanidad, que por donde quiera que vaya despierta admiración; la voracidad literaria, cinematográfica, teatral, en suma, cultural (Caicedo era capaz de escribir, según sus amigos, a máquina todo un día… incluso en las fiestas); el clasismo, en particular manifiesto con la sirvienta (y que Caicedo desarrolla aún más en El tiempo de la ciénaga, llegando a pensar que todo es cuestión de mutuo entendimiento pero concluyendo que no hay caso…); e incluso el racismo de la protagonista, manifiesto en un viaje en bus en el que todos los pasajeros son negros y ella no puede ocultar “una especie de ensoñación racista, y pido perdón cuando lo digo”, permiten ver la intromisión del autor en el mundo de la protagonista. El racismo se manifiesta al comienzo de la novela hacia los blancos, cuando la Mona dice que tiene las piernas blancas “pero no de ese blanco plebeyo feo”, en una directa expresión de clase que parece una simple opinión del autor.
Cuando Caicedo aborda la violencia oficial, que la historia oficial niega, sigue confundiéndose con la narradora para expresar su protesta de manera casi imperceptible: “Los muchachos ya se estaban acostumbrando a que la gente se perdiera” (aquí no se sabe si se habla de extravío existencial, secuestro o desaparición forzada… aunque puede adivinarse). Y de esa violencia nacen las fobias individuales como respuesta al veneno aposentado en el interior; entonces, un muchachito envenena a sus hermanas: “Cosas así hacen que uno, por más joven que sea, se vaya volviendo creyente de todo y devoto de nada”. La ambigüedad o la confusión (“palabra que se ha creado para un orden que no se entiende”, decía Miller), progresan si el humor las conduce: “Por una botella de brandy he dado la vida, imagínese usted al privilegiado que la reciba”: ¿la vida o la botella de brandy?
Pero, aunque en los ejemplos anteriores existe cierto distanciamiento entre autor y protagonista, Caicedo a veces la interrumpe para meter sus comentarios: “Entonces corrió como el hombre que sufre (lo comprobaría yo después) se olvida corriendo de su espíritu”. Y aquél lo comprobó. El lector, por su parte, verificará que el autor caleño nunca quiso prescindir de la realidad exterior, del mundo, así como ¡Que viva la música! tampoco puede separarse de su creador –la autoconfesión es el sucedáneo perfecto de la creatividad–, quien logró equilibrar lo que veía y lo que el mundo le mostraba. Por eso, su novela e incluso toda su literatura, testimonio vivo de una época, permanecerá siempre viva, en parte gracias al idioma que escribiendo habló o hablando escribió Caicedo, en parte a la sencillez del lenguaje, que deviene profundo merced a su pluma inteligente, ágil e incontaminada.
¡Que viva la música! es una novela urbana (en términos de ubicación espacial y no de rótulo literario), crónica novelada de una generación, obra no didáctica ni moralista (que se limita a describir hechos, dejándole al lector la labor reflexiva), texto de abierta denuncia sobre la decadencia de esos jovencitos de 12 años que a los 18 ya tienen 50…, apología de la adolescencia. ¡Que viva la música! es un fresco literario sobre la vida, hecho manifiesto a través de una narración continua en presente, salpicada de recurrencias (utilizando el flash-back y la elipsis, propios del lenguaje cinematográfico), sin pasado y sin futuro, no por falta de iniciativas sino porque no hay perspectivas o quizás por eso: no-futuro; el amor, sentimiento que abarca todo lo que el hombre piense y haga o deje de hacer y pensar y cuyo eje y motivo esencial es la mujer… sentimiento al que, obviamente, Caicedo no fue ajeno en ningún momento pese a no encontrarlo (para él ni para su protagonista) y pese a reflejar su búsqueda a través de un ser como Clarisolcita, hedonista al igual que todos los personajes de su decadente generación: las causas de esa decadencia hay que buscarlas al interior de la sociedad, no del individuo; la soledad, tema que remite inconscientemente a una cifra determinada de años relacionada con cierta novela pero que para la de Caicedo resulta en extremo exagerada; la violencia, derivada de la oficial que rápidamente se transforma en individual; la muerte, consecuencia lógica (e ilógica) de la violencia.
¡Que viva la música! es también un fresco literario sobre alegría, tristeza e insatisfacción amorosa, así como sobre rebeldía, sufrimiento y nostalgia; no es una novela extranjerizante, pero sí, irónicamente y por decisión no manifiesta de su autor, la más espontánea y original Made in Colombia y su mayor ironía, en este sentido, reside en que es una obra contracultural, es decir, no inscrita dentro de la cultura oficial. De ahí la cantidad de detractores gratuitos que en el curso del tiempo se ha granjeado la novela. Cuya inteligencia no es superior a la del autor mismo. Contra lo que se piensa, no hay obra superior a su creador. Caicedo se dedicó a elaborar un retrato de su ciudad, su gente, es decir, su mundo y los que lo formaban. Mundo donde se confundían decadencia, violencia, racismo, sexo y… el afán de la rumba, que no ha decaído. Todo ello, consecuencia de una crisis de valores, ética, económica, política y social del país, resultado de la crisis social, política, económica y ética mundial, causada por hechos históricos concretos, que los centros de poder niegan u ocultan: la guerra de Vietnam; el surgimiento de la droga como foco de captación (no confesada por los gobiernos) de divisas; fenómeno The Beatles (y luego Rolling Stones); auge de la sociedad capitalista de consumo; alienación por el trabajo y, sobre todo, por la falta de trabajo; redescubrimiento de la obra de Hesse; aparición de la Contracultura Negra y del Black Panther Party; rebelión de los negros en Estados Unidos a causa de las libertades civiles no concedidas en equidad con las de los blancos; movimiento estudiantil de mayo del 68, en Francia, una toma de conciencia para pedir hasta lo imposible; invasión soviética de Praga ese mismo año, otra toma de conciencia para resistir al agresor, venga de donde viniere; deterioro ambiental, hecho sobre el cual nunca habrá toma de conciencia, mientras el mundo siga teniendo como paradigmas a la razón y al vil metal. Estos hechos no son aislados ni pueden ser vistos de tal manera: ellos dan razón del contexto en que se desenvuelve una sociedad en crisis económica, a la que se suma la crisis determinada por el desempleo, la falta de oportunidades y el ya citado no-futuro. Una crisis tan evidente al interior del Estado sólo puede traer como consecuencia la vida difícil, lo que es igual a la vida fácil, al hedonismo de los jóvenes que caen en un cul-de-sac (diría Caicedo) y a los que no les queda más remedio que morir de desencanto –como Brian Jones– o dándose golpes contra las paredes –como Rubén Paces… de Perico, al que entonces se le podría decir también Pericles y ahora Basucles: por la crisis, se entiende…–.
Sin pretender ser didáctico, Caicedo le revolvió la amnesia a todos los que olvidan que la filosofía está en la calle, en bares, cafés, salsotecas y prostíbulos más que en los claustros universitarios (donde debería estar), sin que esto implique, apología de la droga, la violencia, el alcohol o la prostitución… necesariamente. Pese a tan delicados temas y tan difíciles de tratar en este País del Sangrado Corazón, Caicedo nunca cayó dentro del kitsch (para Kundera la actitud de aquél que desea ser aceptado a cualquier precio y por el mayor número posible de personas); tampoco su novela, que por su tono auténtico, original e insólito se opone a los lugares comunes y a lo que todo el mundo desea escuchar. No obstante, ¡Que viva la música! plasmó mucho de lo que la mayoría estaba esperando pero nadie había podido o no se había atrevido a expresar: asunto que se entiende, pero no se acepta, al considerar la represión socio-política.
Hay que recordarles a quienes vieron en Caicedo a un escritor maldito (maldito para el Poder que para excluirlo así lo llama, lo que impide pensar en un auto marginamiento), cuando no a un marihuanero, drogadicto, homosexual o apologista de la droga, que su obra les desmentirá tales epítetos (porque es ella la que tanto molesta a quienes quieren verla modificada, recortada, cercenada o que ya hubieran querido verla incluida en el Index de libros prohibidos por la iglesia católica y el Partido Conservador); que no sería una exigencia literaria sino filosófica el que su obra reflejara la totalidad de una realidad, el recorrido histórico de un pueblo, así como sus movimientos vitales o su porvenir. A pesar de todo, demostró que una obra puede ser un testimonio parcial y hasta muy subjetivo de la relación entre el hombre y el mundo y, sin embargo, verosímil, auténtico y grande.
Después de leer ¡Que viva la música!, y todo lo demás, se puede decir con absoluta certeza que Andrés Caicedo tenía una altura mayor de la normal en este país de cafres… Y ¡con perdón de los cafres!, llamados así por defenderse del general afrikáner o bóer Andries Pretorius en la racista guerra de fronteras surafricana, conocida como la guerra de Hintsa (1834-35). De los cafres sobrevive hoy un exiguo porcentaje en un país en el que, por la desigualdad social, la mortalidad infantil negra es del 61%. Casi como en el Valle, en el Cauca y en el Chocó, ¿oís?…
Ningún homenaje a Andrés Caicedo estaría completo si no se incluyera al menos un tema de los Rolling Stones, grupo sobre el que tenía planeado sacar un libro, “entroncándolo con el relativo fracaso de mi generación”, como él mismo decía. Del álbum Beggar’s Banquet o El banquete del mendigo, de 1968, Sympathy for the Devil o Compasión por el diablo…
Por favor, permitan que me presente/ Soy un hombre rico y distinguido/ Hace muchos, muchos años que ando dando vueltas/ He robado el alma y la fe de muchos hombres/ Estaba por ahí cuando Jesucristo tuvo su momento de duda y dolor/ Me aseguré de que Pilatos lavara sus manos y sellara su destino/ Encantado de conocerte, espero que adivines mi nombre/ Pero lo que te confunde es la naturaleza de mi juego./ Andaba por San Petersburgo cuando vi que era hora de un cambio/ Maté al Zar y a sus ministros/ Anastasia gritó en vano/ manejé un tanque/ alcancé el grado de general./ Cuando arreciaba la guerra y los cuerpos apestaban/ contemplé con alegría cómo tus reyes y reinas peleaban durante diez décadas por los dioses que ellos inventaron./ Grité: ¿quién mató a los Kennedy?/ cuando después de todo habíamos sido tú y yo/ así que por favor permíteme presentarme/ Soy un hombre rico y distinguido/ y tendí trampas a los trovadores/ que fueron asesinados antes de llegar a Bombay./ Así como cada policía es un criminal/ y todos los pecadores, santos/ así como cara y sello son lo mismo, sólo llámame Lucifer/ porque tengo necesidad de cierta moderación./ Así que si me encuentras, trátame con cortesía/ ten un poco de simpatía y buen gusto/ y usa toda tu bien aprendida educación/ o arrojaré tu alma a la basura./
Sympathy for the Devil, Rolling Stones
El homenaje al escritor caleño concluye con la lectura del poema A un amigo que se quitó la vida, de Enrique Buenaventura, quien fuera director del Teatro Experimental de Cali (TEC); con la audición de Mr. Trumpetman, II Parte, según sus amigos una de las últimas canciones que aquel viernes Caicedo escuchó; y con un breve epílogo que vendrá después del boogaloo de Ray & Cruz…
A un amigo que se quitó la vida
Como un meteoro/ que desvía su camino/ te apagaste compañero, / en las aguas oscuras.
No inclinarte más/ sobre el plato de sopa, / sobre la página en blanco/ con sus blancas preguntas.
No más dudas/ frente al desconocido rostro/ de la mujer amada, / frente a las desconocidas/ cotidianas miradas, / frente al deseo amordazado/ que nos come por dentro.
No más dudas/ ni angustias/ ni preguntas. / La huida fulgurante/ hacia las aguas oscuras.
Yo remuevo las aguas/ con mi mano nocturna/ buscando los restos/ de tu luz en el fondo.
Quiero tu fuego/ que conoce la muerte/ para encender la hoguera/ de todos los días.
Para iluminar la mesa/ de blanco tendida, / para escrutar el rostro/ de la mujer amada, / para ver las miradas/ y medir las sonrisas, / para encender las dudas/ y volverlas activas.
Enrique Buenaventura Lalinde
Mr. Trumpetman II, Ray & Cruz
Epílogo
Con motivo de la conmemoración de los 30 años de la muerte de Andrés Caicedo, así como de la publicación de ¡Que viva la música!, la gran prensa, El Tiempo (diario) y El Espectador (semanario), al igual que la revista Semana, dieron, los tres, a su manera un gran despliegue a la aparición de la obra El cuento de mi vida (Norma, 2007), una suerte de memorias del escritor caleño en forma de diario. El Tiempo del 3 de marzo de 2007, p. 1-6, dice, primero, en el antetítulo: 30 años del suicidio de Andrés Caicedo Estela y luego, en el título, cita las palabras de su padre: “Andrés, un hombre determinado”. Por su parte, El Espectador dentro de la semana del 25 de febrero al 3 de marzo de 2007, sección internacional, página completa, 12 A, señala en su antetítulo: Presentamos apartes de dos de los últimos textos de Caicedo y ya en el título: “Andrés Caicedo: ‘El cuento de mi vida’”. Por último, la revista Semana en su edición 1295, del 26 de febrero al 5 de marzo de 2007, pp. 86 a 89, abriendo la sección de Cultura, bajo el encabezado Literatura titula, refiriéndose a la figura de Caicedo: “Un adolescente empantanado”.
El más pertinente de los conceptos de la gran prensa contiene las acertadas palabras de don Carlos A. Caicedo. ¿Por qué? Porque algo va de “un adolescente empantanado” a “un hombre determinado”, tal como lo presenta el padre del escritor. Mientras el primer concepto sugiere un muchacho sin norte, sin brújula, desubicado antes que excluido, el segundo reclama al oscuro pasado y propone al presente y al futuro un hombre decidido frente a su propia historia, cuya desbordante sinceridad tanto como su necesidad de expresión nadie podría poner en duda y menos en entredicho. Es decir, al lector sólo le quedaría reconocer la identidad entre la vida y la obra de Caicedo, y en él la lucha del individuo contra el sistema, el convencimiento de ser un marginado, la necesidad ineluctable de buscar la armonización entre el principio del placer y el principio de la realidad, lo que desde 1955 planteó Marcuse en Eros y civilización, para que haya una sociedad más justa, menos antidemocrática y por encima de todo no represiva, la que sí es posible alcanzar, bastando para ello la tan escasa voluntad política.
En este sentido, lo más sensato sería reproducir las palabras del propio Caicedo, en carta al cineasta Carlos Mayolo, fechada en Cali el 13 de enero de 1972, y aparecida en la revista El malpensante No 1, nov-dic de 1996: 37: “… lo mío no se trata ni siquiera de un problema personal sino de un problema privado, sin ninguna importancia para el futuro y el devenir del hombre. Es decir, históricamente estoy excluido. Pero da el caso que ese problema lo tengo yo, y que a mí me interesa, de hecho, no quedar excluido del transcurso de las obras, de los hombres, de los avances, de los descubrimientos de ocasiones de paz y propicias a la creatividad, a la consecución del placer, del deseo, etcétera”. Esto, no habla de otra cosa que de la necesidad de la autodeterminación del individuo, del respeto que se debe a su vida, de su lucha contra el sistema, de la búsqueda de una verdadera libertad en una verdadera democracia, entendida como la acción del deseo que no rechaza de por sí límites sino que los reclama adecuados a los tiempos que corren desde la época de ¡Que viva la música! hasta la actualidad. En la que se publica cada vez más una literatura con menos criterio autoral, editorial y cultural y, por el contrario, con mayor énfasis en lo simplemente mediático y efectista, obedeciendo a los designios de una globalización que atiende a la imposición de un supuesto y mezquino pensamiento único que se pretende oponer a la riqueza de un pensamiento complejo, diverso y universal e inherente a la necesidad de una urgente resistencia en tiempos de inquietud.
Este ensayo, la primera conferencia pública del autor, en la Biblioteca Luis-Ángel Arango, de Bogotá, no se basó en una autobiografía de Caicedo, sino en sus cuentos y novelas, en su actividad teatral, en sus guiones para cine y en sus amigos, lo cual permite creer que a través de la ficción es más fácil acercarse a la realidad y no al contrario… Próximamente será editada una obra en la que se podrá conocer al crítico de cine: allí aparecerán crónicas inéditas, sacadas de sus baúles o recogidas entre sus amigos (en 1999 apareció Ojo al cine, Editorial Norma, Bogotá, Colección Vitral, 541 pp.). No se quiso ofrecer un retrato psicológico ni un perfil netamente literario sino una explosión de percepciones, plena de energía y vitalidad, que permita observar una imagen distinta del verdadero A. C.: aquél que se trasluce en cada una de sus obras.
Quiero dedicar este trabajo, como siempre, a mis hijos, Santiago y Valentina, por la alegría que me dan, lo mismo que a Marthica y a María del Rosario ex aequo, por distintas razones. A Margarita Valencia, ex Directora de la BN, por haber aceptado esta propuesta sin dudar. A Álvaro Rodríguez, exjefe de Prensa de la misma entidad, por su amistad y por su colaboración para con la presentación de este ensayo. A don Carlos A. Caicedo y a sus hijas y hermanas de Andrés, María Victoria, Pilar y Rosario, por haber vencido el miedo para sacar a Andrés del baúl y por su lucidez para rescatar el trabajo de un ser determinado y un auténtico narrador. A Carlos Mayolo, ya fallecido, por su cortometraje contra los abusos de la porno miseria Agarrando pueblo y por su filme político Carne de tu carne, en el que desmitifica hechos de violencia en el Valle. A mis amigos. Y a todos los lectores, en particular a quienes mantengan la esperanza en un nuevo amanecer centrado en la lucha por un país, Colombia, más justo y equitativo con base en la resistencia a un régimen (2002-10) cuyas muestras de caos y corrupción fueron evidentes para todo el mundo, salvo para cierto simulador del yoga que jamás podrá acallar en su conciencia la complicidad con los estragos producidos por el siniestro ruido de la motosierra: como demuestra el escándalo para-político que, según la Corporación Nuevo Arco Iris, incluye a 90 miembros del Congreso, la mayoría de ellos para-uribista, según señalan las más autorizadas voces de la oposición. Contra todo esto, por fortuna, y ojalá pronto contra sus non-Santos herederos, ya empieza a alzarse la justicia internacional, mientras la justicia nacional sigue dormida entre algodones con espinas.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957), padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo y, por encima de todo, lector. Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo (1984). Colaborador de ‘El Magazín’ de El Espectador. Hoy, director del Cine-Club & Tertulias Culturales de la Universidad Los Libertadores. En FronteraD ha publicado Julio Cortázar: cronopio mayor o cómo no aceptar el mundo tal cual es, La mirada onírica de Luis Buñuel, Una ‘naranja mecánica’: la posibilidad de cambio que niegan los políticos…, Arnaldo Palacios, el Joyce del Trópico: génesis de la narrativa afro-colombiana y No legalizar las drogas es hipocresía