Es sábado. L y familia han quedado con otros amigos que también tienen niños para darse un paseo y comer. En el quiosco de periódicos se encuentran con F y su niño J. Visitan una librería y se entretienen comprando libros. Llegan veinte minutos tarde a la cita con J y V, la otra pareja de amigos, que están a la sombra del jardín vertical del Caixa Forum, persiguiendo a su niña de año y medio. Han pensado entrar a la exposición El efecto del cine: ilusión, realidad e imagen en movimiento, que, según dice el programa de mano, “reflexiona sobre la influencia y el impacto del cine a la hora de construir nuestra cultura visual”. No parece una muestra ideal para visitar con niños, pero se arriesgan.
Una vez en la sala los padres intentan maniobrar para encontrar un lugar para aparcar los cochecitos. Los niños reclaman apearse ya: luchan con el cinturón de seguridad y hacen pucheros. Una vez fuera, los niños se van asomando a la primera sala que encuentran en donde se proyecta un vídeo sobre el típico mochilero que viaja siguiendo las recomendaciones de la guía Lonely Planet. Los niños se interesan más por los espectadores. L y J, se quedan fuera de la sala, atentos, más que a la pantalla, a los tres cochecitos que hacen de perchero improvisado. Ya se sabe la cantidad de cosas que llevan los padres encima cuando se van de paseo con sus críos.
Cuando terminan de ver la instalación ya han perdido de vista al resto del grupo, así que hacen lo mismo con la segunda sala donde se proyecta el trabajo de Ferry Tribe: la grabación muestra a diferentes artistas noveles interpretando a la autora que se hacen pasar por la autora. Vistazo rápido y arribo a la tercera, donde está el resto del grupo, sentado en el suelo y en algunos asientos. En cuatro pantallas gigantes se proyecta el vídeo de Isaac Julián, llamado Fantôme Crêole. Paisajes áridos que contrastan con otros gélidos. Las imágenes captan la atención de los niños. La hija de J y V, la niña más pequeña del grupo, rompe la monotonía de la escena, y empieza a caminar frente a las pantallas y a balbucear, un acto del que se contagian el resto de los niños. Los padres deciden salir de la sala antes que la sonrisa del resto del público se torne en miradas de reproche.
Por el laberinto oscuro del montaje de la exposición, llegan a la sala donde se proyecta en el suelo 1st Light, de Paul Chan, una animación en blanco y negro en la que se ven, como si flotaran, las siluetas de pájaros, cuerpos que caen al vacío, ruedas de bicicleta y otros objetos que se mueven sin parar. A los cuatro niños les parece divertido jugar a intentar atraparlas, pisarlas… están parados sobre la proyección y en cierto modo la transforman. Se les van uniendo otros pequeños que también encuentran un rincón divertido donde por fin pasárselo bien. Alrededor de ellos, sus padres. Y un vigilante que llega alertado por los gritos de emoción de los niños. No dice nada. Se queda allí.
A la 1:15, L avisa que es hora de ir dejando el museo, si quieren conseguir una mesa donde comer tranquilamente con los niños. Caminan por el barrio de Huertas hasta llegar a Peggy Sue´s, un local inspirado en los dinners estadounidenses de los años cincuenta. Consiguen una mesa, pero solo podrán estar una hora. Reglas de la casa. Más que suficiente, piensa L y acepta. Hamburguesas, fingers de pollo (hechos con pollo de verdad) y patatas fritas. Los más pequeños toman el local por asalto y los padres los vigilan por turno: que no escapen, que no caigan por una escalera, que no metan las manos en las mesas ajenas. Al final de la comida, S derrama un vaso de agua en la mesa, moja a su mamá y a J. Algo de lo más natural, que un puñado de servilletas son capaces de resolver. Se limpia el desastre y se mantiene la conversación. Para bajar la comida, un paseo por El Retiro.