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Mientras tanto¡Que vivan los bilibuses!

¡Que vivan los bilibuses!


Felicito el nuevo año a Cristóbal Serra, que este año –si todo va bien, y estoy seguro de que irá- cumplirá nada menos que 88 años. Cristóbal tenía ya 14 años cuando veía a los aviadores italianos pavoneándose en el Hotel Mediterráneo de Palma, en los primeros días de la guerra civil. Ahora su voz sigue siendo la voz del niño que nunca ha dejado de ser: un niño curioso, enfermizo, solitario, raro, escurridizo y jovial, un niño que habla solo y le gasta bromas a su sombra, un niño que quizá se ha pasado la vida jugando al escondite consigo mismo.

Le pregunto cómo está. Me contesta que está muy bien, y luego lo corrobora con una larga risa que resuena como el silbato de un afilador de cuchillos: ¡ji-ji-ji-ji! Y en seguida me dice que no se puede quejar porque lo cuida una mujer andaluza. «Y tú que vives allí –añade- ya sabes cómo son los andaluces: gente que ríe y que te hace feliz». Le contesto que está bien que sea así, porque él ya habló de los andaluces en su Viaje a Cotiledonia. Los llamó los bilibús, y los describió como un pueblo de gente reidora y alegre que no tenía miedo, o que al menos había conseguido vivir como si no tuviera miedo de nada. Es posible que Cristóbal idealizara a los andaluces, pero cualquiera que haya vivido en Mallorca sabe cuánta diferencia hay entre los desconfiados y quisquillosos mallorquines y los andaluces que prefieren reírse antes que quejarse de cualquier cosa. Y da igual si esos andaluces alegres y bullangueros son tan falsos como las camisetas con un toro estampado. Si yo pudiera vivir en Cotiledonia, seguro que acabaría viviendo con los bilibús.

Y en cierta forma eso es lo que le ha pasado ahora a Cristóbal Serra. No es poco mérito que un escritor pueda acabar refugiándose entre los personajes de su propia obra. Y más aún si ese escritor apenas ha puesto los pies fuera de su isla natal, e incluso se ha pasado la vida encerrado en un perímetro que no va más allá de unas pocas calles del centro de Palma. «Qué bien que hayas acabado viviendo con los bilibús», le digo a Cristóbal. «Claro, claro –replica él con una nueva risita de ocarina-. ¡Y que vivan los bilibuses! Ése será mi deseo para el nuevo año: ¡que vivan los bilibuses! Adiós, feliz año. ¡Ji-ji-ji-ji!»

Todavía tengo su risa en la cabeza cuando escribo esto. ¡Que vivan los bilibuses, sí! Además, me gusta cómo ha deformado Cristóbal Serra el gentilicio de su pueblo inventado: bilibuses en vez de bilibús. Hasta suena mejor así. Y ojalá la alegría le gane la batalla al rencor y al resentimiento, aunque sólo sea en el reino quimérico de Cotiledonia, allí donde Cristóbal Serra ha logrado esconderse tan bien que nadie ha podido encontrarlo, ni siquiera el desánimo de los años que se van uno detrás de otro. Y ni siquiera él mismo, convertido en un anciano de 88 años. ¡Y que vivan los bilibuses!

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